Cebollas dulces

Cerca de la próspera ciudad de Rancagua, en Chile, una empresa aragonesa produce cebollas dulces. Estas cebollas no es que sean auténticamente dulces, es que no hacen llorar a quienes las pican, ni tampoco nos pican en la boca cuando las comemos. Desde hace unos diez años se plantan y recogen en Chile, aprovechando el clima mediterráneo de Rancagua y la consabida diferencia estacional entre nuestros hemisferios.

Allá se riegan con un sofisticado sistema de goteo computarizado, se empacan en cajas especialmente diseñadas para evitar que se raspen, y se remiten a España, Francia e Inglaterra, en pleno otoño e invierno europeos. En buenas cuentas, desde que estos bulbos se producen en Chile las dueñas de casa y los grandes cocineros españoles han podido ofrecer cebollas dulces frescas durante todo el año. ¡Y sin llorar al picarlas, ni que piquen al comerlas! Esto no deja de ser un cambio cultural importante: si en las cocinas españolas se llora menos, se debe en parte a estos bulbos ahora chilenos.

Las cebollas dulces producidas en tierras rancagüinas no solo redundan en un cambio cultural, ahorrándoles lágrimas a los cocineros europeos todo el año, también podrían tener sutiles consecuencias políticas. Cierta vez, comiendo en un restaurante catalán unos deliciosos calçots con salvitxada que me chorreaban sobre el babero, me quedé paralogizado al recordar que estábamos a comienzos del invierno y que, por tanto, esos puerros asados que colgaban sobre mi boca no podían ser auténticos. Sólo hace poco, al conocer estos bulbos dulces en Chile, vine a solucionar el misterio: ¡es probable que esas delicias catalanas fueran, en realidad, chilenas! ¿Qué diría un nacionalista catalán exagerado si supiera que uno de sus platos patrios ha sido infiltrado por un aragonés que lo produce en Chile? O, puesto de otro modo: ¿son menos auténticos los calçots preparados con puerros chilenos? ¿Dónde reside la autenticidad: en el sabor o en la denominación de origen?

Las influencias de una inversión en el extranjero son recíprocas. Y no se limitan a la mera colocación de capitales, o al traspaso de tecnologías. La cultura viaja con el comercio. Los viajes de personas y cosas estimulan la civilización y quizás hasta son de su esencia. Rudyard Kipling lo resumió en su lema: “Transportation is civilization”. En Rancagua, los vozarrones aragoneses de los cultivadores españoles de cebollas se oyen a una calle de distancia. En contraste notorio con las voces, más bien aflautadas, de los peones agrícolas chilenos. Sin embargo, el intercambio entre unos y otros, al trabajar codo a codo sobre los surcos durante años, modificará no sólo las técnicas productivas, también los léxicos, y hasta la entonación de nuestras voces.

Asimismo, cultivar en Chile esas cebollas dulces españolas puede modificar recíprocamente nuestras culturas. Por ejemplo, influyendo en la forma de leer a nuestros clásicos y descubriéndonos nuevos sabores en esta oda que Neruda le dedica a ese bulbo: “Cebolla, / luminosa redoma, / pétalo a pétalo / se formó tu hermosura, / escamas de cristal / te acrecentaron / y en el secreto de la tierra oscura / se redondeó / tu vientre de rocío […]redonda rosa de agua, / sobre la mesa / de las pobres gentes”.

A su vez, las cebollas dulces cultivadas en el valle del Cachapoal, para comerse todo el año en España, nos recuerdan cuanto tiempo media entre estos productos de exportación y aquellos amargos bulbos que, a fines de la Guerra Civil española, cantó Miguel Hernández en sus Nanas de la cebolla. “En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba”.

El poema de Miguel Hernández fue escrito en la cárcel, en 1939, al enterarse de que su mujer solo se alimentaba de pan y cebollas y que, por tanto, su hijo recién nacido se amamantaba con una leche de regusto cebollero. Ese doloroso poema y el de Neruda, que festeja las golosas virtudes de la cebolla chilena picante, tienen algo en común —además de su belleza—. Ese algo es la pobreza y el hambre.

En mi niñez, vi a algunos obreros chilenos interrumpiendo sus faenas al mediodía para almorzar un pan con cebollas, acompañado de un tarro con té. Eso ocurría en un Chile no muy antiguo. Y no muy distinto a la España de esas privaciones que Miguel Hernández, y una generación posterior a la suya, conocieron.

Al preguntarnos por la cultura chilena, no debemos interrogar sólo a sus expresiones excelsas —a su arte, a su literatura o a su música— también es conveniente preguntarse por las fuentes donde beben estas expresiones. Una de ellas es la escasez. Una tradición de pobreza dura y digna que queda medio oculta, hoy, por los casi treinta años de sostenido crecimiento económico que ha experimentado Chile.

Un país que en el pasado tuvo sus vacas gordas, por supuesto: la plata de Chañarcillo o los nitratos de Chile —cuyos hermosos carteles de azulejos aún adornan los muros de pueblos perdidos en La Mancha o en Andalucía— nos trajeron bienestar. Sin embargo, esas vacas gordas pastaron sobre el yermo de una pobreza generalizada, que se remontan a la formación misma del país. La primera expedición española regresó al Cusco tan miserable que sus diezmadas huestes fueron apodadas “los rotos de Chile”: así de quebrados volvían. El apodo de nuestro pueblo nacería de ahí, de las roturas y andrajos de los primeros conquistadores. Con la segunda expedición las cosas no mejoraron mucho. Cuando se funda la ciudad de Santiago, en 1541, el alarife que trazó su cuadrícula fue un tuerto llamado Gamboa que, a cambio de ese servicio fundamental, recibió su paga “en chuchoca”. Nada de ducados de oro o doblones, como los que se repartían a manos llenas los conquistadores en Perú o México. Solo un puñado de maíz seco y molido a cambio de trazar una capital.

Por si fuera poco, los chilenos estuvimos varios siglos en guerra contra nosotros mismos, es decir, contra los indómitos araucanos. De allí que la Capitanía General de Chile fuese casi el único de los reinos españoles en América que, a fin de cuentas, produjo más gastos que réditos para la Corona. La mantención de un ejército en pie de guerra durante siglos significó que Chile fuera, en palabras de nuestro primer historiador, Diego de Rosales, un “Flandes indiano”; y ya sabemos lo que le costó Flandes a España. Un reino que gasta más de lo que produce, que no da sino que quita riquezas, es un reino pobre. Pero esto puede inducir a una sociedad a organizarse en un Estado, de manera necesariamente ordenada y estricta, con el fin de aprovechar mejor los escasos recursos disponibles. Ese podría ser un origen plausible del legalismo chileno, que a veces sorprende a nuestros visitantes extranjeros.

Una cultura de la escasez estimula, necesariamente, la inventiva. Casi se podría decir que debió ser una cebolla, y no una jugosa manzana, lo que —de acuerdo a una leyenda propagada por Voltaire— cayese en la frente de Newton para revelarle la fuerza de gravedad. (Aunque, desde luego, esos bulbos no crecen en los árboles y la manzana, fruta maldita del árbol del conocimiento, tenía más prestigio). Por lo mismo, es plausible argumentar que la antigua precariedad chilena propició nuestro actual crecimiento, porque estimuló, entre otras cosas, la crítica social, la inventiva empresarial, y la creatividad artística, que son primas hermanas.

En Chile la gente sabe, por dura experiencia, que es preciso trabajar mucho para obtener un poco. Y mucho más, para ganar algo. Y que encima no sólo hay que trabajar, también es preciso inventar bastante, “ingeniárselas harto”, como decimos por allá.

Volviendo al símil de las cebollas, fueron nuestros antiguos bulbos picantes, cultivados y consumidos en nuestra escasez, los que, paradójicamente, originaron las condiciones propicias para que, ahora, un empresario aragonés pueda cultivar sus cebollas dulces en la próspera Rancagua.

Carlos Franz es escritor. Este texto es una versión de su intervención en el encuentro Invertir en Chile.

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