El pasado diciembre cumplió 50 años la declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae, y 37 el artículo 16 de la Constitución española. Ambos cumpleaños merecen una gozosa celebración. Por su rango, la declaración es un documento menor, pero enorme por su repercusión y valor, plenamente vigente. La Iglesia manifestó que no es la aparente fuerza o debilidad de la verdad religiosa la que funda la libertad para abrazarla o no, sino la eminente dignidad de toda persona la que exige que el asentimiento sea totalmente libre. La libertad religiosa se presenta como un presupuesto necesario para poder ejercer el derecho propiamente dicho, es decir, la posibilidad de dar culto a Dios, «según el dictamen de la propia conciencia, en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (DH, 3). Fue el perfecto remache católico al artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Constatamos hoy con desasosiego cómo en un tercio de los países del mundo no se respeta este derecho fundamental. Y que en otros, sin llegar al extremo de pisotearse, se entorpece por fuerzas dañinas, ora del fundamentalismo intolerante, ora del laicismo disolvente, en sus distintas variantes, según las culturas públicas y las tradiciones nacionales.
Frente a esas lamentables situaciones, creo con el Papa emérito Benedicto que «la exclusión de la religión del ámbito público, así como el fundamentalismo religioso, impide el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la Humanidad; la vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo». O con el Papa Francisco que «un sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y a la marginalidad de los recintos cerrados de los templos, sinagogas o mezquitas. Es una nueva forma de discriminación y de autoritarismo... que a la larga fomenta más el resentimiento que la tolerancia y la paz». La misma determinación que lleva a condenar todas las formas de fanatismo y fundamentalismo religioso anima a oponerse a las expresiones de hostilidad contra la religión, que cercenan o erosionan la presencia pública de los creyentes.
Entre creyentes y no creyentes hay un terreno fértil de coincidencias sobre valores que dignifican la vida y hacen crecer el respeto a lo diferente y la articulación de lo distinto en un marco de convivencia pacífica y justa. Es un terreno común que sólo puede darse en el seno de un Estado aconfesional y laico, donde las diversas cosmovisiones pueden convivir en armonía sin renunciar a su identidad. El Estado laico da espacio a las religiones estimándolas factores constructivos de la vida social. Eso sí: laicidad no es laicismo, o no es laicismo neutralista y excluyente, por ser más precisos. Este tergiversa la laicidad y contiene una dosis más o menos alta, según modos y circunstancias, de comportamiento beligerante o marginador respecto a la religión. El laicismo se vuelve injusto cuando pretende oficializar en la esfera pública una visión no religiosa de la vida, en la que no haya lugar para Dios.
En este debate se hace absolutamente necesario distinguir entre «laicidad del Estado» y «sociedad laica». El Estado laico se sitúa como garante de la libertad y al servicio de una sociedad plural en el ámbito religioso, mientras que, por contra, la sociedad «laica» implica la negación social del hecho religioso o, al menos, dificulta el derecho a vivir la fe en sus dimensiones públicas. La laicidad del Estado no exige en absoluto que la sociedad sea «laica». Eso que, por ejemplo, persiguen con denuedo los promotores de «Sevilla laica». Al celebrar el medio siglo de Dignitatis humanae, pensando en la sociedad española, resulta a mi parecer necesario mantener vivo el espíritu constitucional de «laicidad positiva», tal como la denomina el Tribunal Constitucional. En efecto, nuestra Constitución no postula, ni en el espíritu ni en la letra, la exclusión del hecho religioso en la vida social y pública o su reducción al ámbito exclusivo de las conciencias, sino que juzga que las creencias, las convicciones y los valores tienen repercusión en la esfera social y, aceptando por supuesto las reglas de la convivencia plural, construyen como el que más una sociedad abierta y libre. Cuando vemos reformas constitucionales en lontananza, sería un gravísimo error político dilapidar nuestro gran patrimonio de «laicidad positiva».
En contextos cercanos al nuestro ya querrían disponer del enfoque constitucional español para afrontar los desafíos del presente. Recuerdo aquellas palabras que en 2008 pronunció el presidente Sarkozy ante Benedicto XVI, en París: «Reivindico una laicidad positiva, una laicidad respetuosa, unitiva, dialogante, y no excluyente… En una época como la nuestra, en la que la duda y el ensimismamiento retan a nuestras democracias a responder a los problemas de nuestro tiempo, una laicidad positiva brinda a nuestras conciencias la posibilidad de intercambiar, más allá de creencias y ritos, ideas sobre el sentido que queremos darle a nuestra existencia».
Sabido es que la comprensión positiva de la laicidad se articula en nuestra Constitución mediante dos principios ubicados en el artículo 16.3: el primero lo refleja la frase de «ninguna confesión tendrá carácter estatal», e implica tanto la separación de las entidades religiosas y el Estado como la neutralidad de los poderes públicos ante el acto de fe, la cual no significa indiferencia, y mucho menos desprecio, ante el fenómeno religioso. El segundo principio –el de cooperación– ordena a los poderes públicos «tener en cuenta las creencias religiosas presentes en la sociedad y mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». A tenor de la significación histórica del catolicismo y su reconocimiento como religión mayoritaria de los españoles, se especifica una especial colaboración del Estado con la Iglesia católica. Esta afirmación constitucional no va –ni debe ir– en detrimento de nada ni de nadie.
Tal «cooperación» con «separación» y «neutralidad» se ha encauzado a través de los Acuerdos (ya no Concordato) entre la Santa Sede y el Estado Español (1979), y de los Acuerdos con los Judíos, Protestantes y Musulmanes (1992). No quieren comportar privilegios para estas confesiones, sino constituir instrumentos jurídicos en plena armonía con la libertad religiosa. Sobre ese marco, por supuesto, habrán de ir haciéndose los desarrollos y modulaciones pertinentes a tenor de cómo evolucione el paisaje religioso. En un momento confuso e incierto como el que vivimos, es una gran suerte contar con un marco constitucional como el español y un marco doctrinal como el conciliar. Son exitosos esfuerzos guiados por el «personalismo jurídico» que nos permiten apuestas consistentes a favor de la cultura del diálogo y el en cuentro, y suponen tanto la aceptación recíproca de las diferencias –a veces de las contradicciones– como el respeto de las decisiones libres que las personas toman en conciencia. Celebrémoslo agradecidamente ad multos annos.
Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE.