Censura en la Universidad

En este curso académico que comienza, al igual que en los últimos cuatro, John Jay Ellison, vicedecano de estudiantes de la Universidad de Chicago, se ha dirigido a sus nuevos alumnos con una carta de bienvenida. En ella se lee, literalmente, que el compromiso de esa institución con la libertad académica les llevará a no cancelar la intervención de ponentes cuyos puntos de vista puedan ser controvertidos y advierte que en su universidad, al contario que en muchas otras de Estados Unidos, no existirán espacios seguros en los que el alumnado pueda refugiarse cuando escuchen ideas contrarias a las propias.

En un tono a mitad de camino entre la prudencia y la condescendencia, el profesor Ellison advierte a sus estudiantes que en ocasiones podrán sentir cierto malestar al comprobar que hay personas que tienen opiniones distintas a las suyas. Cosas que pasan. Por si alguien intuye alguna barrera cultural habremos de recordar que en Estados Unidos también hay que ser mayor de edad para ingresar en la Universidad. Es decir, allí como aquí la Universidad es una institución educativa para adultos.

Por sorprendente que parezca esta carta, se haría razonable si en lugar de representar a una de las instituciones académicas más prestigiosas del mundo fuera una lección iniciática para estudiantes de primaria. Queridos niños y queridas niñas: a veces hay personas que no piensan como nosotros y la confrontación de ideas es un instrumento utilísimo para hacer progresar el conocimiento, para afrentar nuestros propios prejuicios y para cultivar la cultura democrática.

El mensaje, como mecanismo de urgencia, podría todavía reciclarse en algún curso de secundaria para recordar a los más rezagados algo obvio y saludable: que todo es discutible dentro de los límites del respeto mutuo. Gracias a eso Copérnico se atrevió a postular que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y miren la que se armó después.

Esta carta de la Universidad de Chicago resulta dramática no por lo que expresa, algo naturalmente obvio, sino por las condiciones que la hacen verosímil. Si esta carta se ha hecho posible, o incluso necesaria, es porque en Estados Unidos y cada vez más en la vieja Europa, los espacios de confrontación de ideas, de debate y de tolerancia han comenzado a reducirse en favor de la proliferación de espacios seguros en los que cualquier discurso dominante pueda propagarse como en una perfecta cámara de eco.

El análisis del conflicto palestino-israelí, la genealogía de un movimiento totalitario o el estudio de casos de determinados delitos penales pueden verse interrumpidos en la academia americana siempre que alguien levante el dedo y advierta lo traumático que le supone abordar dichas cuestiones desde una perspectiva que colisione con las convicciones propias. Y todo esto, por supuesto, al tiempo que se sigue hablando de la conveniencia de promocionar el pensamiento crítico.

El único pensamiento crítico que puede existir es el autocrítico y pensar contra uno mismo es algo tan difícil como intentar ahorcarse con las propias manos. Es imposible, vaya. Para pensar contra nosotros, nos lo enseñó Platón, necesitamos a los otros. Sobre todo a los que piensan de manera diferente. Por eso es tan necesario no sólo tolerar sino cultivar los espacios de confrontación científica, ideológica y racional en las que podamos someter a crítica nuestras propias convicciones.

Con un poco de suerte descubriremos que las más de las veces aquello que parecía ser una verdad clara y distinta no era más que un prejuicio. Piensen hace cuánto tiempo que no cambian de opinión. Si hace más de un día háganse un favor: cambien de amigos, de pareja, de lecturas y hasta de periódico. En otro tiempo les habría dicho que busquen refugio en la Universidad. A lo mejor todavía es posible, siempre y cuando no terminen por convertirla en un lugar seguro.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid.

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