Suprimen del muro de ARCO, la feria de artes visuales que acaba de inaugurarse en Madrid, una instalación que llevaba el título de «Presos políticos» y que mostraba una colección de caras conocidas, fácilmente reconocibles, pero semi borradas. Algunos piensan que esta censura fue producto de la astucia comercial; otros creen que fue ingenuidad política. El resultado en la realidad es interesante: el muro vacío, blanco, que conserva algunas huellas de una intervención anterior, es el lugar más fotografiado, más filmado, más difundido por los medios internos e internacionales. Se ha convertido en un no lugar, y eso atrae más que esculturas, pinturas, objetos de arte diversos. Es un muro mudo y blanco, pero que habla de alguna manera, y se presta a toda suerte de interpretaciones.
Yo me acuerdo de un episodio de los años ochenta en Chile, los de la culminación ya tardía y los primeros síntomas de declinación del pinochetismo. Nicanor Parra, el creador de los antipoemas, fallecido hace pocas semanas a los 103 años de edad, leía sus obras en una plaza de nombre exótico, reconocible para chilenos: la Plaza del Mulato Gil de Castro. En esa plaza del centro de Santiago, y en esos años, ocurrían cosas que no habrían podido ocurrir en otros lugares del país. La plaza se había convertido en un lugar amenazado, pero existente y que resistía: un lugar de relativas libertades. Pues bien, después de leer diversos antipoemas, algunos poemas y algunas piezas definidas por el autor como artefactos, Nicanor Parra, que era un actor de indudable talento, anunció que iba a leer un soneto censurado. Carraspeó, se instaló con seguridad frente al micrófono, y guardó estricto silencio durante el tiempo que toma la recitación de catorce versos endecasílabos. El soneto censurado no era un antisoneto: era un no soneto, un soneto no escrito. Y pasó a ser, de todas las obras escuchadas esa tarde, la más celebrada. Misterios de la poesía, de la no poesía, de la invención literaria. Y, sobre todo, de la censura. El acto escénico de Nicanor me parece mejor que el muro actual de los presos políticos, que no era, al fin y al cabo, antes de su prohibición. más que un muro de políticos presos, más bien desdibujados.
Mientras conozco la historia del muro madrileño vacío y me acuerdo del soneto censurado de Nicanor Parra, me cae en las manos un retrato escrito por el novelista francés Emmanuel Carrère después de convivir durante toda una semana de viaje con el presidente Emmanuel Macron. Los retratos literarios de hombres de estado suelen ser producto de la fascinación de los escritores, muy frecuente y muy pocas veces confesada, por el poder político. Por este motivo, estos retratos tienden a ser antiretratos. André Malraux hizo retratos de esta especie, que interesaban por su valor histórico, pero todavía más por su carácter de creación literaria, del general de Gaulle. Y el gran modelo del siglo XIX eran los retratos de Napoleón Bonaparte por Stendhal. Stendhal participó en la campaña de Rusia como abastecedor del ejército imperial, pudo observar a Napoleón de cerca, tener con él algunos minutos de conversación, y siempre estuvo fascinado, embobado frente al personaje.
El presidente Macron pintado por Emmanuel Carrère es sorprendente, proteico, casi mágico. Uno se divierte con la lectura, pero duda en diversos momentos de la veracidad y hasta de la seriedad del retratista. Carrère viaja con Macron en visita oficial a Grecia, a la isla francesa de San Martín, en el Caribe, y a Toulouse. Nos cuenta, por ejemplo, que Macron, después de una larga mañana en San Martín, bajo cuarenta grados de calor, se mueve por todas partes, salta por encima de troncos de árboles caídos después de un huracán, saluda a centenares de personas, conversa, discute, y mientras todos los miembros de su comitiva están deshechos, él no suda y mantiene una camisa blanca impecable, sin una sola arruga. Carrère nos habla de un joven excepcional, dotado de un poder de persuasión «digno del flautista de Hamelin», alguien que según la opinión general es capaz de seducir a una silla. Se reúne en Atenas con un grupo de intelectuales griegos fanáticos por la cultura francesa. Cada vez que uno de ellos cita un poema de Baudelaire, de Rimbaud, de Paul Valéry, Macron es capaz de terminar la cita con la mayor tranquilidad y naturalidad. El Napoleón de Stendhal conocía la historia y la política francesas al dedillo, pero no conocía la obra de los poetas de memoria. Y el general de Gaulle retratado por André Malraux era sabio, sólido como un árbol, de oratoria superior, pero no tenía poderes mágicos de ninguna especie.
El presidente Macron, según Carrère, sabe que Francia fue una potencia mundial, como lo fue Inglaterra, y piensa que Francia, conducida por él, puede volver a serlo. No es poca cosa. Por eso, aludiendo a François Hollande, que se definió a sí mismo como «un presidente normal», anunció que él sería «jupiterino». Nosotros, en Hispanoamérica, no tenemos dimensiones para ser jupiterinos, pero a veces nos equivocamos y perdemos el sentido de las proporciones. A Bolívar le pasó eso, y en otra forma a Fidel Castro y a Hugo Chávez. Por ese motivo, a pesar de que inventamos el realismo mágico en literatura, estamos obligados al equilibrio, a olvidarnos de toda forma de magia, en la acción política. Es uno de nuestros secretos y nuestras diferencias. Nuestros Quijotes necesitan a un Sancho Panza al lado suyo.
Jorge Edwards, escritor.