Centenario de José Antonio Muñoz Rojas

Hace unos cincuenta años, cuando comencé a tratar a José Antonio Muñoz Rojas, ya había leído Las cosas del campo, libro publicado en 1946. José Antonio decía entonces saber algo de la tierra andaluza y de sus gentes, por haber andado sus caminos y por haberse recreado en su hermosura: «tierras duras, alberos y polvillares, breves bujeos, largos cubriales». Sabía del rizarse de las lomas, del quebrarse de las cañadas, del extenderse de las albinas, del temblar de «un sisón de vuelo lento». El riquísimo vocabulario, usual aún en la Andalucía de entonces, le servía para describir las herrizas coronadas de coscojos, los cultivos, los eriazos, las veredas, los matorrales y la realenga. Como poeta, distinguía el verdor ceniciento o plateado de las encinas, que variaba según fuera la dirección y la fuerza de los vientos. Para él, los campos de Antequera, a los que estaba tan unido por familia y por vocación, venían a ser como el mar «en su grande monotonía». Supo evocar los campos regados con sudor y lágrimas de labriegos, generación tras generación, sus sueños y esperanzas, contadas por las lindes del trazado caprichoso en apariencia. Decía estremecerse al andar aquellas realengas antequeranas, al cruzar las lindes, al asomarse a las herrizas. A él le gustaba internarse en el campo, y rememorar la amargura y las satisfacciones recogidas en surcos y sementeras. Sabía que, al caminar sobre aquella tierra, andaba sobre los sudores y las ilusiones de quienes la habían labrado, siglo tras siglo. En 1975, casi treinta años después, a pesar de ser ese tiempo un soplo en el transcurrir de los milenios, había variado muchísimo todo lo concerniente al campo. Algunos de los personajes de que había escrito en 1946 ni existían ni quedaba recuerdo de sus oficios y de sus quehaceres. Las cuadras estaban desiertas. Ya no quedaban álamos blancos en el sotillo, por haberlos sustituido el regadío. Tampoco había bieldos, ni barcinas, ni los demás aperos utilizados en las eras. Casi nadie recordaba sus nombres. Las cosechadoras arramblaban con un trigal y no dejaban «caña con cabeza», en un santiamén. Había muchos cortijos abandonados, cayéndose. Anidaban en ellos golondrinas, vencejos y tórtolas. El campo se había quedado más solo. Abejas y abejarucos se refugiaban donde podían para defenderse de enemigos comunes. Quedaban las herrizas como refugio de la belleza campestre. Con igual poesía, describió lo urbano. Como ejemplo, léanse los párrafos que dedicó a la vieja casa de Antequera, a «aquel paraíso de siglos, habitada por tantas sombras y enriquecida por tantos silencios». En ella, «cada rincón tenía su habitante», por cada corredor se deslizaban figuras que estaban representadas en cuadros o de las que se sabía por relatos familiares. Para José Antonio, habitar aquella casa, «con dominio pleno de sus goces, aunque no de todos sus secretos», fue uno de los grandes privilegios de su vida. Mi amistad con José Antonio Muñoz Rojas creció, día a día, a medida que aumentaban mis vinculaciones con la Sociedad de Estudios y Publicaciones, institución cultural creada por el Banco Urquijo para proteger a catedráticos y escritores que estaban apartados de los ámbitos oficiales de entonces. Allí encontraban refugio Xavier Zubiri, Julián Marías, Emilio García Gómez, José Luis Aranguren, Manuel de Terán, Melchor Fernández Almagro, Enrique Lafuente Ferrari, Luis G. de Valdeavellano y tantos otros que, por sobrepasar la centena, no cabe citar aquí. Todos encontraban siempre en José Antonio al amigo que les protegía y ayudaba.

Es difícil imaginar los sentimientos de José Antonio cuando, como secretario general del banco Urquijo, tenía que atender a las instancias cotidianas de aquella institución, que figuraba entonces entre las primeras de España en cuanto a actividad y negocios. El trabajo en el Banco, las grandes responsabilidades que asumía, ocupaban casi todo su tiempo. Las exigencias del quehacer diario, de lo prosaico, parecían incompatibles con la inspiración literaria y poética. Cuando dimitió como secretario general del Banco en octubre de 1978, después de más de veintidós años de servicio, confesó que nadie podía haber pensado que él iba a ser capaz de asumir durante tanto tiempo aquellas funciones, aún tratándose de una institución tan especial como el Urquijo. José Antonio era consciente de que había permanecido tantos años como secretario general del Banco por la capacidad de Juan Lladó para encajar a las gentes más dispares. En cuanto a lo que había supuesto el Banco en su vida, José Antonio reconocía que, al entrar en él, había condenado sus letras, sus «pobres letras», y que se había despedido de los poetas metafísicos, de las aspiraciones académicas, aunque, de vez en cuando, experimentaba «un tironazo» que le hacía volver a sus cuadernos y a sus ensoñaciones. Las recogió en su libro Dejado, sobre viajes, estados de ánimo, incidencias del vivir de cada día y, siempre, sobre impresiones de la naturaleza y del campo. Como ejemplo, basta leer lo que escribió el 17 de mayo de 1977, cuando tomaba el avión para ir desde Málaga a Barcelona, después de esperar varias horas en el aeropuerto, «desvaído, aburrido, sin nadie», en «día destemplado, de mucho ajetreo», de «viento fuerte, nubes desgarradas». Seguro que le confortaba recordar el paisaje de la Casería, que acababa de dejar, en aquel mes de mayo, con las bellísimas retamas, del verde azulenco al amarillo fino, sequeronas las veredas, en las que los gualdas y los morados se prodigaban, clamando por humedad. Allí, «a caballo, el viento volvía plata los olivos» y «mareaba el trigo». Estaban siempre vivos en su mente las cosas del campo. Le acompañaron desde su más tierna infancia hasta los días tranquilos de su muerte, alejado de los ruidos, de los tráfagos, de las prisas, de lo incómodo que le resultaba hacer y vivir lo que no le apetecía.

La enumeración de sus obras y las fechas en las que las publicó no bastan para graduar la intensidad de las inquietudes literarias de José Antonio Muñoz Rojas y de cómo se reflejan en todos sus escritos. Muchos permanecían inéditos, siempre con el designio de que una relectura posterior pudiera darle la ocasión de mejorar su poesía o su prosa. La quietud del campo, de la que supo gozar en los últimos años de su vida, favoreció las revisiones. Él se sorprendía de que se le instara a publicar, pues rechazaba celebraciones y reconocimientos.

La casería del Conde, con los maravillosos cipreses que habían plantado Marilu y él cuando se casaron, las encinas centenarias, los olivos, los arbustos, cuyos nombres populares y científicos conocía, los rosales y otras plantas de jardín que rodeaban la casa, las aves y demás fauna campestre le inspiraron, desde muy joven, sentimientos que supo transmitir en textos de la mayor belleza literaria. Permanecerán siempre como testimonio de la altísima calidad poética de José Antonio Muñoz Rojas como gran escritor que figurará en la historia de la literatura española con sus maestros Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Azorín y junto a sus amigos Dámaso Alonso, Guillén, Salinas, Aleixandre, Manuel Halcón, Rosales...

Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, director de la Real Academia de la Historia.