Centenarios

Este año se conmemora el cuarto centenario de las muertes de Cervantes y Shakespeare. Suele repetirse que murieron el mismo día de 1616 y que por eso esa fecha, el 23 de abril, fue elegida para las celebraciones del día internacional del Libro. La realidad es que Cervantes fue enterrado el 23 de abril pero había muerto un día antes, el 22. En cuanto a Shakespeare, es cierto que murió el 23 de abril, pero, mientras en España y otros países se había adoptado el calendario gregoriano, en Inglaterra seguían rigiéndose por el calendario juliano, lo que quiere decir que, según el cómputo actual, su muerte no se produjo hasta el 3 de mayo. Así pues, el 23 de abril de 1616, mientras Cervantes era enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid, a Shakespeare aún le quedaban diez días de vida.

Este 2016 se cumplen también los primeros cien años de la muerte de varios literatos ilustres (Rubén Darío, Henry James, Jack London), así como del nacimiento de una de mis autoras favoritas, Natalia Ginzburg. Si los centenarios de los escritores sirven para algo, es para recordarnos que la buena literatura no tiene fecha de caducidad y conviene regresar a ella cada cierto tiempo. Yo he comenzado mi particular año Ginzburg releyendo algunos libros de la escritora italiana, entre ellos mi preferido, el autobiográfico Léxico familiar, y me ha sorprendido descubrir algún detalle que en anteriores lecturas me había pasado inadvertido.

Léxico familiar recrea, a través de la evocación de modestos acontecimientos domésticos, la convulsa historia de Italia durante los años de ascensión y caída del fascismo. De padre judío (su apellido de soltera era Levi) y crecida en un entorno intelectual, la joven aprendiz de escritora sufrió en propia carne la represión política. Primero fueron encarcelados su padre y un hermano, mientras otro hermano buscaba refugio fuera de Italia. Luego se casó con el intelectual antifascista Leone Ginzburg, que constantemente entraba y salía de prisión. Más tarde, ella y su marido fueron condenados a confinamiento en Pizzoli, un pequeño pueblo de los Abruzos. Finalmente, recién instalados en Roma, los nazis encerraron a Leone en la cárcel de Regina Coeli, donde fue torturado hasta la muerte... En 1944, en plena guerra civil italiana, Natalia Ginzburg era una joven viuda con tres niños obligada a esconderse para escapar de la persecución de nazis y fascistas.

Vuelvo a las páginas de Léxico familiar. Al comienzo de ese vía crucis, cuando los mussolinianos metieron en la cárcel al padre y al hermano de Natalia, su madre pidió consejo a un conocido de origen judío que también había estado entre rejas. El hombre, alto, grueso, con largas patillas, fue a su casa y les asesoró acerca de algunas necesidades prácticas de los reclusos. Ese hombre era también escritor. Se llamaba Dino Segre y firmaba sus libros con el seudónimo Pitigrilli. Es probable que el nombre del ahora olvidado Pitigrilli, que fue muy popular en la España de los años cincuenta y sesenta gracias a sus colaboraciones en La Codorniz, suene familiar a los lectores de cierta edad (y, ¿por qué no decirlo?, a los frecuentadores de baratillos y librerías de lance). Pues bien, el tal Pitigrilli al que recurrió la madre de Natalia Ginzburg no sólo resultó ser un chivato al servicio de la OVRA (la policía política fascista) sino que precisamente a él se le atribuye la responsabilidad de las detenciones del padre y el hermano de Natalia, además de las de Leone Ginzburg, Cesare Pavese, Giulio Einaudi, Carlo Levi y muchos otros intelectuales antifascistas.

Por supuesto, cuando Pitigrilli las visitó, Natalia no podía saber que habían metido en casa al enemigo. En cambio, casi tres décadas después, cuando en 1963 escribió Léxico familiar, seguro que estaba al corriente de su condición de agente del fascismo. Y, sin embargo, en el libro no se hace la menor alusión al lado turbio del personaje. La vida había puesto en su sitio a Pitigrilli, que entre tanto, diezmados su público y su prestigio literario, había buscado refugio en la Argentina de Perón. Lo más curioso es que el activo colaboracionismo del Pitigrilli de los años treinta no le ahorró en los cuarenta algún que otro disgusto, sobre todo a cuenta de las leyes raciales del mismo régimen al que tan suciamente había servido. La historia nos enseña que a menudo los verdugos son también víctimas. A Natalia Ginzburg, que fue víctima y no verdugo, debió de inspirarle lástima la degradación moral de ese hombre y prefirió no utilizar la literatura para ajustar cuentas. En las páginas de Léxico familiar, como en las de sus otros libros, no hay el menor afán de revancha y sí una intención sincera de entender el alma humana. Teniendo todo el derecho a optar por la superioridad moral, eligió la magnanimidad. Quizás ese sea otro buen motivo para que, llegada la ocasión de las efemérides, celebremos el legado de Natalia Ginzburg y no el de Pitigrilli.

Ignacio Martínez de Pisón

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *