Centralismo no es solidaridad

Por Vicenç Navarro, catedrático de Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra (EL PERIÓDICO, 06/10/05):

Una de las características más importantes del proceso democrático español ha sido la descentralización de la gestión de los servicios públicos del Estado del bienestar, de tal manera que cada Gobierno autónomo gestiona ya directamente la sanidad, la educación, los servicios de ayuda a las familias, la vivienda social, los servicios sociales y la prevención de la exclusión social. Puesto que los gastos incurridos en estos servicios públicos sociales representan más del 60% del presupuesto estatal, tal realidad es presentada como muestra de que el Estado español es uno de los más descentralizados en la UE de los Quince (UE-15).

En esta percepción, sin embargo, se confunden dos conceptos distintos: el de gestión de los servicios públicos y el de su financiación. En realidad, esta última continúa enormemente centralizado, siendo el Gobierno central el responsable de definir el tipo y el nivel de los impuestos, la distribución interterritorial de los fondos derivados de recogerlos y los porcentajes de retención por parte de las comunidades autónomas (CCAA) de cada impuesto, excepto en el País Vasco y Navarra, donde el poder autonómico recauda los impuestos y paga un cupo al Estado central por los servicios generales provistos.

La centralización del sistema fiscal ha sido justificada --en el discurso centralizador-- por la solidaridad interterritorial, requiriéndose un Estado central que distribuya los recursos entre las CCAA para equilibrarlas en su desarrollo económico y social. Un Estado, sin embargo, puede estar muy centralizado --como durante la dictadura franquista--, y ser a la vez muy poco solidario, mientras que un Estado puede estar muy descentralizado y ser muy solidario, como Suecia, el país con menos desigualdades regionales y sociales en toda Europa. En Suecia, las unidades político administrativas equivalentes a las autonomías son las encargadas de recoger y definir los impuestos con los que se sostiene un extensivo Estado del bienestar, siendo el Gobierno central la autoridad responsable (en cooperación con los ejecutivos autonómicos) de definir y distribuir un impuesto finalista de solidaridad regional.

El nivel de recursos existente para financiar el Estado del bienestar en cada autonomía en España depende, sin embargo, no sólo de la cantidad de recursos públicos que reciba en su totalidad, sino también de las prioridades dentro de cada comunidad, realidad sistemáticamente ignorada en Catalunya por el discurso nacionalista conservador, que oculta que una de las razones del escaso desarrollo de la escuela pública catalana (por citar sólo un componente del Estado del bienestar) es la prioridad que el Gobierno nacionalista conservador dio a la escuela privada (haciendo trampas, como reconoció el entonces presidente Pujol), a costa de la escuela pública. El hecho de que Extremadura tenga más ordenadores por alumno que Catalunya, por ejemplo, no se debe exclusivamente a que Extremadura reciba del Estado central más euros por habitante que Catalunya, sino a que Extremadura ha tenido un Gobierno con mayor sensibilidad social que Catalunya (además de no destinar dinero a policía autonómica y a dos canales de televisión).

No todo lo que ocurre en Catalunya puede explicarse por el déficit fiscal, que es importante y debe corregirse, pero al que no se pueden atribuir todas las grandes insuficiencias del Estado del bienestar catalán. En realidad, una de las causas mayores de estas insuficiencias es el bajo porcentaje (tanto en Catalunya como en España) que los impuestos representan sobre el PIB, uno de los más bajos en la UE-15, y que deberá aumentarse para poder converger con el gasto público social por habitante del promedio de la UE-15.

Hay otra dimensión que raramente se explicita y es la necesidad de que el Estado central español acepte la plurinacionalidad de España, viéndose a sí mismo como el sucesor del Estado democrático que existió durante la República, la cual aceptó la especificidad de Catalunya y del País Vasco. No fue así en la Constitución de 1978, ni en el establecimiento del Estado de las autonomías, el cual se creó precisamente para negar tal especificidad. El café para todos era una manera de negar tal especificidad, y aun cuando tal Estado de las autonomías significó una beneficiosa descentralización política del Estado español, no resolvió la articulación de Catalunya con el resto de España, respetando su especificidad. Esta voluntad centralizadora del Estado posfranquista se mostró, una vez más, inmediatamente después del intento del golpe militar de 1981, cuando el Rey (sensible a las fuerzas conservadoras españolas) convocó en su despacho a todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria, excepto a los nacionalistas catalanes y vascos, acto que refleja escasa sensibilidad democrática, además de una visión centralista de Estado español. Fue también en aquel momento cuando se anuló el privilegio del Partido Socialista de Catalunya de tener grupo parlamentario propio.

Esta resistencia a admitir la especificidad catalana es, paradójicamente, la que puede llevar a la desagregación de España, pues en la medida que el establishment político catalán interprete esta especificidad como mayor autonomía y mayor capacidad de control sobre sus recursos, y estas demandas se consideren por las otras comunidades autónomas como privilegios generalizables a todas ellas, entonces se establecerá una dinámica desagregadora de la cual las derechas uniformadoras (y sus aliadas, los sectores jacobinos de las izquierdas) serán las únicas responsables. La manera de salvar a España es precisamente reconocer su plurinacionalidad, que es a lo que ellas se oponen.