Centralismo separador

Se asiste en los mentideros de la villa y corte a un discurso de denigración creciente contra la movilización independentista catalana. Los argumentos en los medios de comunicación de masas son reactivos y aplican un reduccionismo simplificador entre ‘ellos’ (catalanes) y ‘nosotros’ (no catalanes). Crece la percepción popular de estar asistiendo a las desavenencias de un matrimonio en la antesala del divorcio de facto (el de iure no lo permite el ordenamiento constitucional vigente). Empero, nada o muy poco de lo ahora observable es nuevo en la historia contemporánea de España, cuya mala integración interna ha sido su problema irresuelto más persistente.

Cabe recordar que los intentos seculares por superar las dicotomías entre centro y periferia en España se han reiterado con la imposición de trágalas centralizadores asociados a golpes de Estado, fórmulas caudillistas y ausencias de libertades democráticas. El centralismo español ha sido débil por su incapacidad de aunar voluntades y violento por la fuerza bruta empleada para imponer su voluntad. El separatismo y la disgregación territorial han sido alternativas periféricas a los programas de homogeneización centralizadora, especialmente tras la pérdida de España de su condición de país colonial y con su descenso a la segunda división en la liga de las naciones influyentes tras el desastre de 1898.

Ahora el proceso autonómico se desfonda por la obsolescencia de la fórmula bilateral de relaciones políticas e institucionales inaugurada tras la aprobación de la Constitución de 1978. A unitaristas y autonomistas la fórmula bilateral para el traspaso de competencias les resultó altamente funcional. Tales prácticas coadyuvaron a una eficaz transferencia de poderes desde la Administración central a las Comunidades autónomas. Pero el bilateralismo, lejos de aportar un procedimiento virtuoso de carácter instrumental, se consolidó como el método vicioso de gestionar cooperación y conflicto entre centro y periferia. Resultado de ello ha sido el magro desarrollo de una puesta en común territorial en España basada en la multilateralidad, el gobierno plural y la cultura del pacto federal.

El desencuentro bilateral entre el presidente del Gobierno español y el presidente de la Generalitat catalana en septiembre de 2012 ha desequilibrado el andamiaje sobre el que descansaba el Estado de las Autonomías. Según la lógica de la bilateralidad, pocos dudarían hoy que un pacto de financiación autonómica negociado entre Rajoy y Mas habría evitado el creciente nivel de odio entre ciudadanos del Reino de España. Cabe colegir también que los efectos primarios y secundarios de tal acuerdo habrían afectado al conjunto territorial de España evidenciando, una vez más, la impotencia institucional del Senado, una cámara territorial atrofiada e inútil en su configuración actual.

En la federación embozada que es el sistema autonómico español, los actores políticos han cubierto su verdadera faz de centralistas impenitentes o de autonomistas independentistas al albur de las circunstancias. Finalmente muchos de ellos han mostrado abiertamente la doblez de sus pasadas convicciones reduciendo los posicionamientos a la simple dualidad de separatistas y separadores. Concitan un interés mediático considerablemente menor las actuaciones y pasividades de éstos últimos, algunas de las cuales interesan a este artículo.

Predomina entre los separadores la percepción de que la Administración central posee un valor políticamente superior, haciendo equívocamente sinónimos Gobierno de España y Estado español. Ya la sentencia del propio Tribunal Constitucional de 28 de julio de 1981 clarificó la idea de que el Estado debe ser considerado en su totalidad, incluyendo a todas las instituciones de la administración central, autonómica y local. Perdura, no obstante, una mentalidad patrimonialista del Estado por parte de responsables políticos y creadores de opinión pública, radicados principalmente en Madrid, sede de los órganos de gobierno centrales. Tales élites consideran a las instituciones autonómicas de nacionalidades y regiones como subordinados políticos.

La casuística internacional comparada nos ilustra que tales elites centralistas suelen aferrarse al poder del ordeno-y-mando conminando a la periferia a aceptar en última instancia una de las opciones de la tríada teorizada por el preclaro científico social Albert Hirschman, Así, en situaciones en las que grupos de una comunidad estatal perciben un empeoramiento en sus derechos o en la calidad de los servicios caben tres alternativas: loyalty, voice y exit; es decir, lealtad, protesta, y salida. La primera de ellas implica una aceptación del status quo. Las otras dos explicitan disconformidad, la cual, en el postrer de los casos, conlleva el abandono de la comunidad de pertenencia.

¿Espera el centralismo en España la continuación sin cambios del funcionamiento del Estado de la Autonomías?; ¿se ha pasado ya el rubicón de la concertación territorial entre unidad y diversidad mediante el pacto político? Son estas preguntas necesitadas de respuestas. Las posiciones de los principales partidos estatales apuntan a dejar que las aguas vuelvan a su cauce anterior. Sin embargo, los desarrollos de un futuro próximo no auguran una vuelta a la calma chicha del dolce far niente. Con la anunciada consulta del próximo 9 de noviembre, una secuencia en la evolución ulterior de los acontecimientos, incluiría la más que probable prohibición por el Tribunal Constitucional de la convocatoria aprobada por el Parlament catalán, en analogía con lo sucedido con el plan Ibarretexe y su consulta no vinculante a la ciudadanía vasca que el Parlamento Vasco había establecido para el 25 de octubre de 2008.

Todo apunta a que tras la prohibición de la consulta se convocarían nuevas elecciones catalanas, las cuales podría revalidar una mayoría parlamentaria independentista y, quizá, se produciría la proclamación unilateral de independencia de Cataluña. Un escenario institucional de tal calibre sería expeditivamente resuelto con la inhabilitación del presidente de la Generalitat, de acuerdo a lo que establece el artículo 155 de la Constitución de 1978: “el Gobierno [central]… con la aprobación por mayoría absoluta del Senado podrá obligar a [la Comunidad Autónoma] al cumplimiento forzoso de [las] obligaciones [constitucionales]”. Los posibles escenarios subsiguientes abarcarían desde la impugnación de la suspensión ante el Tribunal Constitucional y otros órganos jurisdiccionales internacionales (Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, por ejemplo), a la activación de la desobediencia civil en Cataluña con en el impago de impuestos, pongamos por caso. Serían situaciones de baja intensidad si las comparamos con otros episodios dramáticos de nuestra historia contemporánea o nuestro entorno geográfico.

El centralismo español, en la parte alícuota de responsabilidad que le corresponde, debería ejercer su autoridad propositiva para refundar la democracia en España. En especial, sería útil su compromiso a articular una reforma constitucional que federalizase definitivamente el Senado y que auspiciase la subsidiariedad territorial y la rendición de cuentas democrática, principios guía del proceso de europeización en curso. La porfía por mantener a toda costa el marco institucional inaugurado tras la muerte del dictador, muy fructífero pero obsoleto en su estado actual, es una invitación al desencuentro y enfrentamiento permanentes. Antes de declararnos en bancarrota política, puede que llegue a tiempo el rescate europeo de la gobernanza multinivel democrática y la consolidación de un sistema continental integrador de unidad y diversidad.

Luis Moreno es profesor de investigación del CSIC en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos y autor de La federalización de España.

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