Cerca del 11-M

Por Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político (EL PAIS, 22/02/05):

Los principales temores que entonces pudieron surgir se han desvanecido. La reacción ejemplar de la sociedad española pudo ya constatarse tanto el día del atentado como en las manifestaciones que siguieron, y el año transcurrido no ha alterado esa primera impresión. Tal vez los reflejos racistas y xenófobos sigan ahí, agazapados en la mente de muchos españoles, lo mismo que sucede en otros países de Europa, pero no se han traducido en la temida escalada de actos de discriminación y de violencia en contra de los inmigrantes musulmanes. A modo de telón de fondo, las terribles imágenes de los hombres y mujeres muertos o afectados de hipotermia tras la travesía en las pateras contribuyeron sin duda a incrementar nuestra sensibilidad positiva hacia el hecho de la inmigración, en tanto que el black out acordado sobre las víctimas del acto megaterrorista sirvió para evitar manifestaciones de odio o de espíritu de venganza. En este aspecto, la sociedad española goza de buena salud después del 11-M.

No es, en cambio, optimista el balance de situación en lo que concierne a la atención prestada a España por Al Qaeda y sus sucursales. Casi nadie se preocupa ante las noticias que confirman la importancia de las redes del islamismo radical en nuestro país. Una primera impresión, ampliamente difundida en nuestra opinión pública, vio en los atentados una respuesta puntual a la política exterior del Gobierno de Aznar, y singularmente a la implicación española en la invasión de Irak. Los primeros comunicados de los terroristas insistieron sobre este punto, enlazando así con la actitud de protesta de tantos españoles. La portavoz de la Asociación de Víctimas del 11-M lo resumió muy bien: "Aznar puso a los españoles en el punto de mira de los terroristas".

El atentado múltiple fue visto por muchos como un castigo, bárbaro pero en el fondo justo, a la política de Aznar. El vuelco electoral sería entonces el veredicto popular en el mismo sentido. Fue "el exorcismo" que muchos practicaron tras el 14-M, tal y como explicó André Glucksmann en Le Figaro: la derrota del PP hizo olvidar en buena medida la tragedia. El más conocido de nuestros escritores arabistas, Juan Goytisolo, hizo balance de la misma el 18 de marzo, con un artículo en que la prioridad del cambio político subía hasta el título: De vuelta a la razón.

La polarización resultante sigue vigente hasta hoy y no atiende a matices. La proximidad entre los atentados y las elecciones ha creado dos imágenes contrapuestas y difíciles de desarraigar. Para la izquierda, el principal culpable de lo sucedido fue José María Aznar, entregado a Bush, y del 11 al 13 de marzo, al engaño. Con toda razón, Aznar pasará a la historia asociado a aquellos reyes mentirosos castigados por Darío y eternizados en el bajorrelieve de Bisotun. Más aún tras su comparecencia ante la Comisión parlamentaria. Por su parte, al verse inesperadamente derrotado, el PP jugó y juega la carta del contraataque, acusando a los socialistas por las manifestaciones y ataques contra sus sedes en la jornada de reflexión. Los tristes episodios de los enfrentamientos entre "populares" y víctimas del 11-M al salir Aznar de su comparecencia en el Congreso y de la airada manifestación de las víctimas de ETA confirman que en estos 11 meses la situación no ha mejorado. A diferencia de la memoria americana del 11-S, la del 11-M es políticamente hoy una memoria fracturada.

Fernando Reinares apunta como factor explicativo del atentado al giro que opera la política antiterrorista en nuestro país después del 11-S. Hasta entonces, los hombres de Bin Laden se habían movido a su antojo en nuestro territorio; de ahí el papel logístico que desempeñó España en la gestación del 11-S. Luego las cosas cambian y es verosímil que la decisión de atentar surgiera como respuesta a la nueva política de control. Además, la posición geográfica favorece el fácil acceso de unos terroristas procedentes de Marruecos, en tanto que la presencia en lugares de la capital de colonias compactas de magrebíes -pensemos entre otras en la pequeña casbah de Lavapiés- es base de una sociabilidad musulmana, en la cual los futuros protagonistas del terror pueden moverse sin problemas. La ideología yihadista hizo el resto.

También pudo contar el mito de Al-Andalus. Para muchos intelectuales musulmanes, y más aún para los islamistas, la experiencia de Al-Andalus representa la edad dorada del Islam, en tanto que para los creyentes ortodoxos encarna la pérdida que nunca más debe producirse, un pedazo de dar al-islam ocupado por los infieles. El vídeo grabado por los terroristas en Leganés designaba a la España actual como Al-Andalus. El arabista francés Gilles Kepel, en su libro Fitna, toma absolutamente en serio las referencias del islamismo radical a ese mito: "La reconquista de Al-Andalus es uno de los objetivos de los practicantes de la yihad y constituye una de las justificaciones subyacentes al atentado de Madrid en marzo de 2004".

No les hablen de esto a algunos islamólogos, y en particular a quienes defienden entre nosotros los esquemas interpretativos del integrismo modernizador. Cóctel de lo moderno como instrumento y de lo pasado como propuesta doctrinal que en Francia propone con notable éxito Tariq Ramadan. Presentemos al personaje, seleccionado por Time el pasado año como uno de los cien hombres más influyentes del mundo. T. R. es heredero de la tradición que arranca del padre espiritual de la Arabia Saudí, Abdul Wahhab, y va a parar a los Hermanos Musulmanes, fundados por su abuelo, y a la que presenta en calidad de supuestos renovadores bajo el rótulo engañoso de "reformismo musulmán". Algo así como si hablamos de José Antonio Primo de Rivera y de la Thatcher como renovadores del pensamiento europeo. De ser reformismo, hay que precisar que el de los Hermanos era conservador y profundamente autoritario, buscando una sociedad cerrada en la cual el Islam imperase en régimen de monopolio sobre todas las facetas de la vida social. Aquí nos interesa este propagandista incansable porque sus planteamientos son utilizados en España, fundamentalmente por su introductora , también muy activa y muy lúcida, Gema Martín Muñoz, para avalar como progresiva esa corriente "reformista" que propone un islamismo puro y duro para la formación de una umma o comunidad de los creyentes en Europa, y describir como modernizadores y democráticos los distintos "islamismos", entre ellos los de Irán ¡y el FIS argelino! (ver Claves, número 117, páginas 28 a 31).

Instalándose sobre un eje bipolar, esta escuela de pensamiento descalifica una y otra vez toda actuación de procedencia occidental, trátese de la militar de Bush o de un pensamiento crítico. En una serie de respuestas dadas ocho días después del 11-S, su principal portavoz pone de manifiesto ese rasgo en cadamomento, tras relativizar una autoría de Bin Laden -"estamos ante una trama más complicada"- y evitar cuidadosamente en las explicaciones la génesis de la acción terrorista. Es como si Bin Laden fuera el clásico vengador, si es que fue vengador, frente a la agresión occidental, sin que merezca otro juicio que el reconocimiento de capacidad para "poner el dedo en la llaga" sobre el problema del Próximo Oriente. Como terrorista debe ser irrelevante. Alguien pregunta si la clave de lo sucedido se encuentra en Arabia Saudí, y la respuesta es que la clave está en Occidente. No teme nuevos actos megaterroristas, nuevo silencio significativo, sino la criminalización de los musulmanes. Y ante la sugerencia de que el laicismo debiera penetrar en el mundo islámico, respuesta rotunda de condena nada menos que del "fundamentalismo laico", instrumento del neocolonialismo, y cuyo sesgo autocrático se aprecia en la experiencia turca (Tariq dixit). Así que condenamos a Occidente antes que a Bin Laden, a éste le olvidamos, y para cerrar el círculo atacamos sin nombrarlo a Atatürk. Mayor esclarecimiento del problema del 11-S, imposible. Más claro indicio de proximidad a la estrategia del discurso neoislamista, tampoco.

Análogo anatema debe recaer sobre quien ponga en relación los atentados del 11-S o del 11-M con una determinada tradición ortodoxa, justamente la que pasa por el "reformista" Abdul Wahhab y por los "pacíficos" Hermanos Musulmanes, tan pacíficos que prestaban juramento sobre el Corán y un arma. Una corriente que hunde sus raíces en el Islam del Profeta armado y ahora desemboca por un proceso de radicalización en el terrorismo integrista de los dos líderes de Al Qaeda. Pero todo esto es irrelevante para este "islamismo analítico", entregado a la tarea de elaborar explicaciones en apariencia sustentadas en la sociología política y en el análisis crítico del imperialismo, pero guiadas desde el interior por el hilo conductor de una concepción maniquea que encuentra todo resuelto con cargar las culpas sobre Occidente y pedir respeto para el Islam, léase para los movimientos y las ideas islamistas.

No estamos ante un debate arqueológico Lo que está en juego es sentar o no las bases de una política integradora del Islam, libre de la carga de violencia propia del eje principal de la tradición islamista, del cual arranca la deriva hacia las organizaciones radicales y terroristas del día. El "islamismo analítico", expuesto mediante un lenguaje bifronte por Tariq Ramadan, ofrece un puzzle de elementos uno a uno contradictorios, y en conjunto escorados hacia el integrismo, como ese "feminismo musulmán" donde cabe el mandato coránico de golpear a la mujer desobediente, si bien ha de limitarse a "un golpe simbólicamente manifestado con una ramita de siwak". Lo que es más grave, este islamismo disfrazado de reformismo actúa en calidad de contraideología, al vetar todo análisis sobre los posibles factores endógenos que han hecho posible la formación del terrorismo islámico. Es ésta expresión tabú, como si hablar de nazismo alemán supusiese insultar a Kant. Ante su simple uso, como ante la menor sombra de crítica, los islamistas esgrimen el mantra o conjuro de la islamofobia, fraudulentamente asimilada al racismo (ver Islamophobia Myth, de Kenan Malik, en Prospect de este mes).

Así que hasta el próximo atentado lo mejor para evitar que te coloquen el sambenito de "islamófobo" es no preguntar de dónde viene el 11-M, ni leer la esclarecedora carta del suicida de Leganés, con la exaltación de la yihad y la cita al codificador de la ortodoxia integrista Ibn Taymiyya, admirado por Bin Laden, y también por Tariq Ramadan. Olvidemos las instrucciones de Mohammed Atta en vísperas del 11-S, de implacable ortodoxia. Tampoco conviene indagar sobre las fuentes doctrinales en que pudo beber el terrorista que, al serle reprochada una acción que quitó la vida a muchos como él, respondió: "Como yo, no. Eran infieles". Sólo que al cerrar voluntariamente los ojos será difícil evitar el imperio de la confusión y que ciudadanos de Sevilla rechacen en masa la construcción de una mezquita, ante el anuncio de que tendrán cerca de sus casas a un imam, converso él, defensor en público de la ejecución de todo musulmán que se haga cristiano. O que se registren estallidos al modo de Holanda si hay más atentados. Una pregunta final: ¿quién fomenta el racismo y la "islamofobia"?