Cerdos y niños

La primera vez que vi matar a un cerdo tenía 11 años. Llevaba varios días jugando con el animal, que me pareció más interesante que los perros semisalvajes que le gruñían en torno. Era el primer cerdo vivo que veía en mi vida —en el oriente de Cuba— y fue cuestión de días el paso abrupto de una imagen del animal domesticado a otra de su cuerpo abierto en canal y colgando de un árbol.

La vulgata psicológica de Occidente asegura que ciertos recuerdos de infancia son capaces de ocasionar un trauma, una herida interior, que activa a su vez una suerte de mecanismo de defensa para archivarlo en un lugar recóndito de la memoria. Pero esta escena de mi infancia no parece reunir los requisitos para ser llamada, con propiedad, “traumática”. Por el contrario, muchos años después, tengo bien presentes los detalles básicos de la ceremonia, donde al cuchillo le seguía la evisceración, la recogida de la sangre, el baño con agua hirviente, el cuidadoso afeitado sobre una tarima de madera…

El sacrificio del cerdo era un ritual masculino y solitario: las matronas de la casa podían ocuparse de estrangular una gallina con singular destreza, pero el destino de aquel animal se le confiaba a un solo hombre, que debía soportar las bromas sobre su impericia, trufadas con numerosas anécdotas de fracasos previos, escenas en las que algún animal había echado a correr tras la primera cuchillada, desangrándose entre alaridos hasta que alguien corría a solventar el problema con un mazo o un machete. Pero no pasaban de ser bromas, porque aquel hombre era sin duda un experto en su oficio: dar muerte por sorpresa, con eficacia recompensada en especie. Entre el primer alarido y el estertor definitivo, después lo supe, sólo transcurrían unos minutos.

Yo escuchaba las chanzas y veía los preparativos con una mezcla de incredulidad y curiosidad. Sentía compasión por aquel animal. Me estremecí ante el grito casi humano de aquel primer cerdo. En ese sentido, los filósofos tienen razón al buscar en la piedad hacia los animales la primera prueba de una moral elemental, casi instintiva. Pero aún así, ese día y los siguientes comí de aquel cerdo. Y hubo muchos después de aquél. Contemplar el sacrificio no anuló mi condición carnívora. He preguntado desde entonces a muchas personas, y siempre llegamos al mismo punto: ninguno se ha vuelto vegetariano tras asistir al espectáculo de un cerdo sacrificado. Por el animal hay piedad, pero no solidaridad: la e-moción es pasiva, no nos con-mueve hasta el punto de la objeción moral práctica.

Tal es el quid de una larga serie de disquisiciones en contra del sacrificio animal, desde el famoso manifiesto de Peter Singer hasta las agudas observaciones de Elizabeth Costello, el personaje de J. M. Coetzee en Las vidas de los animales: ¿en qué medida podemos identificarnos o solidarizarnos con el animal sacrificado para ser comido? Todas las culturas muestran ejemplos de piedad o empatía ante el sufrimiento animal. Y tal lástima no impide que el animal sea sacrificado para ser comido. La reacción que sentimos ante el sacrificio de bestias como alimento ronda a veces ese “sentimiento de lo insoportable” al que se refería Kant. Pero también tiene razón el filósofo cuando reprocha a dicho sentimiento una falta de carácter universal, ese plus que convertiría una acción moral en obligatoria.

He rememorado mi temprana iniciación al sacrificio del cerdo mientras leía Comer animales, ensayo-reportaje de Jonathan Safrar Foer dedicado a la industria (norteamericana) de la alimentación de origen animal. El libro es pródigo en ejemplos acusatorios de maltrato, desplegados ante quienes incluimos en nuestra dieta cualquier tipo de carne o pescado. Pero creo que fracasa como alegato filosófico porque está propulsado por una intención moral con la que nos cuesta identificarnos: una argumentación que no diferencia entre la piedad ante el sufrimiento del animal, o incluso el “sentimiento de lo insoportable”, y la norma universal que nos obligaría a transformar esos datos en una ética vegan, excluyéndonos de la crueldad sistemática.

Uno de los capítulos del libro describe la visita del autor a una especie de matadero modélico, el Paradise Locker Meats, donde se sacrifican cerdos en un régimen diferente al de los mataderos industriales. Allí el sacrificio del cerdo es una ceremonia casi secreta, en la que se usa una pistola de perno cautivo, que supuestamente deja inconsciente al animal antes de ser desangrado y descuartizado. Se aplica al pie de la letra una Ley Humanitaria de Métodos en Mataderos: el animal tiene que estar medio atontado antes de morir. La razón no es sólo humanitaria: los cerdos tienen una notable tendencia al estrés y está comprobado que tal nerviosismo empeora la calidad de la carne, pues produce un ácido que corroe el músculo del animal. Por eso en estos lugares abundan las cortinas.

El libro de Safran Foer me hizo evocar un pasaje de Mencio, filósofo chino del siglo IV a.n.E. Un rey tiene dudas sobre su capacidad para hacer el bien, y un sabio, para reconfortarlo, le recuerda que mientras se hallaba en audiencia, el soberano vio pasar al pie de las gradas un buey que era conducido al sacrificio. Al no poder soportar el aspecto temerosos del animal conducido al suplicio, ordena que sea liberado… y que se sustituya al buey por un cordero.

El sabio explica: si el rey propuso sustituir al buey por un cordero es porque había visto el aspecto temeroso del buey. Ha sido testigo personal del terror de uno, mientras que la suerte del otro animal queda sólo como una idea abstracta sin consecuencia moral directa. Ese intercambio bastaría, según el sabio, para demostrar la virtud del gobernante.

Con su libro lleno de referencias siniestras (y verdaderas) a las atrocidades que sustentan nuestra dieta Safran Foer pretende que veamos, como el rey de Mencio, todo lo malo que hay detrás del actual modelo de alimentación y que se abra un debate sobre un sistema que afecta al medioambiente, la sanidad, los derechos laborales, etcétera. Resulta revelador saber cómo tuvo el escritor su propia iluminación: “La llegada al mundo de mi hijo”, dice en una entrevista, “pensar en el ejemplo que quería darle y en su porvenir me sirvió una de esas contadas oportunidades que te da la vida para cambiar de una vez por todas”.

Al querer controlar todo lo que pueda afectar a su descendencia, estos padres de nueva hornada incurren en un puritanismo ridículo: aquel que separa a los hijos de cualquier idea de violencia o de sufrimiento, aunque sea una violencia por animal (comido) interpuesto. Al pensar en el mundo en el que viviría su hijo, Safran Foer se dio cuenta de que había vivido en pecado. Pero tal vez no se haya dado cuenta de la tremenda soberbia que implica su voluntad de “dar el ejemplo”: eliminar para su prole cualquier posibilidad de forjar su propia conciencia moral en contacto con el mundo real. Todo ese deseo de mostrar lo que no vemos para convencernos y proteger una virtud nonata procedería, en última instancia, de un afán por preservar la ignorancia y mostrar una naturaleza domesticada, de juguete.

Comer carne animal no es, como sostiene Peter Singer, un mero capricho, aunque tampoco sea, ya está probado, un imperativo alimentario. Pero la comida no es solo para alimentarse, de la misma manera en que el sexo no es solo para procrear. Este neopuritanismo contemporáneo que se disfraza de racionalismo contable supone una perspectiva reduccionista de lo humano. El placer ritual implica siempre gasto, dilapidación. El culinario no es la excepción a esta regla.

Ni las razones morales ni las económicas parecen suficientes para inducir al vegetarianismo. Sí las religiosas. Aunque hay bestias más o menos puras, en todas las religiones el animal es parte de un orbe sagrado, de un significado que excede el orden de la Naturaleza. Allí los hombres y los animales somos partes solidarias de un cosmos, niños que contemplamos con temor y temblor algo que sabemos mucho más grande que nosotros. Pero en la vida real estamos condenados al apetito, al descubrimiento de una solidaridad esencial entre la vida y la muerte, de la cual la comida no es más que una metáfora cotidiana.

Ernesto Hernández Busto es ensayista (premio Casa de América 2004). Desde 2006 edita el blog de asuntos cubanos PenultimosDias.com.

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