Cernudiana

Vuelvo siempre a Luis Cernuda: a los poemas en los que estaba todo lo que vendría luego. A esos poemas que me enseñaron la maravilla de una España imposible. Y en los que comencé a saber que sólo a esa imposible patria vale la pena amar. Jamás a la que existe.

Hubo, primero, la matemática pereza rítmica de un alejandrino, dando tumbos por recodos no invocados de mi memoria. Sólo más tarde, el esqueleto de ese ritmo se ha revestido de letras, sílabas. No ritmo ya; verso ahora. Irrevocable. «Pasada se halla ahora la mitad de mi vida». Reconocerme en él sería grotesco. Pocas cosas se aguardan cuando, no la mitad, sino la mayor parte de la vida es cosa ya del pasado. Nacer con la mitad del siglo XX me ha dado el privilegio -nos ha dado- de ver mutar el mundo. Sin pagar el precio horrible que pagaron aquellos que nacieron medio siglo antes: y que no son padres nuestros, son más bien nuestros hermanos, iguales en angélicos sueños y en ásperos despertares. Con una primordial diferencia: la sangre de ellos fue real y oscura; literaria la nuestra. Se hicieron de metal y pólvora sus revoluciones; de papel y estilográfica, las nuestras. Nosotros nos supimos, como ellos, derrotados. Con el tiempo, unos como otros aprendimos a amar nuestra derrota, porque no hay superioridad estética más innegociable que la del vencido.

CernudianaVan retornándome los otros versos del poema. Leídos en la Málaga de mis dieciséis años. Cargaba yo ya con la añoranza de lo aún no vivido: esa lucidez que anticipa a quien no ha inaugurado el mundo, misteriosamente, todas las soledades de las que estará tejida la vida que aún no conoce. Recuerdo hasta el último detalle de aquella primera vez que leí a Cernuda: La realidad y el deseo, en su edición mejicana. He retornado a ella cada vez que mi historia volvía a ponerme ante el espejo de lo allí leído. No hubo vida después que pueda equiparar en emoción a aquella lectura.

El poema se llama «La presencia de Dios»: setenta y seis versos, atravesados por la devastación con la que el tiempo horada a esos súbditos suyos que somos los hombres. Lo he leído, rememorado, tantas veces. Pero cada vez que un libro, cada vez que un poema es leído o evocado, otro espíritu lo habita. Y es otra la mirada o la memoria de quien lee o evoca. Me ha detenido, con el rodar del primer alejandrino, una constancia trivial: Cernuda tiene, cuando escribe esa elegía pro vita sua, treinta y siete años. Poco más de la mitad de los que yo ahora tengo. Y su elegía era ya la del hombre sin raíces que quedaba condenado a ser. Para siempre. Exiliado de una España a la cual deseó siempre regresar y a la cual no aceptó regresar nunca, para no envilecer el recuerdo de su verdadera España: la que amó desde Londres, desde México, desde los Estados Unidos. Murió a los sesenta y uno en México: ocho años menos de los que yo ahora tengo. Fue el poeta español más grande del siglo XX. Puede que el más herido. Leerlo sigue siendo enfrentarse a la emoción intratable de la inteligencia.

¿Qué hace un hombre cuando escribe? Construir las vidas que no tuvo. Las que mereció tener. Trocado, así, en irrisorio diosecillo creador de mundos que le escapan, el escritor conoce su impotencia. No le importa. Cualquier viento lo barrerá, cualquier tempestad lavará su huella. No le importa. Y sus grandes cataclismos -y sus mínimos paraísos- suceden en un minúsculo pozo de tinta, siempre acechado de espejismos: «La revolución renace siempre» -escribe en 1940 Luis Cernuda, tras la devastadora experiencia de una guerra civil que fue sólo sordidez y crimen-, «como un fénix / llameante en el pecho de los desdichados. / Eso lo sabe el charlatán bajo los árboles / de las plazas». Eso aprendió al despertar de aquel sueño pésimo. Allá donde otros proclamaron heroicidad, honor, épica, el poeta abre los ojos a un desierto habitado por sórdidas pasiones: era el tiempo maldito de los charlatanes, el tiempo ominoso de las «canciones de sangre [que] acunan [nuestra] miseria». Tiempo de engaño. Que es casi sinónimo de decir tiempo del hombre, ese animal siempre al acecho de sus semejantes.

El muchacho que leía a Cernuda en la Málaga de 1966 repite ahora aquellos versos de 1939 con la púdica emoción de quien rastrea sus propias desgarraduras. El tiempo vuelca las filiaciones: el poeta, en cuyos versos creí poseer un espejo, sigue teniendo los treinta y siete años que tuvo al escribirlos. Medio siglo pasó desde mi primera lectura. Los versos de Cernuda no son ya cosa del tiempo: lo vencieron. A eso llamamos poesía: la voz intemporal, en cuya transparencia la precariedad humana se revela irrisoria. Y la eternidad hace espejear su ausencia. Sobre la esteparia nieve de lo perdido, «levantados de naipes, / uno tras otro iban cayendo mis propios paraísos». Al cabo, el poeta sabe que paraísos son sólo los perdidos.

La caída es la más primordial de las metáforas humanas: el ángel que se hace añicos en su perpendicular encuentro con el mundo. Valió la pena errar en busca de esos paraísos, para alcanzar el privilegio de habitar sus ruinas. Ese inventario de cenizas, de bellas cenizas. «Mis pobres paraísos». Materia de recuerdo todos. Los errores en que fui arriesgando, de apuesta en apuesta, todos los envites. Todos. No reniego de ninguno. Cayeron. Sobre su pobre escombrera hube de alzar el paraíso de escribirlos. O el infierno. «¡Qué más da, infierno o cielo!», clamaba Baudelaire en el portal de su viaje. Mi viaje fue escribir. Eso me conmueve en Cernuda: la apuesta de todo a una sola carta, la palabra. Lasciate ogni speranza… Si queréis esperar, buscaos otro oficio. En éste de escribir, tan sólo el rigor cuenta. Ascética, no mística: ascética sin mística. La escritura no salva. Y está bien que así sea. Y más vale saberlo.

Gabriel Albiac es filósofo.

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