¿Ceros a la izquierda?

En estos tiempos confusos que atravesamos, probablemente ya no cabe encontrar un concepto común de nada. Tampoco de la paternidad. De ésta hay, incluso, enfoques que resultan antitéticos, pero la paradoja peculiar que respecto de la paternidad se produce es que estos conceptos opuestos a veces son sostenidos por las mismas personas. Eso sí, depende para qué.

Pervive aún, qué duda cabe, el concepto más tradicional, según el cual la paternidad es un papel de supervisión y retaguardia, frente a una prole de cuya gestión directa se encarga la madre. Es una actitud asumida todavía por muchos hombres, que son incapaces de hacerles a sus hijos unos tristes espaguetis, ignoran qué tienen de deberes y jamás les han puesto pomada en un eczema. Pero se trata, también, de una concepción aceptada (e incluso promovida) por no pocas mujeres. Para ello, unos y otras disponen de razones, coartadas y compensaciones diversas. Padres cómodos o demasiado ocupados en cosas más importantes (y divertidas), madres hipersacrificadas o acaparadoras, y entre unos y otras la convicción de que los varones resultan menos eficaces y concienzudos en una tarea para la que la mujer, en cambio, estaría naturalmente dotada.

Frente a esta versión, digamos arcaica o de mínimos de la función paterna, existe ya, razonablemente arraigada entre nosotros, una visión por completo contraria, en la que se impone la igualdad, más o menos imperfecta, en el cuidado y la atención de los hijos por parte de ambos progenitores. Quedando descontado que el embarazo, parto y lactancia son lances por fuerza femeninos (salvo la tercera, en su modalidad artificial), todo lo demás puede repartirse de forma equivalente, y no hay razón para que el hombre espere que su contraparte asuma una cuota mayor de aquello que él puede igualmente resolver. Sobre todo, si los dos miembros de la pareja trabajan fuera y sufren por igual los esfuerzos y tensiones de la vida laboral, frente a la que por razón de la paternidad y maternidad pueden, además, invocar legalmente los mismos permisos y excedencias.

Esta concepción de la paternidad es la que se propugna oficialmente y hacia la que tendemos, como más moderna y justa que la anterior. A ello contribuye el impulso igualitario que imprimen los movimientos de liberación femenina, pero también, y esto suele olvidarse, la convicción asumida de buen grado por no pocos varones de que la brega con la prole, en todos sus extremos, es también la base de la relación con ella, y ésta, un caudal vital para ellos y sus hijos que deben preservar.

Pero todo esto es así, y así lo contemplan tanto el discurso feminista como el relato oficialmente deseable de la paternidad, sólo en tanto no se produce una crisis. Cuando ésta viene, el moderno concepto de la paternidad se volatiliza y regresa, inapelable, la prehistórica noción de que el hombre es ese cazador veleidoso al que le fastidian las crías, presto a aprovechar la menor ocasión para desentenderse de ellas. Si llega un divorcio, la ley (como resultado de presiones muy concretas de grupos feministas durante la discusión parlamentaria de la última reforma) no contempla la regla que sería congruente con el moderno modelo de paternidad y que muchos países de nuestro entorno han adoptado, la custodia compartida. Salvo que la madre consienta en pactarla, opera una discrecionalidad judicial que en más del 90% de los casos termina en la custodia exclusiva de quien ha impedido el acuerdo para la asunción conjunta de las funciones paternas tras la ruptura de la pareja. Como a nadie se le escapa, ello es aprovechado por muchas madres (no es la regla, pero tampoco la excepción) para convertir a la prole en moneda de cambio y fuente de ingresos e imponerle a su ex pareja (y de paso a sus hijos), como suerte de pena accesoria del divorcio, la privación de convivencia con los de su sangre.

Este resultado es, mejor o peor, aceptable para muchos padres, aquellos que nunca han pasado de la idea tradicional. Pero supone un revés, a veces desesperante, y difícilmente remediable, para aquellos que buscaron ser padres de otro modo, y que de pronto se ven convertidos en ceros a la izquierda. Como lo serán también los padres, dicho sea de paso, frente al aborto que viene, ya que no podrán impedir discrecionalmente la paternidad, como la madre, y en cambio estarán obligados, siempre que la mujer así lo decida, a cargar de por vida con sus consecuencias. Nadie ignora el peso específico de la maternidad en esta cuestión, por razones obvias, pero diríase que el de la paternidad es nulo, y en todo caso nula es la capacidad, en esta situación límite, de decidir sobre él.

Estamos en una encrucijada y la justicia impone un cambio. Los hombres que optan por ser turistas en la vida de sus hijos lo lamentarán, antes o después. Pero también las mujeres que por una ruin ventaja inmediata despojan a sus hijos de sus padres. Los poderes públicos deberían velar para que ni unos ni otras pudieran mantener su nefasta e irresponsable actitud.

Lorenzo Silva