Los ciudadanos están pidiendo a gritos una segunda Transición, un abanico de reformas en profundidad que permita reconstruir la confianza en las instituciones y en el Estado de derecho, una batería de decisiones de calado que ponga fin a la preocupante espiral de descrédito y crispación que sacude a España. Frente a quienes al calor de este huracán alientan el desguace del modelo autonómico o del ámbito local, cabe decir bien alto que la crisis política no se arregla demonizando lo político sino con más política. Hace falta más y mejor política para abordar la gravísima crisis económica, política, social, territorial e institucional.
Es inaplazable emprender una segunda Transición que, con el coraje y la madurez que hicieron posibles los Pactos de La Moncloa, aborde, entre otros grandes asuntos, una reforma de la Carta Magna. Hay que poner al día una Constitución que muchas generaciones ni votaron ni sienten suficientemente suya; generaciones que bien merecen protagonizar esta segunda Transición a la que aludo.
La crisis —inicialmente financiera— ha derivado en una quiebra de la justicia social —de la confianza de la sociedad— que amenaza con carcomer los pilares del edificio que con tanto esfuerzo se puso en pie hace casi cuatro décadas.
No es posible cruzarse de brazos ante la sombra de desintegración que sobrevuela nuestro tejido social. Y precisamente porque es mucha la desolación y el enfado de los ciudadanos, creo que es imprescindible restaurar los valores que hicieron de España el Estado Social, Democrático y de Derecho que consagró la Constitución de 1978.
Más aún. Esta crisis puede y debe ser el punto de inflexión a partir del cual perfeccionemos un modelo de convivencia que no solo establezca nuevos mecanismos de control y transparencia de los poderes públicos y sus representantes, sino también que refuerce los instrumentos que garanticen la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos de todos los territorios de España y adapte el modelo de Estado a la realidad política y territorial del siglo XXI.
Ha llegado el momento de dar un nuevo paso. De protagonizar una segunda Transición. La solución no está, y no puede estar, en el fin de las instituciones y de la clase política; la opción no puede ser la ley de la selva. El camino está en hacer algo y en hacerlo mejor, regenerando nuestro armazón democrático y reforzando los pilares de nuestra arquitectura.
Una segunda Transición para recuperar la frescura democrática que se ha ido oxidando con el transcurso de los años, para volver a poner en valor principios como el consenso, el respeto por las diferencias, la solidaridad interterritorial, la voluntad de acuerdo y la amplitud de miras que tan útiles y fructíferos efectos tuvieron en la España de los primeros años de democracia.
Como es necesaria también una reforma constitucional del Senado que lo convierta en una auténtica y útil cámara de representación territorial con funciones propias y exclusivas sobre las cuestiones autonómicas —estatutos de autonomía, leyes básicas, financiación, solidaridad interterritorial, etcétera— y donde las comunidades autónomas estén representadas en exclusiva.
“Hay que hacer del Senado una verdadera Cámara de representación territorial”. Cuántas veces, durante los últimos 30 años, no habremos escuchado esta frase. No hay discurso político o institucional ni propuesta partidaria que no incluya esta proposición —de manera literal o aproximada— al abordar la reforma de una de las dos cámaras que integran las Cortes Generales. Así, por ejemplo, se manifestó su presidente, Pío García Escudero, en el discurso con motivo del Día de la Constitución —celebrado en 2012 por primera vez en el palacio de la plaza de La Marina— al hablar del debate sobre el modelo territorial del Estado: “Quiero apelar en este día a la capacidad de diálogo y a la altura de miras de todos los partidos políticos, para el logro de este gran objetivo nacional. Y me gustaría que este empeño también se extendiera a la reforma de una institución que tiene mucho que aportar al funcionamiento armónico de nuestro modelo de Estado. Me refiero, como ustedes podrán adivinar con facilidad, al Senado de España, de cuya reforma lleva hablándose prácticamente desde que se aprobó la Constitución y sobre la que hemos vuelto a trabajar en esta legislatura. Solicito, pues, el apoyo constructivo de todas las fuerzas parlamentarias para este propósito”.
Efectivamente, la Constitución española de 1978 ya definió al Senado como una “cámara de representación territorial”, y lo ha sido en la medida que está compuesta por senadores elegidos en circunscripciones provinciales o, en el caso de Canarias, insulares, y por otro grupo designado por los Parlamentos autónomos. Y lo ha sido porque en su exterior se izan las banderas de las 17 comunidades autónomas y las dos ciudades con estatutos de autonomía. Pero debemos preguntarnos si más allá de la adscripción geográfica de sus señorías —en este punto no hay diferencia con el Congreso— y de la celebración esporádica de debates sobre el estado de las autonomías, el Senado ha actuado real y eficazmente como cámara de defensa de los intereses de las comunidades autónomas supuestamente representadas. Me temo que la respuesta es “no”.
Los factores que han determinado ese este estado de cosas son diversos, pero entre ellos podemos destacar las limitaciones propias de una Cámara cuyas decisiones son enmendables y la cultura política de un país en el que el interés de los partidos prevalece sobre la independencia de criterio de los parlamentarios.
La consecuencia de todo ello ha sido que los senadores no han hecho —salvo contadas excepciones— bandera común de los intereses de sus territorios ni han aprovechado su estatus para convertirse en un contrapeso necesario en el juego de fuerzas que caracteriza a las democracias parlamentarias maduras.
Aun así, se sigue hablando de manera recurrente de la necesidad de reformar el Senado y convertirlo en verdadera cámara de representación territorial. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de verdadera?, ¿queremos cambiar su composición?, ¿queremos ampliar sus funciones?, ¿queremos mejorar los mecanismos de representación de las comunidades autónomas?, ¿queremos, en definitiva, hacer del Senado una institución útil al interés del ciudadano?, ¿cómo queremos hacerlo?
Lo deseable es que ese proceso se hubiera afrontado, si no desde el principio, cuando menos pocos años después de su constitución, en el momento en el que se hubieran detectado los errores o deficiencias propias de cualquier institución nueva para enderezar y corregir el rumbo en la dirección adecuada. En cualquier caso, si hay “verdadera” voluntad para convertir el Senado en una “verdadera” cámara territorial, hagámoslo ya, porque el tiempo se agota y los granos de arena en el reloj caen al mismo ritmo que la confianza de los ciudadanos en la clase política.
Unos ciudadanos que se vienen movilizando por una gobernanza eficaz, eficiente y racional. Una gobernanza que abomina de instituciones como el actual Senado, que no se sostiene ni desde el punto de vista político, ni económico (cuesta 52 millones al año) ni siquiera desde el sentido común.
Es hora de elegir: cambiemos el Senado o cerrémoslo.
Y sea cual sea la decisión final, aprovechemos para realizar un abanico de reformas en profundidad que permita reconstruir la confianza en las instituciones y en el Estado de derecho, una batería de decisiones de calado que ponga fin a la preocupante espiral de descrédito y crispación que sacude a España. Afrontemos lo que he denominado en alguna ocasión anterior una Segunda Transición que aspire a una recomposición jurídica, político-administrativa y ética del Estado. Solo así se podrá recuperar la confianza de los ciudadanos en la política y en las instituciones.
Paulino Rivero es presidente del Gobierno de Canarias.