Cerrar la brecha de gobernanza global

Las olas tecnológicas siempre han generado cambio social y político y progreso, junto con crecimiento económico. La imprenta de Gutenberg democratizó las comunicaciones, que durante mucho tiempo habían estado monopolizadas por los escribas de la iglesia. La prolongada prohibición de las imprentas por parte del Imperio Otomano puede haber sido una razón clave para su eventual caída. Más tarde, el motor a vapor, y luego las vías férreas, revolucionaron la producción, el transporte y el comercio, y la electricidad cambió casi todos los aspectos de nuestras vidas.

Contrariamente a la visión de Robert Gordon de la Northwestern University de que los avances actuales en tecnología son pequeños en comparación con los estándares históricos, creo que la ola tecnológica de hoy será al menos tan transformadora como las olas anteriores. Encontrar maneras efectivas de gobernar esta nueva tecnología y sus consecuencias sociales, políticas y económicas será el mayor desafío del siglo XXI.

En el centro de la nueva ola tecnológica está la inteligencia artificial (IA) e Internet, complementadas por las aplicaciones de la cibernética, la biotecnología y los grandes datos. Estas tecnologías han ayudado a expandir la globalización facilitando el establecimiento de cadenas de valor globales, la rápida difusión de la información y mayores flujos financieros. También han contribuido a grandes economías de escala en muchos sectores, dando lugar a corporaciones como Amazon, Huawei y Facebook que, en orden de magnitud, son más grandes que la producción bruta de la mayoría de los países.

Las instituciones políticas no han ido al compás del cambio tecnológico y el crecimiento resultante en los mercados. Cuando los ciudadanos egipcios, tras haberse organizado a través de las redes sociales, convocaron a la Plaza Tahrir en El Cairo y derribaron al ex presidente Hosni Mubarak en 2011, parecía que la tecnología necesariamente impulsaría la democracia. Pero pronto se hizo evidente que estas plataformas digitales podían ser fácilmente cooptadas por gobiernos autoritarios o terroristas, y utilizadas para difundir noticias falsas, influir en los procesos electorales y crear profundas divisiones y confusión en las sociedades.

En el mundo empresarial, el poder cuasi-monopólico y de monopsonio de las corporaciones globales, y su capacidad para trasladar las ganancias a jurisdicciones de bajos impuestos, sigue permitiéndoles evadir en gran medida la esfera de los reguladores y de los gobiernos nacionales, a pesar del trabajo patrocinado por el G-20 para impedir una erosión de la base corporativa y el traslado de beneficios. Y la biotecnología planteará enormes desafíos, en la medida que la clonación humana y las pruebas genéticas les permitan a los padres “elegir” embriones con características deseadas.

Muchos de los desafíos relacionados con la tecnología en la política, los negocios y la ciencia surgen de la naturaleza de “eslabón más débil” de los bienes públicos con los cuales están asociadas estas tecnologías: el incumplimiento por parte de un país o un puñado de países podría minar los esfuerzos colectivos para abordar problemas que afectan a todos. Esto es válido, por ejemplo, respecto de la evasión de los impuestos corporativos, el delito cibernético, la proliferación nuclear, el terrorismo y su financiamiento, y las enfermedades infecciosas. ¿Se le debería permitir a un país seguir adelante con programas destinados a “mejorar” a los seres humanos mientras que otros prohíben esos esfuerzos? La gobernanza global que pudiera ocuparse de los “eslabones más débiles” en esas áreas sería un bien público valioso.

O consideremos un “bien global adicional” como la seguridad climática: lo que importa es la suma de los esfuerzos de todos los países por reducir las emisiones de gases de tipo invernadero. La provisión de este tipo de bien público enfrenta problemas del tipo “dilema del prisionero”. Cada país puede pretender ser un polizón, evitando los costos de corto plazo de reducir las emisiones y beneficiándose al mismo tiempo de las reducciones de emisiones de otros países. La gobernanza global puede facilitar un resultado donde todos los países cumplan con metas de emisiones acordadas, y estén mucho mejor.

No hay una solución mágica para estos problemas. Pero existe un marco que puede ayudarnos: la gobernanza multinivel y de múltiples canales.

La gobernanza multinivel se refiere a los diversos niveles territoriales de gobierno formal: municipal, regional, nacional y global. La Unión Europea, por ejemplo, incluye todos excepto el nivel global de gobierno. Más de la mitad de la legislación del bloque se inicia a nivel de la Unión, mientras que, en muchas áreas, como la calidad del agua y la educación, las agencias nacionales o subnacionales implementan sus propias políticas, que son objeto de una supervisión supranacional.

A pesar del reciente ascenso del populismo nacionalista y euroescéptico, la elección del Parlamento Europeo de este mes demostró que está surgiendo un espacio político en toda Europa. Se registró una participación superior al 50% por primera vez en décadas. Y si bien a los partidos nacionalistas les fue bien en muchos países, los partidos pro-UE en conjunto ganaron más de dos tercios de los votos.

Sin embargo, también hay una fuerte demanda de subsidiariedad: las decisiones políticas deberían tomarse en el nivel más bajo de gobierno acorde con una implementación efectiva. Los Verdes pro-UE, a quienes les fue muy bien en la elección, representan este principio: la protección climática, su principal prioridad, debería abordarse a nivel de la UE y global, mientras que debería fortalecerse la gobernanza local. Este doble énfasis en lo continental/global y lo local restringe la esfera del estado-nación.

Por su parte, los países pequeños fuera de una estructura multinacional más grande tendrán dificultades para desenvolverse en un mundo de potencias globales y mega-corporaciones. El ejemplo de gobierno supranacional de la UE por lo tanto debería inspirar a otros organismos, como la Unión Africana.

A nivel global, los países cooperan en diferentes grados, pero sin compartir soberanía. Ofrecer bienes públicos globales efectivamente exige tanto fortalecer la cooperación multilateral –a través de instituciones como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio- como ceder cierta soberanía nacional a organismos internacionales apropiados, al mismo tiempo respetando estrictamente el principio de subsidiariedad, como ha hecho la UE a nivel continental. Estas instituciones seguirán siendo gobernadas por sus estados miembro, que nombrarán a sus autoridades. Pero si cada aplicación de un principio acordado globalmente requiere su propia negociación multilateral, la gobernanza global será lenta y engorrosa. La soberanía compartida lo impediría.

Las instituciones multilaterales existentes engendran una mentalidad supranacional muy diferente de la de las burocracias nacionales. Su personal suele ser criticado por ser “distante” o “elitista”, pero ofrece el complemento humano necesario para los niveles continental y global de gobernanza territorial. Tienden a proponer soluciones que superan los problemas del “eslabón más débil” y del “dilema del prisionero” de manera más instintiva que los burócratas nacionales.

Esta estrategia multinivel para la gobernanza formal –soberanía compartida a nivel continental y global, combinada con el principio de subsidiariedad- debería estar complementada por una gobernanza de múltiples canales, que es no-gubernamental y cada vez más no-territorial. En verdad, algunos sostienen que la tecnología moderna dará lugar a democracias virtuales así como nacionales. Liav Orgad, que encabeza un grupo de investigación sobre la gobernanza ciudadana global en el Instituto Universitario Europeo, defiende la creación de “comunidades de nube”, inclusive a nivel global, en las que cada ciudadano tendría una identidad digital única y votaría electrónicamente. Es más, las “tecnologías de cadena de bloques”, dice Orgad, “pueden ayudar a lograr el objetivo de las Naciones Unidas de otorgar una identidad a todos” esencialmente de manera independiente de los gobiernos.

Esta identidad digital global complementaría la ciudadanía nacional y permitiría un voto global: “una persona, un voto” reemplazaría a “un país, un voto”. Los estados-nación no renunciarían a su soberanía, porque el voto electrónico sería sólo indicativo; pero el resultado de los votos ejercería una presión significativa sobre los gobiernos.

La propuesta de Orgad tiene algunos puntos débiles importantes. Si las comunidades de nube no fueran universales, podrían autoseleccionarse de una manera que agudizara las diferencias y antagonismos, sin que hubiera un estado-nación que facilitara un acuerdo. Y si bien dar mucho peso al tamaño de la población es un requisito inevitable de la democracia, es poco probable que en el corto plazo los ciudadanos de países pequeños y medianos acepten un mecanismo de “una persona, un voto” a nivel global.

No obstante, Orgad menciona una encuesta del Servicio Mundial de la BBC de 2016 en la que el 51% de los participantes dijeron que se consideraban ciudadanos más globales que nacionales. El resultado puede reflejar en parte la terminología de las preguntas y el muestreo de la encuesta. Pero también sugiere que el ascenso del neo-nacionalismo en los últimos años puede ser un reflejo más de las estrategias políticas de líderes autoritarios que de un sentimiento popular. Si bien también puede reflejar una reacción defensiva de la gente de más edad que busca seguridad, la gente joven en todo el mundo muestra una disposición a conectarse entre sí y pensar globalmente. Esto facilitará la construcción de formas de gobierno multinivel y de múltiples canales en el futuro, en tanto los problemas supranacionales se vuelvan más intensos.

“Incorporar” tecnología y mercados en un sistema de gobernanza multinivel y de múltiples canales ofrece la mejor oportunidad de gestionar los cambios inminentes. Este sistema debería complementar al estado-nación e incluir un elemento de gobernanza global que pueda dar respuesta a las cuestiones planteadas por las economías de escala mayores y por la interdependencia. También es necesario preservar el más valioso de todos los bienes públicos: la paz.

Por ese motivo, soy escéptico del “nacionalismo responsable” propuesto por el ex secretario del Tesoro norteamericano Larry Summers. Admitir la retórica de los neo-nacionalistas y de los líderes autoritarios es ceder a un falso realismo. Los ciudadanos seguirán queriendo a su país, pero el nacionalismo no debería ser el punto de inicio de nuestras reflexiones sobre la gobernanza. Nunca se gana permitiendo que los oponentes formulen el debate. Por el contrario, debemos superar la política de identidad y los intentos de sus avatares de dividir a la humanidad, y debemos colocar el “internacionalismo responsable” en el corazón de nuestros esfuerzos por autogobernarnos bien.

Kemal Derviş, former Minister of Economic Affairs of Turkey and former Administrator for the United Nations Development Program (UNDP), is Senior Fellow at the Brookings Institution.

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