Cervantes: el enigma

No sólo coinciden Cervantes y Shakespeare en la fecha de la muerte, 23 de abril de 1616, de la que ahora se cumplen cuatrocientos años. (En realidad, no murieron el mismo día: en Inglaterra y España se usaban distintos calendarios). También les une algo más pintoresco: la capacidad para suscitar teorías esotéricas.

Con frecuencia, salta a los periódicos una noticia que intenta provocar un escandalillo literario: las obras de Shakespeare las escribió un aristócrata, un grupo de dramaturgos, una mujer... No es fácil entender cómo un simple actor pudo escribir obras tan diferentes, dentro de su excepcional calidad.

Algo parecido sucede con Cervantes: hace cien años, algunos obtusos decían que era un «ingenio lego»; es decir, que no llegó a enterarse de lo que había escrito. Unamuno, tan amigo de paradojas, sostenía que el personaje Don Quijote era superior a su creador. (El sentido común más obvio nos dice que toda la grandeza del personaje la creó Cervantes; no le cayó del cielo, sin que él lo advirtiera). Hace poco, se ha afirmado que no conocía bien La Mancha, que se hizo homosexual en su cautiverio argelino, que no tuvo tiempo material para escribir la gran novela...

Tan peregrinas ocurrencias muestran cuánto pueden equivocarse los eruditos pero intentan responder a una incógnita evidente: la enorme distancia que parece existir entre la obra literaria y lo que sabemos de la biografía de autor. ¿Cómo pudo aquel soldado de Lepanto y recaudador de impuestos escribir «El Quijote»?

Américo Castro, mi maestro, abrió un nuevo amino, en 1925, con su revolucionario estudio «El pensamiento de Cervantes», al ponerlo en relación con muchas corrientes del Renacimiento europeo. Es fácil imaginar todo lo que pudo aprender una inteligencia tan despierta como la de Cervantes en aquella Italia deslumbrante (algo semejante le debió de suceder a Velázquez). Después de la guerra, cuando evolucionó su visión de nuestra historia, don Américo intentó explicar a Cervantes dentro de la peculiar «vi-vidura» de aquella «España conflictiva», marcada por la convivencia de cristianos, moros y judíos.

El problema se acentúa por una de las características más indiscutibles de Cervantes, su ironía. Se ha comparado su estilo a una cebolla, con capas sucesivas, que hay que hay ir quitando, si deseamos llegar al núcleo. Eso obedece a una peculiaridad personal pero también supone una permanente actitud cautelosa (que algunos han
llegado a calificar de hipócrita): de no haber usado esas cautelas, un espíritu tan libre hubiera tenido graves problemas, en aquella España de la ortodoxia.

Baste con un ejemplo: Cervantes tiene muchísimo cuidado de no criticar expresamente la expulsión de los moriscos, pero parece claro que no comparte del todo sus motivos y retrata con evidente simpatía a Ricote, al que abraza Se cho y que suspira por su patria perdida: «Doquiera que estamos, lloramos por España».

La dificultad de entender adecuadamente a Cervantes se comprueba por el hecho evidente de que no fue bien entendido, en su época. Tuvo, eso sí, un éxito inmediato extraordinario: ya en 1605 se publicaron seis ediciones más; muchos ejemplares se enviaron a las Indias; muy pronto se tradujo al inglés (1607), francés (1614), italiano (1622), alemán. Sin embargo, podemos resumir diciendo que, durante los siglos XVII y XVIII, se leyó como una obra cómica. Fue sólo a partir del romanticismo europeo (sobre todo, alemán y ruso, además de los grandes narradores ingleses y franceses) cuando se reconoció su valor trascendental.

Volvamos al enigma inicial: ¿era muy culto Cervantes? No parece claro. Sí era un gran lector, como él mismo proclama: «Yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles». Lo muestra uno de los momentos más patéticos del «Quijote» -evocado por Francisco Ayala-: su desconcierto cuando no encuentra sus libros, porque le han tapiado el aposento donde los guardaba.

Quizá estudió algo con los jesuitas de Córdoba y Sevilla, o en la Universidad de Salamanca. Sí es seguro que, en Madrid, fue discípulo del maestro López de Hoyos: en sus «Exequias» a la muerte de Isabel de Valois incluye algunas composiciones de Cervantes y llama «nuestro caro y amado discípulo». Esto supone la influencia de una corriente de pensamiento fundamental en aquella España, como estudió Marcel Bataillon: el erasmismo. No es difícil rastrear en su obra huellas de este «cristianismo interior», crítico de las ceremonias externas. Uno de los personajes que retrata con más cariño es don Diego de Miranda, el «santo a la jineta» (laico, diríamos hoy), que encarna las mejores virtudes del erasmismo y de la sabia moderación clásica.

No está claro, así pues, lo que Cervantes estudió pero sí es evidente lo que debió de aprender a lo largo de una vida complicada y poco feliz: fue cautivo, tuvo siempre dificultades económicas y problemas con la justicia, intentó pasar a América pero no le dieron permiso...

En la sevillana calle Sierpes una placa recuerda que, en esa Cárcel de Corte, comenzó a escribir «El Quijote», de acuerdo con lo que dice en su Prólogo: «Se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento». Quizá se trata sólo de una metáfora del mundo o alude a lo que le enseñó esa experiencia.

No cabe duda, eso sí, de que «El Quijote» es la obra de un hombre maduro: cuando se publicó la primera parte, tenía casi 58 años (entonces, una edad muy avanzada) y llevaba veinte sin publicar; por eso, entre otras cosas, sorprendió tanto su novela. Es un hombre maduro y desengañado el que nos dice que «ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Lo define Carlos Fuentes: «Es la primera novela de la desilusión, la aventura de un loco maravilloso que recobra una triste razón».

Esa desilusión es personal pero también colectiva, refleja la crisis de una España que estaba pasando de la grandeza del Imperio a la decadencia. Sin embargo, no destruye sino que depura los ideales caballerescos: la libertad, la defensa de los débiles, el heroísmo, la fidelidad a su amor... Y añade algo de permanente vigencia, la primacía de la ética del esfuerzo sobre la del éxito: «Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible».

El enigma de Cervantes -como el de Shakespeare- tiene una respuesta, a la vez, sencilla y profunda. Más allá de la extraordinaria belleza formal, sus obras nos enseñan a ver el mundo y a entender la infinita complejidad de los hombres y las mujeres: «Leyendo a Cervantes -decía Antonio Machado- me parece comprenderlo todo». A ese misterio le salemos llamar, simplemente, genio. Y es lo que, a pesar de todo, mantiene nuestra esperanza en los seres humanos.

Andrés Amorós es escritor.

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