Cervantes, Shakespeare ¿y Lope?

Ahora que ha empezado el combate del año entre Shakespeare y Cervantes, puede que no sea mala opción el salirse por la tangente. El duelo artístico (no digo el político, que el alcalaíno ha perdido estrepitosamente gracias a la Administración española) está abocado a las tablas, porque se trata de magnitudes difícilmente comparables. La tangente, aquí, se llama Lope de Vega, que se presta mucho mejor que Cervantes al juego de las similitudes y las diferencias con Shakespeare.

Nacidos casi al mismo tiempo (Lope era dos años mayor), ambos triunfaron con las obras que crearon para espacios y públicos similares. Lope vivió más que Shakespeare, 20 años largos, pero sobre todo escribió muchísimo más: 400 obras conservadas –otras muchas se han perdido- frente a algo más de 30. La superabundancia de Lope desconcierta e incomoda: nadie puede abarcar razonablemente una masa textual que supera de largo el millón de versos. Sobre ella pesa el prejuicio de que, siendo tan descomunal, es difícil que pueda rayar a gran altura. Lo más sencillo es concluir que Lope es largo y la vida breve, y conformarse con aquel puñado de piezas, casi todas serias, que la tradición ha canonizado: Fuente Ovejuna, El caballero de Olmedo, Peribáñez, El castigo sin venganza y con suerte alguna más, como El perro del hortelano o La dama boba. Con este proceder selectivo, o más bien excluyente, se pierde de vista algo esencial: que Lope concibió su teatro como una actividad constante, sin cimas ni valles, menos interesada en el logro magistral que en la excelencia sostenida. El público que atestaba los corrales, único juez verdadero, así lo percibió. Hasta Cervantes, que envidiaba la fortuna de Lope, no pudo menos que reconocer que “todas [sus comedias], que es una de la mayores cosas que puede decirse, las ha visto representar o oído decir por lo menos que se han representado”. La de Lope fue una carrera teatral a la que sonrió el éxito de forma ininterrumpida durante 50 años, algo que no ha conseguido ningún otro autor dramático en la historia de Occidente, de Esquilo o Eurípides a Brecht o Beckett.

Lo mejor de Lope es que nunca se acaba. Fue inmenso como la naturaleza y, a su modo, la comprendió muy bien. Solo que, a diferencia de su contemporáneo inglés, no la contempló jamás desde arriba, sino desde dentro. Shakespeare es su teatro, y nada de relieve sabemos sobre él; Lope es pura vida, de la que casi nada se nos ha ocultado, y esa vida se desborda en sus comedias. Si se ha destacado la extrema capacidad de Shakespeare a la hora de apropiarse de materiales ajenos (todas sus obras dependen de fuentes conocidas), lo mismo cabe decir de Lope, capaz de convertir en trama teatral literalmente cualquier cosa: una crónica contemporánea, un relato corto italiano, una cancioncilla popular, un acontecimiento reciente, un refrán, y no menos hábil a la hora de inventar historias maravillosas y sentimentales ambientadas en Frisia, Tracia o Hungría. Por sus comedias campan el mundo entero y todas las situaciones, desde crímenes políticos a venganzas colectivas, desde hijos abandonados hasta actores que representan a otros actores, desde la batalla de Roncesvalles a la de Alcazarquivir, desde una secreta venganza familiar a una animada historieta de amor que transcurre en un manicomio, o en una venta, o en las calles, fuentes y Prados de un Madrid onmipresente y contemporáneo.

Cierto que Shakespeare nos da el mundo y también al individuo. Lope no. Ante Hamlet, Lear, Lady Macbeth, Shylock o Falstaff se difuminan don Alonso, Laurencia, Diana, Peribáñez o Nise. No es cuestión menor, pero lo que hay que advertir es que responde a dinámicas teatrales distintas. En el madrileño, y en el teatro que contribuyó decisivamente a forjar, priman las acciones y los tipos humanos que las encarnan: los nobles ociosos y enamoradizos que pululan por la corte, las damas sagaces que maniobran para conseguir sus objetivos, los príncipes aventureros y decididos, los padres guardianes del honor de sus hijas, y así sucesivamente. Es una concepción basada en las funciones dramáticas, que potencia el carácter antes que el individuo. Lo extraordinario es que no por ello se suprimen el placer ni la sorpresa: las comedias urbanas de Lope se cortan todas por un mismo patrón, el de los triángulos amorosos –o polígonos de más lados- que se enredan y desenredan, pero cada una es distinta y admirable en su capacidad de producir cambios, destellos y matices. En música, a esta opción creativa se la denomina “tema con variaciones”, y no va en desdoro de sus cultivadores, sobre todo si se llaman Telemann o Bach, con los que Lope tiene en común la prolijidad.

De Shakespeare se pondera a menudo algo intraducible: su maestría en el empleo del pentámetro yámbico. En ese mismo territorio, nunca se subrayará lo bastante la originalidad y las posibilidades de la polimetría propia de la comedia nueva. Los cambios métricos pautan y modulan la acción, como un elemento significativo más: es algo que el público de entonces –y el de hoy, si los actores son competentes- percibía de inmediato. Cada estrofa se acomodaba a una determinada situación, como el propio Lope explicó en su Arte nuevo: si las décimas convenían a las quejas, las narraciones de acontecimientos quedaban perfectas en romance, mientras que las esperas podían llenarse con un soneto, quizá el equivalente lírico y concentrado de los soliloquios del teatro inglés. Esa variedad, puesta en manos de un poeta superdotado como Lope, alcanza las más altas cotas de eficacia: no hay comedia suya que no contenga versos pletóricos de talento y gracia y que no resulte un verdadero placer para el oído. También para el oído era la música, que el madrileño prodigó en sus obras teatrales, donde se escuchan villancicos, seguidillas, romancillos, tonadas, interludios instrumentales. Éxitos de ayer y hoy que el público conocía y quizá tarareaba entre dientes.

Distinta fue la posición que Shakespeare y Lope ocuparon en los engranajes del sistema teatral de su tiempo. Aquel era el playwright o escritor habitual –y esporádico actor- de una compañía teatral que explotaba dos locales en Londres, de la que además era socio, con participación en los beneficios. Lope escribía para todas las compañías de primer orden, les vendía su producto (el original de la obra) y por lo general se desentendía de ello. Esta diferencia pueden ayudarnos a entender la abundancia lopeveguesca: era un creador en serie para una industria floreciente, de consumo acelerado, que nunca dejó de requerir obras nuevas. Si nos apetece establecer un paralelo, por supuesto aproximado, entre el teatro de entonces y la cultura visual de nuestro último siglo, Shakespeare sería asimilable al escritor estrella de una de las majors del Hollywood dorado, y Lope resultaría más afín a los torrenciales guionistas actuales, que escriben sin descanso para la televisión. ¿Shakespeare como Billy Wilder y Lope como Aaron Sorkin? No es mala manera de calificar a ninguno de los cuatro. Lo bueno es que, ni antes ni ahora, hay que quedarse con uno en detrimento de otro. Tampoco con Lope frente a Cervantes, ni viceversa.

Aun siendo tan distintos, hay un aspecto que el alcalaíno y el madrileño claramente comparten a día de hoy: su escasa fortuna institucional. Si los actos de reconocimiento oficial de Cervantes palidecen en comparación a los de Shakespeare, otro tanto o peor sucede con Lope. El mejor conocimiento y divulgación de su obra dramática sigue confinado, en lo fundamental, al reducido mundo de los expertos. A día de hoy aún no puede leerse su integral dramática en ediciones modernas y fiables. Ese proyecto, que está en curso, se sostiene de momento gracias a la conjunción entre la alta investigación universitaria, con menguados fondos estatales, y la buena voluntad de Editorial Gredos. Quizá llegue a completarse a tiempo de celebrar el cuarto centenario de la muerte del autor... en 2035. ¿Cabría imaginar algo así en el caso de Shakespeare? Y, sin embargo, cada vez que un nuevo Lope se lleva a escena, el interés es enorme y el público responde, exactamente igual que ocurría hace 400 años. Nadie diría, en este sentido, que Lope o Cervantes sean monumentos del pasado. Como la estatua de Hermíone, están más vivos de lo que parece. Y nos hablan.

Gonzalo Pontón Gijón es profesor de la UAB y coordina la edición del teatro completo de Lope de Vega.

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