Chamberlain-Churchill, mitos eternos

Releo la esclarecedora entrevista de Luis Ventoso (ABC, 6 de octubre) al escritor inglés Robert Harris y no puedo por menos que celebrar el esfuerzo: ¡Por fin alguien cuya voz se oye empieza a decir algo serio y con sentido en torno al pacto de Múnich! A través de una novela, se pone a flote algo que los historiadores saben perfectamente, pero sus escritos no pasan de los ámbitos académicos. Un asunto en que el mimetismo es decisivo y se repite como término de comparación sempiterno de pusilanimidad, cobardía y falta de visión el caso de Chamberlain en Múnich frente a Hitler. Y allá van políticos, politólogos y periodistas que solo se saben de Churchill la famosa frase de la ignominia y la guerra y etcétera. El mito cobró vida propia.

Chamberlain y Churchill y su memoria, en el plano personal, me interesan poco y leer libros modera mucho los posibles entusiasmos: recomiendo vivamente La guerra del Nilo y De Londres a Ladysmith (Guerra de los Boers) donde don Winston desemboza un talante, más que pensamiento, racista, muy en boga en su tiempo, pero difícil de sostener en la actualidad, razón por la cual esa faceta y otras poco atractivas del personaje se han silenciado. Los nazis no salieron de la nada aunque, por salvajes, se cargaron la responsabilidad entera de un movimiento muy extendido en Europa y USA. Y no sólo entre «la derecha». Y, por favor, no salga alguien interpretando que acuso a Churchill de inspirar las ideícas de Rosenberg y Himmler, no es eso. Pero sí me importa mucho la verdad histórica, tan ignorada, cuando no escarnecida. Y acerca de la II Guerra Mundial hay demasiada morralla colgando que nadie se atreve a revisar. En puntos clave y gravísimos, de peligrosa relevancia para reenfocar sucesos, actos y personas elevados a los altares de la verdad oficial y admitida.

La peligrosidad del Ejército alemán en 1938 era muy relativa: el mismo Churchill en su Historia de la II Guerra Mundial se mofa de los numerosos fallos logísticos y de averías que sufrió la Wehrmacht al entrar en Austria -aunque les recibían con flores, no a cañonazos-, claro que lo hacía cuando ya rusos y americanos le habían ganado la contienda. Ante el Anschluss -12/13 de marzo, o sea seis meses antes de Múnich- Inglaterra se declaró neutral, pero en la práctica, al día siguiente, Chamberlain lanzó un programa de fabricación de 12.000 aviones de combate y el aumento del Ejército británico en la Isla de 5 a 55 divisiones. Es decir, que don Neville de tonto, nada y de pusilánime, menos. Y, a fin de cuentas, quien declaró la guerra el 3 de septiembre del 39 fue él, no Churchill. Más bien pienso, como Harris, que Chamberlain ganó tiempo para rearmarse (Francia estaba rearmadísima con el pacifista Gobierno socialista de León Blum) y en el momento del estallido el número de aviones, sumados, de Francia e Inglaterra duplicaba a los de Alemania, a los que había que agregar los polacos, que tampoco eran despreciables, como suele decirse. La flota inglesa, en el 38, 39, 40 decuplicaba a la alemana y era superior en todos los capítulos posibles de confrontación, empezando por el despliegue estratégico. Más la Armada francesa.

En cantidad de tanques estaban ligeramente por encima los aliados, pero más de la mitad de los alemanes eran de los tipos Mark I y II (todavía quedaban muy lejos los futuros Panther y Tiger), poco más que tanquetas artilladas. Sí eran mucho mejores los alemanes en comunicación de los carros, velocidad y capacidad de maniobra, léase eficacia del mando. Amén de la inesperada ruptura por las Ardenas-Mosa. Frente a las anquilosadas ideas de los franceses (excepto De Gaulle y poco más), convencidos de que librarían otra guerra de trincheras, se encontraron con lo que la Escuela prusiana denominaba Bewegungskrieg (Guerra de movimiento) y que la prensa americana empezó a llamar Blitzkrieg desde el verano de 1940.

Hay que añadir otro hecho histórico que nadie recuerda: el Gabinete de Guerra inglés lo componían Churchill, Chamberlain, Lord Halifax, Attlee y Greenwood y, en los días de la catástrofe de Dunquerke, Halifax propuso abrir conversaciones de paz para obtener un armisticio ventajoso que, muy posiblemente, Hitler anhelaba: es un secreto a voces que el líder nazi no quería chocar del todo con Inglaterra porque veía el atolladero donde se metían, siendo la responsabilidad exclusiva del ataque a Polonia de Ribbentrop, un imbécil en toda la línea (es famosa la escena, contada por el traductor Schmidt, en la tarde del 3 de septiembre, al llegar la declaración de guerra de Gran Bretaña, Hitler se volvió airado hacia el ministro de Exteriores y le espetó un helado «¿Y ahora qué?»). Churchill se opuso a ninguna aproximación provocando una jornada tormentosa. Al día siguiente, Halifax, a la vista de que Chamberlain apoyaba sin fisuras al primer ministro, retiró su propuesta. Los otros dos siguieron la decisión dominante.

No está nada claro que Alemania hubiera derrotado fácilmente a Francia e Inglaterra en el 38: el ataque a Polonia, al año siguiente, se produjo con múltiples unidades incompletas; y con muy poco convencimiento del OKW, que preveía entrar en guerra, pero no antes de 1945. En lo que sí coincido con Harris es que al nazismo -nos guste o no- lo derrotaron los rusos, con un coste altísimo, pero los rusos, no el desembarco de las peliculitas, que fue un complemento del teatro principal. Pese al ahínco con que Stalin defendía en 1939 las buenas relaciones con Alemania y la inocencia de Hitler. La postura oficial soviética fue esa hasta el 22 de junio de 1941, fecha en que el austríaco madrugó al georgiano, no por ingenuidad de éste, sino por mayor rapidez del otro. De hecho, el inmenso Ejército Rojo y las cuantiosas tropas del NKVD estaban desplegados en profundidad para el ataque, desde el Báltico al Mar Negro, en espera de que Berlín diera el paso fatal: acometer en serio la operación «León Marino», el asalto a Inglaterra.

Y nunca sabremos por qué Gran Bretaña (Chamberlain) no declaró la guerra a la URSS por la misma acción de Hitler: invadir Polonia, dos semanas más tarde; y, a continuación, Finlandia, otro protegido de los ingleses.

Serafín Fanjul, Real Academia de la Historia.

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