Chamberlain y el principio esperanza

Ignacio Camacho, Director de ABC (ABC, 23/01/05).

Desde la restauración de la democracia en España, ETA ha engañado sucesivamente a todos los presidentes del Gobierno, con la excepción de un Calvo-Sotelo que, por su breve estadía, apenas tuvo tiempo de encelarse con la tentación de negociar con la banda terrorista. A Felipe González, por el contrario, su larga hegemonía le dio margen para fracasar dos veces, que se sepa, y hasta Aznar aparcó sin mucha fe su firmeza para tantear en Suiza la credibilidad de la llamada, muy expresivamente, «tregua-trampa». A José Luis Rodríguez Zapatero hay que respetarle, pues, su derecho a tropezar en la misma piedra, otorgándole por adelantado el beneficio de la duda con la condición de que no se sobrevalore a sí mismo... y de que no minusvalore la malvada inteligencia de los jefes etarras.

Ni González en Argel ni Aznar en Zúrich albergaron jamás -menos el segundo que el primero- demasiadas esperanzas de un final feliz. Simplemente, cumplieron con su obligación de intentarlo, para acabar comprobando, con mayor o menor grado de aspereza, la intransigencia de unos terroristas que pretendían hincar de rodillas al Estado. En el primer caso, ETA humilló al Gobierno al hacer pública la ruptura. En el segundo, el Gobierno se retiró de la mesa convencido de que no había nada que hacer más que perseverar en la vía del combate. No ha debido de ir mal dicho camino, cuando la banda ha quedado progresivamente debilitada hasta su actual situación de anorexia estructural, anímica y financiera.

Decidido como está a inaugurar una nueva transición hacia no se sabe dónde, Zapatero ha visto cómo se abre ante él muy pronto la oportunidad de explorar por sí mismo el camino prohibido. Este hombre tiene una fe inquebrantable en sus posibilidades. Así, parece decidido a afrontar de golpe un desafío crítico buscando soluciones simultáneas en todos sus frentes: el mapa territorial del Estado, la nueva autonomía catalana, el tablero vasco y la violencia asesina de ETA. Desde su optimismo cósmico confía en encontrar la piedra filosofal. Tiene toda la legitimidad para intentarlo, pero, dado que es el presidente del Gobierno de la nación, conviene pedirle que ande con sumo cuidado porque, si falla, no va a ser él solo el que se estrelle, sino que nos va a arrastrar a todos al desastre después de haber alcanzado un razonable equilibrio de bienestar.

En su entrevista televisada del pasado miércoles, el presidente utilizó numerosas veces la palabra «esperanza» para justificar su clamoroso optimismo histórico. Como aquel profeta descreído que fue el filósofo alemán Ernst Bloch, Zapatero se agarra al «principio esperanza» para alimentar la utopía a base de puro deseo. Ante un panorama político endemoniado por la intransigencia nacionalista ha elaborado una estrategia de amortiguación: desdramatiza la crudeza de los hechos para crear un escenario a su medida, y responde con una sonrisa al ceño crispado del secesionismo. Medio país está temblando en vilo y ZP levanta las manos con un gesto de calma. No sólo tiene esperanza; se diría que está lleno de fe. Como se equivoque o mida mal, más nos vale encomendarnos a la caridad.

Detrás de los lógicos desmentidos destinados a despejar el escenario, la realidad es que el Gobierno está dispuesto a negociar con ETA, si es que no está negociando ya. Hay puentes tendidos y vías abiertas, intermediarios lanzando mensajes -al propio ZP le faltó dar su número de teléfono en la entrevista citada- y gente preparando la estrategia. Y algo más: el presidente podría hallarse decidido a pagar un precio político por la paz. Su argumento de fondo es que no se ha hecho otra cosa desde hace veinticinco años, ofreciendo al nacionalismo cada vez más concesiones sin obtener ninguna contrapartida.

Ocurre que él ha abierto de nuevo el melón cuando más asfixiada está la banda, y cuando el plan Ibarretxe sitúa al Estado ante un reto inadmisible para su propia cohesión como tal. Ocurre que el principal objetivo de ETA es volver a dar oxígeno a Batasuna en las próximas elecciones vascas, y que hay sectores del socialismo vasco -los mismos que ya han tendido puentes- que se ilusionan con el espejismo táctico de que los votos de la coalición proetarra pueden quitar la mayoría al PNV. Ocurre que, si al final del túnel el Gobierno ha de volver, como hasta ahora, con las manos vacías y el regusto amargo del fracaso, gran parte de lo logrado hasta ahora se habrá ido por el sumidero de las oportunidades perdidas.

Cuando ETA decretó la tregua del 98 e invitó al diálogo, Aznar leyó solemnemente desde Lima un decálogo de condiciones para negociar. Ése no es, desde luego, el estilo de ZP, pero los ciudadanos agradeceríamos que al menos se fijase un compromiso público de lo que no es negociable, además de la anunciada entrega verificable de armas y explosivos, punto esencial de cualquier base negociadora. Nadie puede negarle a este Gobierno, como no se les negó a los anteriores, el derecho y hasta el deber de intentar encontrar una salida, aunque en el mejor de los casos hará falta mucha generosidad para olvidar el dolor sufrido y ofrecer reparaciones morales a las víctimas. Pero nos tienen que explicar qué es lo que, llegado el caso, se va a poner sobre la mesa. La esperanza también consiste en creer que la paz no tiene un precio tasado.

Acaso los españoles nos hayamos de ver pronto en la tesitura de emitir un juicio moral y político sobre este asunto. ¿Aceptaríamos el final de la violencia a cambio de un marco político para el independentismo? El irredento optimista que es Zapatero parece suponer que sí, que el país puede soportar una cuota de independentistas en el País Vasco y Cataluña si los pistoleros de la capucha desaparecen de la escena. Mas incluso si así fuera, si prevaleciese en la sensibilidad colectiva el pragmatismo sobre los principios, el problema está en cómo evitar que los terroristas no conviertan la buena disposición del Estado en una prueba de debilidad desde la que alcanzar nuevo impulso, y en cómo impedir que los recolectores de las siniestras nueces del miedo aprovechen la circunstancia para darle una vuelta de tuerca a su proyecto de hegemonía étnica.

En 1938, el premier Chamberlain -paladín de la política de apaciguamiento- fue aclamado como gran pacificador en las calles de Londres, tras negociar con Hitler un acuerdo que dejó al mundo al borde de la inmediata catástrofe. Sólo Churchill tuvo la clarividencia de denunciar a contracorriente que se trataba de un engaño. Y es que para engañar a alguien hacen falta dos cosas: voluntad de engañarlo y predisposición a dejarse engañar. Si Zapatero, que es buen lector de Historia, decide ir a la cueva del lobo, debe tener presente, muy presente, que va sin que nadie se lo pida y que los lobos no dejan nunca de ser lobos.