Chapuza creadora

En determinado momento de su vida, todo individuo pasa del estado de naturaleza, marcado por su nacimiento doméstico, al estado civil de la ciudad. Nace un pequeño salvaje en una casa cualquiera y dos decenios después, aproximadamente, se convierte en un ciudadano de pleno derecho. El tránsito desde el momento inicial al final de dicho proceso se designa con la palabra «cultura», que resume la cosmovisión que sirve a una persona para ejercitar debidamente los derechos y deberes públicos inherentes a su nueva condición de miembro activo de una comunidad. Durante siglos, la sociedad estableció «ritos de paso» que formalizaban esa evolución de lo privado a lo público, de lo doméstico a lo cívico, y ahora, en esta época que  prescinde de rituales, puede adivinarse un recuerdo de esa solemnidad en el final de la educación secundaria obligatoria o en los derechos adquiridos al alcanzar la mayoría de edad.

En resumen, la cultura ha sido siempre el instrumento para socializar al individuo y hacer de él un buen español, un buen francés o un buen europeo, en suma, un buen ciudadano.

La misión de la cultura experimentó esencial mutación cuando la doctrina marxista divulgó en el siglo XIX el concepto de «ideología». La cultura, para el ideario marxista, ya no promueve una virtuosa socialización del individuo desde el nacimiento a la ciudadanía, sino que, al contrario, confirma la dominación vigente en la estructura social, en la cual unos pocos someten a la mayoría, que sufre esclavitud sin saberlo. Habría una dominación visible, que se observa en la desigual distribución de la riqueza, la acumulación de poder político y económico, o el uso de las instituciones en beneficio de los poderosos (leyes, cárceles, funcionarios), pero aún mayor sería la dominación cultural, que actúa de forma invisible sobre la conciencia de los dominados para que, por razones religiosas, educativas o en general simbólicas, acepten y si es posible hasta se enamoren de las cadenas de su servidumbre, haciéndola diabólicamente voluntaria. La sociedad reconoce la potestad del padre sobre su hijo, pero el sometimiento de éste es mucho más perfecto si logra convencer a su conciencia de que al aceptar la tutela paterna cumple el cuarto mandamiento de la ley de Dios.

La consecuencia de la doctrina marxista está en que la cultura ha de entenderse ahora como ideología, espada invisible de dominación. Un individuo no debe identificarse con la cultura a la que pertenece -el gozo de ser español, francés o europeo-, sino practicar una inclemente crítica de ella. Y aunque el marxismo como teoría económica ha sido superado hace mucho, su crítica de las ideologías se ha extendido por doquier y ahora el menos listo se declara muy hinchado «ciudadano crítico» como si la crítica fuera la manifestación suprema de la sabiduría. Embargado por una desconfianza total, llega a imaginar que la oligarquía explotadora está formada por magnates de la economía, política y banca aviesamente concertados entre sí, quienes, actuando al alimón, se reúnen en secreto en algún lugar de Suiza para acordar periódicamente el plan anual de dominación planetaria. De suerte que la crítica de las ideologías acaba redundando en una teoría de la conspiración global. Estoy alienado por un sistema que no puedo cambiar, es cierto, pero -se dice orgullosamente el «crítico»- yo al menos no me chupo el dedo.

Si no existe señor que domine el mundo no es porque nadie lo desee, ciertamente. Muchos lo intentan con tenacidad y ambición infinita, pero fracasan porque no es posible. Y no es posible por una razón más profunda de lo que parece: porque el poder es rigurosamente una chapuza. Llegué a esta conclusión hace tiempo por observación propia, pero me lo han confirmado cuantas personas que han conocido de primera mano el poder he consultado, y son muchas. Quien sueña con una conspiración mundial es sólo porque carece de experiencia directa del poder real y su verdadero funcionamiento. A la gente le resulta más consolador fabular con que existe un amo del mundo, aunque sea malévolo, a aceptar la dura realidad: nadie está al mando y el mundo se desliza chapuceramente a la deriva. Las decisiones más trascendentales de la Historia -véase la caída del muro de Berlín- se toman en el último minuto, a toda velocidad, por razones azarosas o caóticas y deformadas por la tensión insoportable de una pluralidad de intereses contrapuestos. Los poderosos no se alinean porque cada uno defiende ansiosamente su provecho particular a corto plazo, incapaz de una alianza a largo con sus competidores. Creer que existe el poderoso es una hipóstasis; creer en abstracto que existe el empresario, el banquero, el político, es pensamiento mágico. Existen miles de ellos, centenas de miles, y cada uno va descaradamente a lo suyo, compiten marrulleramente y chocan entre sí.

Paradójicamente, esta chapucería del poder constituye nuestra mayor prenda de libertad. Gracias a ella, nadie está al mando y, aunque no hayamos de contar con un amo benigno y paternal, tampoco tememos uno perverso, y se aleja así el riesgo de la tiranía, incluso la tiranía de la bondad. En una sociedad abierta y masificada como la nuestra, la multiplicidad de intereses en juego dialéctico no tolera síntesis ninguna.

Lo más chocante de todo estriba en que la chapuza que desgobierna el mundo merece, con todo, calificarse de creadora, porque la humanidad, pese a la torpe imperfección con que actúa siempre, marcha hacia adelante y crea un futuro. La especie humana a lo largo de la historia ha vencido sobradamente en la lucha con otras especies y la naturaleza, y aunque a veces se asoma al abismo, al final predomina su extraordinario instinto de adaptación.

No hay motivo, pues, para ese permanente estado de sospecha que impera en el ámbito de la cultura. Aconsejaría a muchos de los desconfiados, soñadores de conspiraciones mundiales, que probaran a ser ciudadanos gozosos además de críticos. A lo mejor quien se chupa el dedo es el crédulo que se cree ciegamente todo ese cuento para niños de buenos y malos.

Javier Gomá Lanzón es filósofo y dramaturgo.

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