Chapuza histórica

El inicio del trámite parlamentario de la denominada Ley de la Memoria Histórica ha puesto de manifiesto de manera cruel su peor defecto, que no es otro que el de su incongruencia interna. Lo han subrayado, con razón, los parlamentarios comunistas, republicanos e independentistas. En efecto, por un lado, la nueva Ley contiene una declaración general sobre la injusticia radical de las medidas represoras del franquismo, incluidas aquellas realizadas con un disfraz de pseudojuridicidad como los consejos de guerra, tribunales especiales o Tribunal de Orden Público; las sentencias (si tal nombre merecen) de estos organismos se declaran intrínsecamente injustas y contrarias a los derechos democráticos. Es más, a petición expresa de las víctimas o sus descendientes, se podrá obtener una declaración individualizada de injusticia de la concreta sentencia de que se trate. Sin embargo, por otra parte, la nueva Ley niega cualquier valor jurídico a la declaración de injusticia radical, de forma que esas concretas sentencias o actos no se consideran nulos de pleno derecho. Se llega así a una conclusión estrambótica donde las haya: el Derecho reconoce como válidos unos actos que expresamente declara como contrarios a Derecho.

Se ha pretendido justificar esta contradicción apelando a la seguridad jurídica como valor diverso de la misma justicia, pero es patente que la paz social (que éso y no otra cosa es la seguridad) nunca puede justificar una tamaña contradicción. No se puede, en un mismo texto legal, declarar solemnemente que ciertos actos son radicalmente contrarios a Derecho para, a renglón seguido, decir que esos actos son válidos y producen por ello sus efectos naturales. La seguridad jurídica nunca puede llegar a proteger actos que en sí mismos repugnan al Derecho, una seguridad así sería todo menos jurídica.

En mi opinión, estamos ante una nueva manifestación de un rasgo preocupante de la personalidad pública del presidente del Gobierno, que no es otra que su escaso sentido de Estado. Rodríguez Zapatero es un político parlamentariamente curtido, táctico muy hábil, y se ha procurado un bagaje intelectual ciertamente notable para lo que es norma entre nuestros políticos (con independencia del mayor o menor acuerdo con su filosofía política, hay que reconocer que la posee). Pero tiene un defecto como gobernante, su falta de sensibilidad para distinguir claramente entre los campos de la política y del Derecho, para darse cuenta de lo que en un campo es posible, incluso deseable, es sin embargo radicalmente desaconsejable en el otro. Sucedió ya con el Estatuto de Cataluña, ocasión en la que el presidente demostró que no se apercibía de la diferencia que hay entre afirmar que Cataluña es una nación en un tratado de ciencia política o en un discurso público y decirlo en un texto jurídico constitucional. Captar la diferencia que hay entre ambas afirmaciones es, precisamente, tener sentido de Estado, pues el Estado es ante todo Derecho. Se puede ser relativista en el discurso político o epistemológico, incluso es conveniente serlo en cierto grado, pero no se puede jugar con el sentido de los conceptos jurídico-constitucionales so pena de introducir un germen de destrucción en la arquitectura estatal. Vamos, que el Derecho no es como el chicle.

Ahora vuelve a suceder. Una cosa es efectuar una declaración política y pública, tan solemne y reiterada como se desee, acerca de la memoria de las víctimas de la represión franquista, de la legitimidad democrática de sus actos y del carácter represivo de sus condenas. Pero esa declaración no se puede hacer en un texto legal si no se está dispuesto a asumir sus consecuencias. El Derecho no puede decir que un acto es contrario a su propio ser como Derecho y al mismo tiempo que ese acto es válido y está amparado por el Derecho. El jurídico es una clase de lenguaje muy concreta, caracterizada por su carácter normativo: cuando se afirma en él algún hecho es para anudarle unas consecuencias determinadas. Por ello, cuando se pretende afirmar un hecho jurídicamente relevante y sin embargo se pretende que no produzca sus efectos jurídicos más obvios, el que sufre es el Derecho, porque está siendo usado como si fuera chicle. El Estado de Derecho español ampara los hechos realizados en contra de sus más profundos y asentados valores, o, dicho a la inversa, un acto antijurídico puede ser jurídico. En este galimatías se expresa la pavorosa confusión en que, con escasa reflexión, el Gobierno se ha metido él solito. Y de la que sólo podrá salir, tarde o temprano, le guste o no, reconociendo las consecuencias normativas obvias de las declaraciones legales que promueve.

En una trampa similar se metieron hace años nuestros tribunales con sus desaforadas decisiones sobre la competencia universal de la justicia española para enjuiciar toda clase de crímenes humanitarios, con independencia de que se hubieran cometido en otros países. No parece sino que nuestros jueces se consideraron investidos directamente por la Humanidad y por ello se consideraron legitimados para hacer justicia en nombre de la ciudadanía universal. Olvidaron algo obvio: que los jueces forman parte de un Estado concreto, que son uno de los poderes de un Estado determinado, que la justicia que aplican, como dicen cotidianamente en sus decisiones, emana del pueblo español. Y esta limitación tiene un profundo significado: puesto que era el pueblo español el que, a través de ellos, se declaraba capacitado para juzgar a otros pueblos o, por lo menos, la historia de otros pueblos. Desmesurada pretensión y, lo que es más importante, irreflexiva pretensión. Porque ese pueblo español que alegremente se erigía en árbitro del pasado de los demás pueblos tenía él mismo un pasado de cristal, un pasado aquejado de vicios y problemas similares a los que juzgaba. No se podía ir por el mundo declarando que los crímenes cometidos por ciertos dictadores eran imprescriptibles, que las leyes de amnistía dictadas por ciertos parlamentos eran 'leyes basura' sin valor alguno, cuando nosotros mismos teníamos en nuestro próximo pasado crímenes tanto o más graves, superados por leyes de amnistía parecidas ¿O es que pensaban nuestros jueces que nadie, tarde o temprano, les exigiría aplicar su propia doctrina al caso español? Pues bien, el momento ha llegado y ahí está esa denuncia presentada ante la Audiencia Nacional por la desaparición de 30.000 españoles durante y después de la Guerra Civil. Una denuncia que difícilmente puede ser obviada con el argumento de que ha habido una ley de amnistía en nuestro pasado y ciertos hechos han prescrito por ello. A no ser que, una vez más, se quiera convertir el Derecho en chicle, de forma que lo que vale para otros pueblos y su pasado no vale para éste nuestro.

El Estado moderno es un poder, uno de los poderes más intensos y extensos que ha conocido la Humanidad. Y, al tiempo, es uno de los instrumentos más delicados y frágiles que existen, precisamente porque se autolimita al convertirse en Derecho, en una arquitectura compuesta de normas jurídicas que se sostienen sólo por su propia coherencia: tener sentido de Estado no consiste sino en respetar esa arquitectura, tratarla como algo valioso y no confundir nunca la ductilidad del Derecho con su incoherencia. Que es lo que está sucediendo.

José María Ruiz Soroa, abogado.