Charlton Heston, contra el viento

Charlton Heston fue uno de esos actores a los que le crujía la mandíbula al recitar las frases del guión. Siempre se le oyó llegar al plano con unos pasos rectos, fuertes, decididos, y con ellos atravesó varias décadas del mejor cine, y en ocasiones también el más grande, de Hollywood, un lugar en el que no todos consiguen morirse antes que su propia imagen. Él no sólo se ha muerto mucho antes que su leyenda, sino que, probablemente, su olfato de hombre de cine y de finales de película le advirtiera de que su imagen llevaba varias secuencias sitiada y rodeada por una horda de truhanes y que él, aún a precio de su propia vida, tendría que rescatarla de allí. Y ya tiene su merecido final: les ha dejado sus sobras a la jauría y ha rescatado para siempre a su propia imagen, y sin un solo disparo.

Desde que lo acorralara desarmado y herido el «Gordo de Flint», también conocido como Michael Moore, en «Bowling for Colombine», y lo paseara maniatado, agotado y viejo por el Salón de Progre, Charlton Heston se convirtió para todos aquellos con la frente de sistema binario en el presidente de la Asociación Americana del Rifle y en un ferviente republicano, que, en efecto, presidió durante tres o cuatro años. En eso ha querido convertir en estos últimos tiempos la detestable maquinaria de honras y reputaciones a Charlton Heston: en un votante y en un presidente. ¡A Charlton Heston!, que sólo ha necesitado morirse para desbaratar el plan y diluir en agua clara todo el veneno del Salón. Hoy, sin ir más lejos, Charlton Heston es por encima de todo uno de los grandes actores de la Historia, tan grande y tan profundamente íntegro que cualquiera que lo intente tendrá dificultades para elegirlo en una sola película, en un personaje o en un papel. Llevo varias horas en el tonto proyecto de ponerle un podium a su filmografía.

Ni por títulos, ni por géneros. Charlton Heston es el policía fronterizo Mike Vargas, recién casado con Janet Leigh y atrapado en la oscura estela del detective Quinlan en «Sed de mal». Charlton Heston es el príncipe Judah Ben Hur, judío en la antigua Roma y eterno conductor de cuadrigas en una carrera sin fin.

Charlton Heston es el mayor Amos Charles Dundee, un tipo temerario y de dudoso origen que llegó a cruzar sable con Peckimpah y que le señaló, al fin, el camino para que unos años después hiciera su obra maestra, «Grupo salvaje».

Charlton Heston es el duro e insobornable capataz Steeve Leech de «Horizontes de grandeza», un don nadie que le da toda la gloria y hasta todo el romance (la chica, Jean Simmons) al héroe (Gregory Peck) en algunas de las mejores escenas de peleas, pasiones y anhelos que se han rodado nunca... No llevaba las mejores cartas del guión, pero se jugó hasta el cuello con ellas.

Sus últimos años de desmemoria y destierro no han de servirnos de aranceles ahora a los demás para olvidarnos de quién es y será Charlton Heston, un hombre que ha llegado al mejor puerto con los vientos de «la corrección ideológica» siempre en contra. Ni siquiera podemos decir de él que es uno más de una larga lista del color que se quiera: es un exclusivo como John Wayne.

Sus biógrafos aseguran que sus mayores ambiciones profesionales fueron algo así como sacarle brillo al verso de Shakespeare y que sus condiciones y cualidades como actor estaban afiladas y enfiladas para ello por sus comienzos teatrales: una voz de cuero curtido y una presencia física para alimentar grandes pasiones y tremendas intrigas y traiciones.

Pero Hollywood lo midió con otro patrón y en seguida advirtió que sus espaldas aguantarían todo el peso de la Historia: Moisés, El Cid, Marco Antonio, Miguel Ángel, el cardenal Richelieu... Desde Cecil B. De Mille, con quien empezó a ser alguien en 1952 tras «El mayor espectáculo del mundo» y con quien insistió cinco años después en «Los Diez Mandamientos», hasta «55 días en Pekín», de Nicholas Ray, o «La Historia más grande jamás contada», de George Stevens; y entre estos esplendores, aquella primera idea de interpretación de Charlton Heston fue estrangulada con sus propias manos, o tal vez más certeramente: moldeada por sus propias manos.

A pesar del ojo de Hollywood, nunca dejó de usar el suyo propio para buscar el modo de sacarse agua o petróleo a sí mismo, y por eso algunos de los más grandes proyectos de los más grandes directores fueron, en ese fondo indeterminado de los propósitos, también proyectos suyos. Orson Welles y «Sed de mal», Sam Peckimpah y «Mayor Dundee» y Franklin J. Schaffner y «El señor de la guerra», son algo más que unos buenos testigos de la buena vista y las mejores aspiraciones de Charlton Heston, quien, por cierto, ha tenido la osadía de ser a la vez versátil y rocoso e inmóvil, tanto que ni siquiera se puede decir con precisión cuáles son sus papeles de «bueno» y cuáles los de «malo».

Así, tenemos al gran Heston, el histórico, el trascendental, pero también tenemos a los que llegaron luego: el apocalítico y el integrado. El actor de películas clave en el cine de jóvenes, como «El planeta de los simios», «El último hombre vivo» y «Soylent Green» («Cuando el destino nos alcance»), o el de ese augur de catástrofes y tempestades con títulos como «Terremoto» o «Aeropuerto 75». Y del apocalíptico, al integrado en esa horma de los seriales televisivos («Los Colby»). En fin, que la muerte de Charlton Heston habrá de significar, como se busca siempre en las elegías, la muerte también de tantas otras cosas, pero, ¿cuáles?, ¿será el fin de una época en la que hay asociaciones de rifles?, ¿o será, acaso, el ocaso de las ideas «conservadoras»?, ¿o se habrá ido con él el último ejemplar de una especie, de un mundo, que sabía el significado de una estatua semienterrada en una playa con una antorcha en la mano?... Tal vez el asunto sea mucho más sencillo: se ha ido un actor que fue grande como héroe y tan grande o más como villano, y parece ser que un hombre de una integridad completa, sin resquicios, como si, en cierto modo, Charlton Heston fuera uno de esos tipos que se llevan el trabajo a casa... a Beverly Hills, donde vivía con su primera y única esposa, Lidia, a la que conoció en la Escuela de Arte Dramático y con la que ha vivido estos últimos sesenta y cuatro años. Y a pesar de lo sencillo de sus números y claves, a pesar del crujido de su mandíbula y de que siempre se le oyó llegar al plano con pasos rectos, querrán mudarle la leyenda los cinceladores de epitafios.

E. Rodríguez Marchante, crítico de cine.