Hugo Chávez siempre fue un líder decidido a ganarse un lugar en la historia.
En sus frecuentes momentos rimbombantes, el difunto presidente de Venezuela disfrutaba de imaginarse todavía en el poder en 2021 —año en el que se conmemora el Bicentenario de la Independencia de su país— y como un moderno Simón Bolívar, el soldado y hombre de Estado nacido en Caracas que liberó a gran parte de Sudamérica del dominio español en el siglo XIX y que sigue siendo uno de los hijos del continente más reverenciados. Algunas personas creen que el que Chávez haya supervisado la reubicación de los restos de Simón Bolívar en un grandioso mausoleo nuevo —tal vez pensando en su propia salud menguante — fue un intento monumental por establecer esa conexión.
Sin embargo, no es sino hasta ahora, tras la muerte prematura de Chávez a los 58 años, que podemos empezar a evaluar el legado de una de las figuras políticas más talentosas aunque divisivas de principios del siglo XXI y a su “Revolución Bolivariana” a la que impregnó con su característico sello.
Chávez, que alguna vez cumplió una condena de prisión por encabezar un golpe de Estado fallido, podría haber sido un improbable converso a la democracia.
Sin embargo, por medio de una intensa serie de elecciones y referendos, puso su suerte en manos de los pobres y los marginados, les pidió sus votos como un primer paso para construir un nuevo orden político que trabajaría en su favor.
La victoria inicial de Chávez en las elecciones de 1998 recibió el aplauso de los observadores electorales del Centro Carter en Estados Unidos, quienes la calificaron como “una auténtica demostración de la democracia en acción” y “una revolución pacífica a través de las urnas”.
Ese año, Chávez ganó el 56% de los votos en una elección en la que participó el 65% de los electores. Cuando ganó la reelección en 2006, el porcentaje de personas que lo apoyaban creció hasta casi el 63% de una participación de cerca del 75% de los votantes, el punto más alto de sus fortunas electorales.
Entre ambos sucesos, Chávez frustró un intento de golpe de Estado en 2002; cientos de miles de sus simpatizantes se volcaron desde los barrios de las montañas de Caracas para protestar; en 2004 la oposición organizó un referendo sobre su mandato gracias a la constitución que el mismo Chávez promulgó en 1999.
“Este Hugo Chávez es un dictador extraño”, escribió el autor uruguayo, Eduardo Galeano, en la época del referendo. Galeano es autor de una de las principales interpretaciones de la teoría de la dependencia en la historia latinoamericana, Las venas abiertas de América Latina, libro que Chávez regaló a Obama cuando ganó las elecciones.
“Este tirano inventado por los medios masivos, este demonio temible, le ha dado una tremenda inyección de vitaminas a la democracia que, tanto en América Latina como en el resto del mundo, se ha vuelto raquítica y débil”, escribió Galeano acerca de Chávez.
Una vez en el poder, Chávez canalizó los ingresos de la industria petrolera venezolana a una serie de iniciativas para la salud, la educación y el combate a la pobreza, conocidas como misiones; abrió supermercados y clínicas subvencionadas —muchas de las cuales tenían personal cubano— en las comunidades más pobres del país.
Entre 1998 y 2006, el porcentaje de venezolanos que vivían bajo el umbral de pobreza cayó del 50,4% al 36,3%, según estadísticas de la Base de Datos del Banco Mundial. Cuando Chávez asumió el poder, la mortalidad infantil era de 20,3 de cada 1.000 niños que nacían; en 2011 cayó a 12,9 por cada 1.000, según la misma fuente.
La educación se volvió más accesible: la cantidad de niños inscritos en secundaria aumentó de 48% en 1999 al 72% en 2010, según cifras de la UNESCO.
Cuando visité Caracas antes de las elecciones de 2006, me reuní con un amigo que se había graduado recientemente de una universidad pública recientemente establecida que cobraba a sus estudiantes 300 bolívares por periodo escolar, que en ese entonces equivalía a 15 centavos de dólar.
Anteriormente, explicó, los estudiantes de la educación superior tenían que pagar cerca de un millón de bolívares al mes para asistir a una universidad privada. Mientras caminaba, señaló hacia un puesto en el que se vendía jugo de naranja en 500 bolívares por vaso. “Mira eso”, dijo mi amigo, “con Chávez la educación es más barata que el jugo de naranja”.
No obstante, más allá de su tierra, Chávez será recordado por sus intervenciones en el escenario mundial.
Franco y con frecuencia salvajemente poco diplomático, Chávez prosperó gracias a la intransigencia e impopularidad generalizada de la Casa Blanca de la era de George W. Bush, especialmente cuando se refirió a su entonces homólogo estadounidense como “el diablo” en un discurso que dio en la Asamblea General de la ONU en 2006.
En América Latina fue fuente de inspiración para el auge de una generación de líderes de izquierda, especialmente Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador; fue una bocanada de aire fresco —y suministros petroleros— para la anémica revolución cubana. Otras personas en Brasil y Argentina se beneficiaron del renovado sentido de confianza y solidaridad en la región que Chávez puso sobre la mesa.
También entendía hábilmente el poder malicioso de las demostraciones políticas: en 2005 envió “ayuda humanitaria” en forma de combustible barato a una de las regiones más necesitadas del Bronx, en Nueva York y en 2007 firmó un acuerdo de gas con Londres con el que se financiaron los subsidios a las tarifas del autobús que beneficiaron a un cuarto de millón de los residentes más pobres de la capital británica.
En la era de Obama, llena de matices, Chávez tuvo una imagen menos firme e influyente, especialmente porque sus problemas de salud lo obligaron a alejarse de los reflectores.
Su duradera disposición a encontrar una causa en común con cualquier régimen que se opusiera a Occidente —Irán, Siria y Bielorrusia, entre otros— también afectó su credibilidad, notablemente gracias a su persistente lealtad al difunto líder libio, Muamar Gadafi.
También en casa, el desempeño de Chávez se vio manchado por el fracaso crónico en la lucha contra la delincuencia violenta que hace de Caracas una de las ciudades más peligrosas del mundo; por las quejas acerca de la libertad de prensa y la mala administración económica, y por la combinación gradual de democracia participativa con una veta amarga de autoritarismo populista.
A final de cuentas, cualquier juicio a los méritos y fracasos de Chávez se resumirá principalmente en el gusto político; cualquiera de las partes tendrá pruebas suficientes para presentar un argumento convincente.
Lo que no está en tela de juicio es el formidable carisma y la habilidad política que le permitió unir y mantener una alianza izquierdista que bajo la superficie bullía con divisiones ideológicas internas, ni el íntimo lazo personal de lealtad que Chávez estableció con las millones de personas que conformaron su base chavista.
La cuestión fundamental que podría dar forma al futuro de Venezuela después de Chávez podría ser la capacidad de la coalición para mantenerse unida en ausencia del carismático individuo que la forjó y qué la sustituiría si colapsa.
Simon Hooper ha trabajado como periodista cubriendo noticias internacionales, de política y deportes para sitios web y publicaciones, entre ellos CNN, Al Jazeera, The New Statesman y Sports Illustrated.