Luego de una montaña rusa, viene el frenazo. En seco, vacío, incierto, silencioso. En Chile, muchos tenemos la sensación de estar en ese instante de desconcierto.
El 18 de octubre de 2019 comenzaron las revueltas. Chile despertó, decía la proclama, porque parecía que el país hubiese estado por décadas acostumbrado a una normalidad que en realidad era anormal: la de la desigualdad en dimensiones diversas. La gente salió a las calles —una semana después del estallido, protestaban 1.2 millones en una capital de 7 millones— para expresar malestar y demandar dignidad. Hubo protesta pacífica, violencia inédita y violaciones a los derechos humanos. Chile, acostumbrado a tanto estremecimiento —terremotos, tsunamis, erupciones de volcanes— vivió una sacudida gigante que fue protagonizada sobre todo por jóvenes sin el miedo de quienes vivimos en los años de la dictadura de Augusto Pinochet.
Esta serie de protestas produjo esperanza en algunos sectores y en otros —no solo en la derecha—, temor y preocupación. Al margen de las posiciones, sin embargo, fue indiscutible que lo que sucedió en Chile fue acción pura: una película intensa compuesta por millones de fotografías que todavía no procesamos del todo. Hubo una noche en que, incluso, la democracia estuvo en peligro. Prácticamente todas las fuerzas políticas, incluyendo el gobierno del presidente Sebastián Piñera apostaron a descomprimir el tema con un ofrecimiento histórico: un plebiscito para decidir si se reemplazaba la Constitución de Pinochet, redactada en 1980.
El referéndum se celebraría originalmente este domingo 26 de abril. Unos 14 millones de ciudadanos fueron convocados para sufragar en un plebiscito que sentaría las bases del Chile de las próximas décadas. Muchas expectativas estaban contenidas en la posibilidad de una nueva Carta Fundamental que, según la empresa Activa Research, apoyaban aproximadamente siete de cada 10 chilenos. Mientras tanto, el país entraba en un proceso de aguda polarización: en los primeros días de marzo la crispación se observaba en todos los niveles. En el Día Internacional de la Mujer dos millones de chilenas mostraron en las calles la fuerza del movimiento social que, en buena medida, ha sido protagonizado por el feminismo. Hasta que llegó el frenazo. El filme se apagó y quedó en negro.
El mundo entero entró en estado de hibernación. Pero la pandemia no sorprendió a todos los países en medio de la mayor insurrección de las últimas décadas. En menos de seis meses, la quietud se transformó en acción y la acción, luego, en una pausa inquietante. Con estado de emergencia y toque de queda, la zona cero de las protestas en Santiago —la plaza Italia, o Dignidad, como fue rebautizada por algunos—, es hoy un lugar fantasma.
Unos 20 días después del primer caso diagnosticado, se anunció el cambio de fecha del plebiscito para el 25 de octubre, lo que hará que mucha de la campaña hacia la votación se realice durante un momento debilitado y de reconstrucción.
En la octava semana de la pandemia, son 11,296 los contagiados confirmados y 160 los fallecidos. En una jugada audaz y polémica, el gobierno de Piñera comienza a tomar medidas que apuntan a la reactivación y el propio presidente habla de “una nueva normalidad”. “No existe ninguna contradicción entre proteger la salud y proteger los trabajos y los ingresos”, ha dicho el mandatario conservador. En Chile, la tasa de mortalidad por COVID-19 llega a un 1.3% y el país ha realizado la mayor cantidad de exámenes de Latinoamérica (6,618 por cada millón de habitantes). Pero parece demasiado prematuro evaluar hoy la gestión del Ejecutivo chileno frente a la pandemia.
En medio del mar de incertidumbre, sin embargo, pueden vislumbrarse algunas certezas.
La economía —que venía resentida a causa de las revueltas— se pondrá por delante de cualquier otro problema. La mayor crisis económica que haya enfrentado Chile desde los años 80 podría representar un nuevo impulso para que los ciudadanos salgan a la calle, porque la pandemia, como suele suceder en épocas difíciles, ha desvelado las brechas y las inequidades no resueltas de los 40 años de democracia en que Chile cambió de rostro.
La pandemia y sus complejidades representa, por otra parte, una oportunidad impensada para Piñera, un presidente que batió récord de impopularidad en medio de las revueltas (llegó a tener 9% de aprobación de acuerdo a la encuesta CADEM, que hoy ha subido a 25%). No es exactamente un político, sino un pragmático empresario que ha sabido combinar con éxito la vida pública y los negocios. Fue reelecto en 2018 para llevar a Chile al desarrollo, luego, en medio de las revueltas, botó a la basura su programa de Gobierno y, una vez superada la fase crítica de la pandemia, probablemente se le juzgue por su capacidad para amortiguar el batazo económico que podría elevar el desempleo a 15%.
La gestión de esta pandemia podría configurarse como una oportunidad para toda clase política y el resto de las instituciones, en la que los chilenos no confían (2% cree en los partidos, 3% en el Congreso, 5% en el gobierno, según un sondeo de diciembre del Centro de Estudios Públicos). Es indudable que la realidad ha cambiado rotundamente, pero fue la institucionalidad democrática la que le ofreció a los ciudadanos la posibilidad de una nueva Carta Fundamental y la gente aceptó la oferta en medio de las revueltas. Lo ciudadanos, incrédulos, parecen no tener otro camino que confiar en medio de la pandemia y dar una oportunidad a sus dirigentes, que en Chile están en deuda de derecha a izquierda.
Rocío Montes es periodista política chilena. Escribe para ‘EL PAIS’ y ‘Diario Financiero’ de Chile, entre otros medios.