Chile, el ‘oasis’ de Latinoamérica, se está quemando

Un manifestante lanza una bomba molotov hacia la Policía en Santiago, la capital de Chile, en una protesta. Las autoridades han remprimido las movilizaciones que han dejado ya 11 muertos. (Miguel Arenas)
Un manifestante lanza una bomba molotov hacia la Policía en Santiago, la capital de Chile, en una protesta. Las autoridades han remprimido las movilizaciones que han dejado ya 11 muertos. (Miguel Arenas)

El fuego inició en el Instituto Nacional, el colegio de excelencia más famoso de Chile: el martes 15 de octubre, un grupo de estudiantes entró a la rectoría y quemó la oficina. Al día siguiente, el colectivo revolucionario Propaga LaAcción subió a Youtube un video del atentado, donde señalaba: “Esto fue por la constante represión de los pacos (policías). Lucharemos para que nos dejen de cagar”.

Otro grupo de estudiantes había abierto un perfil de Instagram, CursedIn, “para relajarse y divertirse”. En esa cuenta, después de que el 4 de octubre el gobierno anunciara una nueva alza en el pasaje de Metro, llamaron a evadir masivamente el pago del boleto. El alza no afectaba el costo del pasaje de los estudiantes, pero lo hicieron por solidaridad con sus padres. Los siguientes días muchísimos de ellos en Santiago, la capital, saltaban los torniquetes mientras gritaban: “¡Evadir, no pagar, otro modo de luchar!”.

El entusiasmo fue aumentando y los grupos radicalizados aprovecharon para realizar destrozos. El jueves 17, las autoridades clausuraron las estaciones más problemáticas y para el viernes por la tarde ya no había Metro en la capital.

Miles de personas se desplazaron esa tarde a pie por las principales arterias de la ciudad. Parecía que una gran marcha estaba en curso, pero era gente regresando a sus casas. Hasta antes del anochecer caminaron en paz, conversando entre desconocidos, quejándose mansamente.

Pero al caer la noche el fuego regresó: 20 estaciones de metro, 16 buses y el edificio de ENEL, la transnacional eléctrica, envueltos en llamas. Si el fuego fue el arma de las manifestaciones extremistas, la molestia de los pacíficos se hizo sentir golpeando cacerolas.

Poco después de medianoche, el presidente Sebastián Piñera decretó estado de emergencia y los militares se hicieron cargo del orden público. El sábado continuaron los incidentes y a las 22:00 pm comenzó a regir el toque de queda. No se tomaban esas medidas desde tiempos de la dictadura de Augusto Pinochet.

A pesar de la prohibición para circular, la madrugada del domingo 20 fueron quemados varios puestos de peajes, otros siete buses, y decenas de supermercados y locales comerciales fueron saqueados.

¿Qué ha provocado la explosión social en un Chile que, según aseguró Piñera hace apenas dos semanas, “en medio de esta América Latina convulsionada, es un verdadero oasis con una democracia estable”?

Es indudable que el aumento del precio en el transporte público es solo el detonante de una molestia mayor. Desde la recuperación de la democracia en 1990, hasta avanzada la década del 2000, el país multiplicó su ingreso per cápita y disminuyó la pobreza. La nueva clase media logró obtener bienes con los que sus padres ni siquiera soñaban y asumió compromisos de gastos, derivados de su nuevo estatus, que cualquier traspié ponía en peligro. El crecimiento económico permitió que los chilenos de la naciente democracia ignoraran la destrucción de la seguridad social que llevó a cabo la dictadura.

El crédito se volvió un modo de vida y todo funcionó hasta que la economía se ralentizó, y esa autosuficiencia que nos llevó a creernos “los jaguares de América Latina” empezó a mostrar su fragilidad.

Hoy Chile es un país carísimo para vivir. El boleto de Metro cuesta más que en Madrid. La inmensa mayoría de los chilenos se jubila con pensiones muy inferiores a su sueldo. La riqueza está concentrada en muy pocas manos. Empresas de artículos básicos han sido sancionadas por coludirse en sus ventas y los medicamentos cuestan más que en cualquier país de Latinoamérica. Cunde una sensación de abuso.

No hay hambre, pero la lógica de que solo gracias al esfuerzo individual se sale adelante y que la salud, la educación y la vejez dependen de la capacidad de compra de cada uno, ha degradado la construcción comunitaria.

La noche del domingo, tras declararse el toque de queda, aparecieron en distintos barrios grupos armados con palos para vigilar sus calles. El presidente Piñera habló en conferencia de prensa y lo primero que dijo fue: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. Y agregó sobre los manifestantes: “Estamos muy conscientes de que tienen un grado de organización y logística que es propia de la organización criminal”.

Pero aquí no hay partidos políticos que representen el descontento. Las protestas son contra el gobierno, pero no se apoyan en los partidos de oposición. Resulta absurdo pensar, como pretende Piñera, que se trata de una estrategia fríamente planeada en todos sus detalles; aunque también sería ingenuo no ver la existencia de grupos organizados en algunas acciones.

En todo caso, se trataría de agrupaciones cuyos nombres se desconocen, muy lejanas a la discusión política acostumbrada. Entrevisté al presidente del centro de alumnos del Instituto Nacional y me dijo que ahí nadie milita en algún partido conocido de la izquierda.

Los sucesos de estos últimos días muestran la inmensa desconexión entre las élites y el resto del país que las desprecia: en la última elección presidencial votó solo el 46% de quienes podían hacerlo.

Más allá de las fuerzas de orden y seguridad, se requerirá de un nuevo gran acuerdo nacional para restablecer la calma. Un ciclo de la historia chilena parece terminar de cerrarse: ya no funciona el eje democracia-dictadura, ni siquiera el de derecha-izquierda.

El modelo neoliberal, que pone la generación de riquezas a cualquier precio como prioridad, se está volviendo peligroso incluso para los grandes poderes económicos, porque no da estabilidad; las nuevas generaciones no parecen sentirse parte del país que sus dirigentes consideran motivo de orgullo. En esta carrera por el éxito, muchos terminaron quedando afuera.

El reto que viene es político. Consiste en volver a generar una idea de país que invite e involucre a todos sus habitantes. Es de esperar que, en los días venideros, una mesa amplia se reúna para darle forma. Esta historia no ha terminado.

Patricio Fernández Chadwick es escritor y periodista. Fue fundador y director de la revista chilena The Clinic.

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