Chile en manos de los pingüinos

Chile es, desde hace treinta años, el modelo económico que inspira a Latinoamérica: un crecimiento ininterrumpido y una notable continuidad estratégica durante las presidencias sucesivas del general Pinochet, del democristiano Patricio Aylwin, de los socialistas Ricardo Lagos y Michéle Bachelet y ahora de Sebastián Piñera, que dice que pertenece a la derecha moderna, una derecha que regresa tras veinte años de purgatorio. Un capitalismo de verdad, la prioridad otorgada a las exportaciones prioritarias y una cobertura social, más bien rara por esos lares, constituyen la receta liberal y latina que ha inspirado a Lula en Brasil, a García en Perú y a Uribe en Colombia.

Pero la naturaleza nunca ha sido generosa con Chile: este año ha tenido que superar un terremoto espectacular y luego ha debido salvar a sus mineros del cobre bajo la mirada del mundo entero. Queda lo más duro: los pingüinos. Ante la presión de los movimientos ecologistas, locales y foráneos (Italia, Estados Unidos), Sebastián Piñera ha renunciado a construir una central eléctrica en Barrancones, en el norte del país: la fábrica, según parece, amenazaría a una rara especie de pingüinos (llamados Humbolt) protegidos por un principio recogido en la ley chilena de biodiversidad. Sin duda alguna, Piñera pensaba seducir a unos ecologistas a priori hostiles a un presidente de derechas y que antes de resultar elegido fue un empresario capitalista. Error de cálculo: los ecologistas, legitimados por este primer éxito, han puesto sus miras en otro proyecto más importante, el complejo hidroeléctrico de Aysen, en el sur de la Patagonia.

La presa de Aysen es imprescindible para la economía chilena: el país, que carece de petróleo, gas y carbón, tiene que importarlo todo para que funcionen sus plantas geotérmicas. La energía nuclear tiene sus partidarios, pero suscita dudas en esta región expuesta a los seísmos. Los ecologistas hacen campaña en favor de la energía eólica, las micropresas en los ríos y la energía solar: el conjunto solo constituiría un complemento prescindible y costoso, cuando la electricidad ya es allí dos veces más cara que en Norteamérica. Los ecologistas se cuidan también de señalar las molestias que sus energías «suaves» causarían en los alrededores, como el estruendo de los molinos eólicos y la necesidad de unir todas estas minicentrales mediante una densa red de cables aéreos. Aparte de estas ilusiones, a Chile le quedan pocas opciones: si la capacidad de producción de electricidad no se duplica en los próximos diez años, no hay duda de que el país no mantendrá su objetivo de crecimiento del 6 por ciento anual. Las víctimas de ello serían los pobres, todavía numerosos en esta sociedad estratificada según el origen étnico, en la que las clases medias siguen siendo una minoría. A los ecologistas les da igual. Apoyan por encima de todo a los pingüinos de la Patagonia y a la naturaleza «inviolada desde el albor de los tiempos» y las «costumbres eternas» de la población local. No son más que mitos: la Patagonia siempre ha sido cultivada por colonos europeos, y la población afectada por las presas objeto de debate es de 45.000 familias, todas ellas de origen europeo y que no tienen nada de «indígena»: los pingüinos viven mil kilómetros más al sur. Los lagos que formarían la presa solo cubrirían 6.000 hectáreas, que podría decirse que son una gota de agua comparadas con la Patagonia. De ahí que los ecologistas expongan un segundo argumento: la producción de electricidad se haría en el sur, mientras que la población chilena y los centros industriales a los que hay que suministrársela están situados dos mil kilómetros más al norte. Una línea de alta tensión «desfiguraría» por lo tanto la cordillera de los Andes: «Una cicatriz irreversible», se lee en los carteles publicitarios colgados por las ONG ecologistas en Santiago.

Más allá de estos argumentos que ya se han oído en otros lugares contra unos proyectos similares, especialmente en Canadá y en Estados Unidos, hay que preguntarse quiénes son los actores en tela de juicio. La empresa Hidroaysen es un blanco ideal: es privada y capitalista, ya es dominante en Chile y cuenta con socios de capital extranjero, español (Endesa es mayoritaria en Hydroaysen) e italiano. Hasta ahora, los directivos de esta empresa, que consideran que su proyecto es técnicamente perfecto, no han sentido la necesidad de informar a la opinión pública: han cumplido las normas vigentes, ya de por sí estrictas en Chile, que obligan especialmente a realizar estudios de impacto ambiental locales. Hydroasen no había pensado demasiado en dirigirse a los medios de comunicación y a la opinión pública. Las ONG activas en Chile son más misteriosas: sus militantes proceden con mucha frecuencia de Estados Unidos e Italia. Sin duda alguna, el mito de la Patagonia tiene más calado en el hemisferio Norte que en Suramérica. El principal proveedor de fondos es un empresario estadounidense (Douglas Tompkins, el fundador de unas marcas de ropa de estilo un poco ecológico, Esprit y North Face), quien, tras hacer fortuna, ha decidido jubilarse en la Patagonia y ha adquirido allí varios cientos de miles de hectáreas. Tompkins, partidario de la «ecología profunda» (deep ecology), no oculta que prefiere a los pingüinos antes que a la humanidad y que el planeta le parece superpoblado: mil millones en lugar de seis le parece una cantidad adecuada para un «desarrollo sostenible».

Hasta ahora, parecía que ni el presidente Sebastián Piñera ni la comunidad empresarial chilena habían caído en la cuenta de que se enfrentaban a una oposición que no defiende realmente a los pingüinos y a los últimos indios de Chile, sino que los toma como rehenes. Estas ONG son variadas: hay sectas anticapitalistas que se han pasado del rojo al verde porque el socialismo ya no vende, o adeptos de un nuevo culto a la naturaleza; en ambos casos, no cabe discusión racional alguna. Pero un buen dominio de las técnicas de comunicación y la manipulación de los sentimientos románticos otorgan a estas ONG una cierta influencia entre los medios de comunicación y los hijos de la burguesía de Santiago, pero no entre los pobres de Patagonia.

Como Sebastián Piñera acaba de crear un nuevo Ministerio de Medio Ambiente, le he sugerido a la ministra, María Ignacia Benítez, muy vinculada a la biodiversidad, que incluya a la humanidad entre las especies amenazadas, y no solo a los pingüinos. También le he insinuado al presidente que se sume a un principio dictado por mi no economista preferido, el Mahatma Gandhi: cuando le proponían un proyecto de desarrollo, siempre preguntaba en qué podía mejorar o no la existencia de la mujer más pobre de India. Piñera me ha asegurado que consultaría a la más pobre de las chilenas: sin duda alguna, preferirá el futuro de sus hijos al de los pingüinos.

Guy Sorman, ensayista.