Chile: problemas en el paraíso

Todo comenzó con un alza en los pasajes del Metro y unas declaraciones del ministro de Transportes chileno, que dijo que la subida no era tan dramática puesto que la primera franja horaria, la de amanecida, seguía siendo baja. Así pues, se entendió que era cosa de madrugar y listo. Los escolares entonces invitaron a los ciudadanos a evadir el pago y dieron el ejemplo: comenzaron a entrar en masa al Metro sin pagar un céntimo.

Así comenzó todo. Lo han seguido más de 20 días en que las ciudades, comenzando por Santiago, la capital, están convertidas en un campo de batalla: barricadas, incendios, saqueos... sin que las fuerzas policiales logren, hasta ahora, imponer el orden.

Y lo que principió como una protesta por un alza seguida de un mal chiste, está convertida hoy en un reclamo de cambio constitucional. A fin de apaciguar los ánimos, el presidente Piñera –el presidente de derecha elegido por amplia mayoría hace apenas 18 meses– renunció, sin decirlo, a su programa y el martes invitó a las fuerzas políticas a suscribir un acuerdo por la paz (rechazando la violencia); por la justicia (impulsando reformas sociales); y por una nueva Constitución (elaborada por el Congreso). No será fácil que todas las fuerzas lo suscriban. Y tampoco es claro que controlen la calle.

Todo parece una escena que, a quienes conocen la trayectoria y la debilidad institucional de América Latina (donde no es raro que un presidente vaya a la cárcel o huya en helicóptero) no debiera sorprender. Salvo por un detalle: esto ocurre en el país más próspero y estable de la región, el mismo que gracias a esa fama iba a haber sido anfitrión de la APEC y de la Conferencia sobre el cambio climático.

¿Qué explica ese fenómeno que tiene a Piñera –apenas ayer triunfador, el primer presidente de derecha que lo ha sido por dos veces– sin ideas y casi sin conducta? Para saber cómo algo así pudo ocurrir y hacer alguna conjetura de cómo terminará, hay que dar un vistazo a la evolución de Chile en los años recientes.

El país ha experimentado un rápido proceso de modernización que redujo la pobreza (de 49% a menos del 9% en poco más de dos décadas); disminuyó la desigualdad (aunque más lentamente de lo que se esperaba); expandió el consumo (los malls proliferan); masificó la educación superior (los estudiantes en ese nivel se empinan hoy por el millón); y creó un amplio estrato de grupos medios (que se empina a más del 60% de la población).

Y, aunque suene sorprendente, es justamente ese nivel de bienestar, acompañado de un profundo cambio generacional, lo que con toda probabilidad ha producido el fenómeno.

El mayor bienestar material cambia las expectativas de las gentes. Boswell, el biógrafo del Dr. Johnson, consignó que este último solía decir que las sociedades no avanzan de progreso en progreso, sino de deseo en deseo. Como la realidad no se mide por ella misma, sino por los deseos que siempre van por delante, si estos cambian la realidad puede volverse intolerable aunque sea objetivamente mejor. Lo que anhelaba una sociedad con un 50% de pobres no es lo mismo que una sociedad, como es hoy la chilena, con clases medias que alcanzan casi el 60% de la población. Por eso las sociedades modernas –es el caso también de España– viven en un cierto desasosiego, en una mezcla de progreso y desilusión.

De otra parte, se encuentra el problema de la desigualdad. La desigualdad medida por el famoso índice Gini (donde el cero indica igualdad absoluta) disminuyó desde el 52,1 en 1990 al 46,6 de hoy. Bajo este indicador, Chile es más igualitario que Brasil, México, Colombia o Costa Rica (que a su lado parecen hoy una taza de leche). Y si se corrige por cohortes (es decir, se mide la desigualdad en las generaciones) se llega a la conclusión de que las más jóvenes son mucho más iguales que las viejas. Si se compara la generación nacida en 1960 con la generación de los 90, la mejora en ese indicador es de 20 puntos. ¿Por qué a pesar de esas mejoras la desigualdad sigue siendo un problema? Porque la disminución ha sido lenta y ha estado acompañada de una vivencia muy profunda de la desigualdad. La chilena es una sociedad estratificada hasta geográficamente. Basta decir dónde vive uno para conocer buena parte de su trayectoria vital. Una sociedad más ilustrada (la de hoy es la más ilustrada de la historia) se hace más intolerante a esa cultura de la desigualdad que está muy instalada en la sociedad chilena.

Y, en fin, la sociedad chilena, como consecuencia de la modernización rápida, ha visto una lenta delicuescencia de sus grupos primarios (el barrio, las parroquias, los sindicatos, la familia), los lugares donde se produce buena parte de la socialización, se orienta la conducta y se evita la anomia. Es probable que aquí esté la causa de la indudable anomia que se observa en las culturas juveniles en Chile (y, claro, en España).

¿Terminará bien todo esto? ¿Logrará la oferta presidencial del martes por la noche hacer que Chile retorne a la senda por la que venía?

Basta atender a las causas del fenómeno para saber que no, que tomará largo tiempo resolver el problema. El orden público retornará; pero, luego de las palabras presidenciales, Chile se embarcará en un proceso constituyente que tomará meses y cuyo primer escollo es el procedimiento. Mientras la mayor parte de la derecha y una parte del centro quieren que el Congreso lleve adelante el proceso, los socialistas y la izquierda de más a la izquierda (cuya votación alcanzó cerca del 20% en la última elección) presionan por una Asamblea constituyente.

Lo que subyace en ese debate no es, en realidad, una discrepancia jurídica, no es que los chilenos y chilenas estén hoy interesados por el Derecho constitucional. Lo que está en cuestión es el tipo de modernización que Chile ha llevado adelante. La izquierda quiere modificar ese proyecto modernizador alejándolo del tipo de capitalismo que hasta ahora lo inspira. Y para eso requiere una asamblea con una mejor correlación de fuerzas. La derecha –a pesar que el presidente es de sus filas– no parece tener recursos para oponerse. El presidente del martes por la noche se veía más bien débil apostando a conducir una amplia negociación, convertido en una suerte de mediador entre una fuerza social sin rostro y quienes dicen interpretarla.

Si la izquierda de más a la izquierda tiene éxito y gracias a las movilizaciones tuerce el rumbo que Chile traía, los historiadores de mañana verán confirmada una afirmación de un jurista y filósofo muy cercano a España y admirador de Donoso Cortés. Carl Schmitt sugiere que el problema del liberalismo es que olvida que al poder no se le puede juridificar, legalizar. Siempre hay un momento en que acaba asomando. Lo han dicho, con otras palabras, algunos miembros del Frente Amplio (parecido a Podemos): para hacer política hay que estar en el Congreso y, a la vez, en la calle.

Carlos Peña es rector de la Universidad Diego Portales. Ha publicado, entre otros libros, Lo que el dinero sí puede comprar (Madrid: Taurus, 2018).

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