Chile: ¿reformar o refundar?

Cuando se cumplen cuatro décadas desde el golpe militar que derrocó a Allende, Chile está en medio de un año electoral (en noviembre elegiremos a un nuevo presidente). La coincidencia de fechas invita a contrastar nuestra actual democracia con la política de aquellos tiempos. Una diferencia notoria es que entonces la izquierda y la derecha tenían discrepancias rotundas. Hasta el centro político abandonó su moderación congénita para convertirse en un tercer vértice, o bien dividirse e irse a los extremos. En los 20 años comprendidos entre la elección de Allende y la salida de Pinochet, esas inclinaciones ideológicas implicaban, además, opciones vitales enconadamente opuestas. Se decía que Chile no era un país “futbolizado”, como Argentina, pero quizás era el país más “ideologizado” de Latinoamérica.

En los 20 años siguientes, del noventa en adelante, Chile se fue despolitizando. En paralelo a su importante desarrollo económico y democrático, la mayoría se desinteresó de la política. Las ideologías que alineaban al país en bandos irreconciliables se difuminaron y entrecruzaron.

Parafraseando un verso de Borges, diré: nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de lo que hemos perdido. Sobre todo porque esas divisiones ideológicas, junto con vertebrar a la sociedad, también la desmembraban. Es cierto que nuestro debate político era más profundo e interesante. Pero también lo es que corrió sangre en Chile, se sacrificaron vidas y libertades, por causa de ideas de sociedad que se transformaron en fundamentalismos sociales.

Sin embargo, hubo una pérdida neta. Esa devaluación de las ideologías arrastró consigo a la política como práctica. La política se devaluó en Chile, a la par que en buena parte del mundo. Una muestra de esa devaluación se ve en la actual perplejidad de los políticos ante los movimientos de protesta que, desde hace unos cinco años, sacuden al país intermitentemente. Protestan los estudiantes, los habitantes de zonas cuyo medio ambiente se degrada y minorías de diversa índole. Muchos otros grupos no salen a las calles, pero también formulan importantes demandas. Los usuarios de los servicios de salud, los jubilados o quienes temen no alcanzar una jubilación digna, las asociaciones de consumidores… Todos ellos se convocan a partir de peticiones sectoriales, no ideológicas. La prueba es que lo hacen al margen de los partidos, desconfiando de ellos. Aunque luego algunos de esos partidos, los más oportunistas, intentan aprovecharse, es notorio que llegan tarde a un baile cuyo ritmo desconocen.

Aparte de representar nuestra cuota en esa indignación difusa que recorre medio mundo, las demandas sociales chilenas son propias de un país en crecimiento. Es más, son las propias de cualquier sociedad libre y próspera. En las naciones en decadencia la gente protesta para no perder lo que tiene, sus bienes o sus libertades. En los países que florecen la gente reclama para tener más. El desarrollo de Chile desarrolló también las expectativas de su gente. Expectativas no solo de bienes y servicios, también de valores como igualdad y libertad. Las nuevas y vastas clases medias han paladeado libertades e igualdades prácticas que su pobreza anterior les vedaba. Una vez degustados esos avances, se hacen también patentes sus límites y crece el deseo de ensancharlos.

Esa revaluación de las expectativas sociales choca con aquella devaluación de la política. Y el resultado puede ser una “tormenta perfecta”: un riesgo grave de populismo. En este año electoral muchos políticos, de izquierda, centro o derecha, afectados por un desprestigio que los alcanza a todos, caen en la demagogia. Compiten por ofrecer no las mejores sino las “mayores” soluciones a esas demandas sociales. La exageración reemplaza a la precisión. Incluso hay quienes buscan aumentar las expectativas mismas, “dramatizarlas”, confiando en que así crearán una nueva necesidad por su conducción y liderazgo.

Al populismo inherente de cierta derecha materialista, que ofrece solucionarlo todo con más pan y más circo, se suma ahora el de alguna izquierda reaccionaria que se desdice de su propia renovación. Vuelven a rugir los nostálgicos del rupturismo, del rompimiento total con el pasado.

El síntoma más serio se observa en la propuesta de una asamblea constituyente, para hacer las nuevas reformas que necesita la ya varias veces reformada Constitución del 80. Dictada y aprobada en tiempos de Pinochet, fue —paradójicamente— mediante esa misma carta fundamental que este fue derrotado en el plebiscito de 1988. Desde la instalación del primer Gobierno democrático, esta Constitución ha sido modificada en muchas ocasiones. En 2005, al promulgarse el último conjunto grande de reformas (58 modificaciones aprobadas por el Congreso) el entonces presidente Ricardo Lagos pudo afirmar: “Tenemos hoy por fin una Constitución democrática, acorde con el alma permanente de Chile”. De manera simbólica, esa Constitución reformada dejó de llevar la firma de Pinochet.

No obstante, el mismo Congreso que en 2005 aprobó con solo tres votos en contra esas amplias modificaciones, no pudo acordar otros cambios. Algunos mecanismos de decisión, como son los quórum muy elevados para reformar ciertas leyes de nivel constitucional, y sobre todo el sistema electoral binominal (que sobrerrepresenta a las minorías resultantes de una elección), no fueron modificados. Ahora, con el argumento de esas necesarias reformas pendientes de una parte de la izquierda, desde el Partido Comunista al socialismo más duro, promueven una asamblea constituyente que pueda elaborar una Constitución completamente nueva. Es dudoso que tal asamblea sea viable (un importante senador socialista, Camilo Escalona, dice que es un sueño de fumadores de opio). Pero lo alarmante no es el mecanismo, que puede discutirse, sino la “compulsión fundacional” que esa propuesta revela. Ya no bastaría con reformas, ahora sería preciso refundar. Preocupante, cuando incluso lo sugiere una candidata que le debe todo a la moderación, como Michelle Bachelet.

Hay que cambiar el sistema de arriba abajo, dicen algunos, interpretando así las voces de la calle. Tenemos que lavarnos del pecado original para renacer purificados, sugieren otros. Más que responder a demandas sociales concretas, tales ilusiones parecen servir a políticos que, buscando un nuevo Gobierno, olvidan sus deberes de conducción para entregarse a la demagogia.

Para quienes observan a Chile desde afuera, ese ánimo refundador podría sonar natural, considerando las desigualdades sociales y otros lastres graves que aún arrastramos. Sin embargo, los observadores desapasionados también concordarán en que uno de los rasgos sobresalientes del fenómeno chileno, que ha facilitado su éxito reciente, es la estabilidad institucional. A todos valdría la pena recordarles que este rasgo no es nuevo, ni mero fruto de las transacciones que hicieron posible la transición democrática. Desde sus inicios como república, Chile prefirió consistentemente la reforma a la ruptura. De hecho, el país ha tenido solo tres Constituciones, efectivamente aplicadas, en sus 200 años de historia independiente (lo que para estándares latinoamericanos casi parece milagro).

Sin embargo, si ahora el camino de las reformas estuviera agotado, la idea de una nueva Constitución no puede descartarse. Siempre y cuando Chile pudiera discutirla sin ánimos purificadores (por no llamarlos puritanos). Un espíritu conciliador es inherente a la discusión de una carta fundamental, pues esta debe reflejar consensos muy amplios. Pero además, en el caso de Chile, ese espíritu reflejaría un realismo político indispensable. Puesto que aproximadamente la mitad de nuestra ciudadanía ha votado siempre por la derecha en las últimas décadas, sugerir que una nueva Constitución podría cambiar al país huele a irresponsable demagogia.

Después de tanto rupturismo revolucionario (revolución en libertad, revolución con empanadas y vino tinto, revolución silenciosa) y de varias décadas perdidas en esos extremismos, el país retornó a su tradición de gradualismo y moderación activa como ruta exitosa hacia el desarrollo económico y social. Reformar le ha dado a Chile muchos mejores resultados que refundar. Quizás sería bueno tener una nueva Constitución que consagrara ese reformismo y ese gradualismo de una forma más franca y honesta. Pero sería más que penoso, trágico, volver a esas otras quimeras.

Carlos Franz es escritor.

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