Chile, su pasado y su futuro

En momentos como el presente resulta inevitable mirar hacia atrás, especialmente si la muerte del fallecido no deja indiferente a nadie. Tanto en Chile como fuera de él, Augusto Pinochet, aunque muerto, sigue desatando grandes pasiones, que oscilan entre el amor y el odio. No podía ser de otra manera, dado el largo historial de muerte y destrucción que el dictador ha dejado a sus espaldas. Ese inevitable mirar hacia atrás ha servido para que muchos chilenos, comenzando por la hija de Salvador Allende, Isabel, repitieran la letanía del nunca más: nunca más una dictadura, nunca más un golpe de Estado, nunca más apelar a la tortura y a las violaciones de los derechos humanos para resolver problemas políticos.

En la medida en que uno aspire a defender la democracia representativa de una forma consecuente, esto debe ser así, sin ningún tipo de matizaciones. Pero en ese camino, nuestro clamor por el nunca más debe ser más amplio y más exigente: nunca más vulnerar o debilitar las instituciones en aras de liderazgos caudillistas, nunca más pretender convertir mayorías relativas o cortas mayorías absolutas en palancas para transformar radicalmente a las sociedades. Y si miramos hacia América Latina, o al menos a una parte, estas peticiones no suenan tan extrañas. Por eso hay que reconocer el carácter modélico de la transición chilena, que hizo de la construcción institucional, del fortalecimiento de su sistema de partidos y de los consensos básicos en torno a ciertas cuestiones fundamentales uno de sus ejes centrales.

Es verdad que Pinochet pudo eludir hasta el final el oprobio de una condena judicial. En parte por los enormes cortafuegos que levantó mientras gobernaba, para sortear exitosamente cualquier amenaza legal, pero también por los equipos jurídicos que tuvo y a la manera torticera y cobarde con que jugó con su salud. Pero eso no sirvió para interponer una barrera de cristal entre su aura dictatorial y los jueces. El primero que empezó a percutir ese caparazón fue Juan Guzmán, aún antes que nuestro magistrado Baltasar Garzón soñara siquiera con procesar al dictador. Tras Guzmán y Garzón muchos otros jueces chilenos continuaron su trabajo y, si bien Pinochet no fue condenado por la justicia, tanto la historia como la opinión pública chilenas han emitido un contundente veredicto de culpabilidad.

En este terreno, el 16 de octubre de 1998, fecha de su detención en Londres, marcó un antes y un después. Fue el evidente comienzo del fin del dictador. Pero inclusive en esos momentos, cuando la tensión interna arreciaba, el presidente Eduardo Frei intentó gobernar para todos los chilenos, respetando la legislación vigente y fortaleciendo las instituciones. El socialista José Miguel Insulza, entonces ministro de Relaciones Exteriores, difundió la idea de «defender principios y no personas» para pedirle al Gobierno del Reino Unido la devolución del ex dictador para juzgarlo en Chile. Si Pinochet volvió a Santiago fue gracias a lo actuado (o no actuado) por los gobiernos británico y español, pero sobre todo por la voluntad, y la presión del Ejecutivo chileno, y no por las pataletas del dictador y sus defensores. Jack Straw, entonces ministro de Interior británico, dictó su resolución de puesta en libertad de Pinochet el 2 de marzo de 2000, sólo nueve días antes de que su colega Ricardo Lagos, también socialista, se instalara en el Palacio de la Moneda.

Chile recibió la noticia del fallecimiento de Pinochet a las 14,15 del pasado domingo. Hubo algunas crisis de dolor y llanto junto al descorche de numerosas botellas de champán. Hubo, también, algunas escaramuzas en un lado y otro. Sin embargo, fueron poca cosa en relación con las expectativas más tremendistas que hablaban de desbordes populares en uno u otro sentido, especialmente en la dirección inmovilista. La constatación de la normalidad indica varias cosas de cara al futuro. Primero, la sociedad chilena hace tiempo que había descontado la idea de la muerte de Pinochet y comienza a actuar en consecuencia. Esto supone otorgar plaza de mortal al dictador, pese a los esfuerzos de su equipo médico habitual por resucitarlo. Muchos de sus compatriotas han constatado que Pinochet había sido un dictador al uso, que no sólo violaba los derechos humanos y hacia gala de un profundo sentimiento antidemocrático y anticomunista, sino también robaba el dinero de todos ellos para guardarlo en cuentas secretas. Segundo, que si bien la ecuación entre el legítimo derecho de las víctimas de reclamar justicia y el también legítimo derecho de la sociedad de pasar página resulta prácticamente irresoluble, Chile está encontrando su propio camino hacia el futuro. Desde este punto de vista, la decisión gubernamental de no declarar luto oficial ni realizar un funeral con honores de jefe de Estado, sino sólo como comandante en jefe del Ejército, es más un signo de normalidad democrática y un justo castigo al pasado execrable del dictador que un premio a su conducta pasada. Y por último el hecho incuestionable de la madurez democrática de los chilenos.

Hoy Chile es una de las sociedades más estables y estructuradas de América Latina. Su sociedad y sus políticos han sido capaces de sortear exitosamente retos complicados y difíciles, desde que en 1988 se impusieron a la dictadura en el referéndum que cerró la puerta a la elección de Pinochet como presidente. Ése fue el primer paso para la formación de lo que sería la Concertación, la gran coalición de democratacristianos y socialistas que gobierna el país de forma ininterrumpida desde el inicio de la transición. Actualmente la Concertación afronta desafíos importantes que tienen que ver con su propia supervivencia como proyecto político y con el futuro del país. De la forma en que se resuelvan estas cuestiones dependerá también la vigencia de un modelo que debería ser seguido en toda la región, más allá de los recelos que genera.

Carlos Malamud, investigador del Real Instituto Elcano y profesor de Historia de América de la UNED.