Chile y el conflicto mapuche

Así como España sufrió por décadas con ETA, y más recientemente con el asunto catalán, en el otro extremo del mundo, Chile sufre con un problema interno complejo y preocupante que se arrastra por décadas. Aunque el crecimiento económico se ha atenuado, esperándose un aumento del PIB para 2019 de un 3 por ciento, Chile continúa liderando las estadísticas de desarrollo regional. Sin embargo, el incubado conflicto mapuche impide llevar tranquilidad y atraer más inversiones a la región de la Araucanía, territorio de 32.000 kilómetros cuadrados y una población actual de un millón de habitantes, controlado hasta la segunda mitad del siglo XIX por el pueblo mapuche. Durante 2018 se registraron 280 atentados de distinta gravedad, incluyendo ataques con bombas molotov a maquinaria agrícola y forestal, asaltos a mano armada a propietarios agrícolas y a colonos asentados en la zona por más de 120 años. Una centena de ONG, muchas de ellas europeas, instigan y promueven la violencia en la zona, financiando activistas de toda naturaleza. Sus demandas incluyen la obtención de un territorio propio, argumentando que esas tierras pertenecieron a sus ancestros.

Durante el Gobierno democristiano de Patricio Aylwin se aprobó en 1993 una Ley Indígena que permite al Estado comprar a sus legítimos dueños tierras para entregárselas a los «descendientes» de los propietarios «originales». El Estado chileno ha gastado, de acuerdo a cifras oficiales desde la promulgación de la Ley Indígena, aproximadamente novecientos millones de euros para adquirir unas 250.000 hectáreas, las que han sido entregadas a comunidades indígenas con determinadas restricciones a la propiedad. Estas tierras no tienen títulos individuales de propiedad, lo que dificulta que puedan venderse o entregarse en garantía para financiar operaciones comerciales. A la fecha, en Chile hay 3.213 comunidades y 1.843 asociaciones indígenas. Curiosamente, en los últimos veinte años se han constituido muchas nuevas comunidades indígenas, las que tienen acceso a tremendos beneficios del Estado. Lo increíble es que algunas de estas comunidades las componen personas sin vínculo sanguíneo con etnias originarias.

El mapudungun, lenguaje original de los mapuches, es enseñado en muchos lugares alejados del epicentro del conflicto. Se han realizado consultas públicas y sus pobladores mayoritariamente prefieren que se refuerce el idioma español o que se enseñe inglés, antes que insistir con una lengua que muy pocos hablan y que no aporta a su futuro profesional. En muchos ayuntamientos dirigidos por alcaldes de izquierda, distantes a cuatrocientos o quinientos kilómetros de donde viven los mapuches, la bandera mapuche es izada regularmente. La Justicia chilena ha sido sumamente condescendiente con los pocos encarcelados por los múltiples delitos terroristas, en los que incluso han fallecido personas producto de estos ataques reivindicatorios. La mayoría del pueblo mapuche es tranquilo y es parte integrante de la nación chilena desde hace un siglo y medio. Los activistas violentos son pocos y en la mayoría de los casos están identificados. Algunos de ellos viven en Ginebra, obteniendo recursos de organismos internacionales y de incautas multinacionales que sueñan por esta vía con lograr un mundo más justo.

Los agricultores chilenos de la zona en conflicto, muchos de ellos descendientes de alemanes arribados a Chile en el siglo XIX, han debido soportar todo tipo de atropellos a su dignidad y hoy viven bajo el temor de ataques nocturnos a sus campos, a su maquinaria y a sus familias. Muchos alemanes llegaron a Chile invitados por el Gobierno chileno de entonces, para lograr con su trabajo transformar territorios inhóspitos en campos fértiles y productivos. La defensa de la causa mapuche se ha convertido para no pocos en un negocio, cogestionado por ambientalistas, animalistas, funcionarios internacionales y asesores mediáticos. Los vínculos de algunos líderes violentos con grupos terroristas colombianos y de otros países han sido demostrados, pero pocos han sido debidamente enjuiciados.

El presidente Piñera prometió en su campaña que la paz volvería a la región de la Araucanía, pero eso no se ha concretado. Un confuso incidente, acaecido en noviembre de 2018, en el que murió un comunero mapuche tras un disparo de un policía, hizo retroceder los planes del Gobierno y el diálogo se deterioró. Hoy una gran mayoría clama por paz en la Araucanía, pero en la práctica este anhelo es difícil de alcanzar en una zona que requiere urgentemente inversión, más educación y una mejor calidad de vida para sus habitantes. La solución más racional se inclina por la derogación de la Ley Indígena de Aylwin, permitiendo que la propiedad individual sea una realidad y que los mapuches puedan emprender sus negocios y sus actividades, como todos los chilenos. También se requiere que quienes sigan apostando por la vía armada sean juzgados con el peso de la ley. Finalmente, quienes impulsan un territorio propio para los mapuches, deben entender que eso no será nunca una realidad, pues desde hace ya 150 años los mapuches se han integrado en su mayoría a Chile, con sus costumbres, sus derechos y sus obligaciones.

Andrés Montero J. es empresario y columnista chileno.

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