China como imaginario occidental

La reciente cumbre convocada por Estados Unidos con los Estados de África es un aviso y una advertencia, y, también, una cautela ante el auge imparable de la presencia de China en el continente africano. Inversiones, mano de obra a precio de saldo, jugosos tratados de cooperación, ayudas millonarias, construcción de infraestructuras, transportes, todo apunta a la profunda voluntad china de aprovechar al máximo el sinfín de riquezas naturales y energéticas que se ciernen en países aún en el embrión de Estados modernos. China lleva la iniciativa y, sobre todo, lleva el dinero, la creación de riqueza. Es cierto que ya algunos se han adelantado y califican la vasta operación geoestratégica de «neocolonialismo». Curioso en una nación que si conoce bien el colonialismo es, precisamente, porque lo sufrió por parte de las potencias occidentales hasta bien entrado el siglo XX. Hace ahora cien años China se repartía entre las concesiones occidentales: ingleses en Shanghai y Hong Kong, franceses en Kumming, alemanes en Qintao, incluso japoneses en Heloijiang (Manchuria). Pero la cuestión es que en política se juega con las cartas que reparte la realidad. Y esa realidad es la que ha alertado a los norteamericanos a no perder más fichas en el enrevesado tablero de la política y, de manera especial, en la geografía cambiante de la economía internacional.

Desde mediados de los años ochenta del siglo pasado la política de apertura al exterior, «kaige», auténtica revolución para un país que se había caracterizado a lo largo de miles de años por un aislamiento secular, ha tenido momentos claves como la entrada en la Organización Mundial de Comercio, participación en la coalición antiterrorista tras los atentados de septiembre de 2001 y la organización espectacular de los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008. El impactante desarrollo económico, el auge de ciudades como Shanghai, auténtica megalópolis del siglo XXI, la integración de Hong-Kong, la irrupción de un mundo global a través de internet –por muchas prohibiciones que las autoridades del Partido Comunista Chino quieran dictar– presentan hoy una sociedad china enormemente compleja que ya no está aislada y recogida en sus inmensas fronteras por unos dirigentes que se obstinan en mantener un sistema insostenible, al tiempo que participa, y de qué manera, en el mercado de los grandes negocios internacionales. Los recientes viajes a Iberoamérica del presidente chino, y el caudal de créditos concedidos a países que se enfrentan directamente a la política norteamericana también forman parte de esa envenenada estrategia de expansión y dominio. Ahora ya no se trata de exportar revoluciones maoístas sino de prestar sumas considerables de dinero.

Y así volvemos al viejo dilema de Oriente y Occidente. Pero con las cartas cambiadas. Las amplias geografías contrarias y complementarias vuelven a encontrarse en un momento crítico de inestabilidad mundial. Para Gerard de Nerval cada occidental tiene, tenemos, al otro lado de la invisible frontera del tiempo y los símbolos, un hermano oriental, el «feronés». El día y la noche. Que varían de uno a otro según quien sea el que contemple. Hasta ahora el relato ha sido escrito desde Europa, desde América, pero puede que el espejo se torne del otro lado. China desde Marco Polo, bien lo ha contado Jonathan D. Spence, ha sido el imaginario de la otredad. Y el estereotipo llegó hasta anteayer. Jesuitas, viajeros, escritores, políticos, diplomáticos, empresarios, comerciantes, Diego de Pantoja, Matteo Ricci, Fernao Mendes Pinto, Lord Macartney, Voltaire, Montesquieu, Leibniz, Jane Austen, Mark Twain, Pierre Loti, Victor Segalen, Franz Kafka, Ezra Pound, André Malraux, Bertolt Brecht, Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Henry Kissinger, entre tantos otros. Todos, con mayor o menor acierto y lucidez, han configurado una sala de espejos, deformantes, exagerados, fantásticos, improbables, sugestivos, delirantes. Spence: «La curiosa disposición que han tenido y tienen los occidentales, ese apetito por todo aquello que llegue de China, estuvo intacta desde el comienzo, y a lo largo de los siglos se ha mantenido igual que siempre, gracias a un flujo inagotable de ofrecimientos. El porqué haya sido así es algo que, en mi caso, sigue siendo un misterio».

Un misterio pronto a desvelarse. Porque nada indica que China, la China surgida en el último tercio del siglo XX, coincida, o acepte, la mirada de Occidente. Shanghai es la metáfora formidable de un cambio de paradigma, de una geografía más sospechada que conocida. Todo está en el comienzo. El antiguo Imperio del Centro (y la Ciudad Prohibida de Pekín en donde residía el Hijo del Cielo) conserva algo imperecedero, eterno, inmóvil, sabio y desengañado: el tiempo. O si se quiere, la serena y práctica contemplación del tiempo. El luengo paso del tiempo en un territorio de ensueños perdidos en la memoria de vastos siglos; tan vastos como el propio territorio. Quien dispone del tiempo sólo vive el presente, lo de ahora mismo, lo inmediato, un concepto circular, oriental, de la modernidad. Si el progreso es futuro, el progreso nunca existirá, si lo que cuenta es lo que ahora vale, el presente se confunde con lo práctico, la ausencia de valores permanentes. Y esa manifiesta ausencia de valores y la inveterada apología de lo práctico es la secuela actual. Esta vez, sin el anhelo de imitar lo que ocurre en el occidente de antaño, ni de hoy, sino con la mirada hacia sí misma y a la proyección hacia el exterior. Como bien han advertido las autoridades norteamericanas China ya no es el ensueño de Marco Polo, ni el sofisticado exotismo deslumbrante que admiraban Europa y América a finales del siglo XIX, ni el falso «paraíso en la tierra» maoísta, es una oscura realidad presente que busca un lugar preeminente en el reparto de los ya escasos bienes materiales. China para Occidente, estos días de agosto de 2014, ha dejado de ser un imaginario occidental para convertirse en una realidad oriental, en un competidor prudente e implacable, que sabe los pasos, justos y medidos, que hay que dar. La cuestión es si los del otro lado del espejo lo saben también.

Fernando R. Lafuente, director de ABC CULTURAL.

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