China: contención o cooperación

Por Eugenio Bregolat, embajador de España en la República Popular China de 1987 a 1991 y de 1999 al 2003 (LA VANGUARDIA, 20/04/06):

La visita de Hu Jintao a Washington tiene lugar 35 años después del viaje iniciático de Kissinger a Pekín, en julio de 1971. Éste, más el de Nixon en febrero de 1972, supusieron un giro copernicano para el orden geopolítico mundial. La China maoísta salió del ostracismo al que la habían condenado las potencias occidentales al triunfar la revolución comunista (De Gaulle se había adelantado en una década en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Pekín). El temor compartido al expansionismo soviético condujo a una alianza de facto entre China y Estados Unidos. En vez de combatir a todos los países comunistas por igual, Estados Unidos buscaba el entendimiento con uno de ellos contra otro. El interés nacional primaba sobre la ideología. Cuando Deng Xiaoping lanzó la política de reforma económica y apertura al exterior, pudo contar con los mercados, los capitales y la tecnología de EE.UU. y de todo Occidente. Los mercados exteriores, ante todo el mercado norteamericano, han sido, y siguen siendo, el principal motor del trepidante desarrollo económico chino.

A principios de la década de los noventa, con el hundimiento de la URSS y la liquidación del comunismo en Rusia, desapareció la común amenaza que sustentaba el entendimiento entre Estados Unidos y China. Clinton, que empezó su mandato con una actitud muy crítica hacía Pekín por la situación de los derechos humanos, cultivó después una buena relación con China, a la que llegó a calificar de socio estratégico. El segundo Bush rechazó este concepto, sustituyéndolo por el de competidor estratégico. China temió que los neocons norteamericanos la declararan principal amenaza,en sustitución del desaparecido peligro soviético. El 11-M del 2001 cambió de golpe el panorama: el terrorismo islámico pasó a ser para Estados Unidos la principal amenaza, mientras que China se convertía en un colaborador en la lucha contra aquél.

Pero sectores conservadores norteamericanos ven con aprensión la emergencia de China, que lleva camino de convertirse en algunas décadas más en una gran potencia económica y, como corolario, militar. Consideran que China llegará a ser un enemigo de EE.UU. y hay que tratarla como a la URSS en la época de la guerra fría, tejiendo alianzas militares contra ella y evitando su consolidación económica. Para los que así piensan, Nixon y Kissinger serían dos de los mayores ingenuos de la historia universal, al haber sacado a China del aislamiento y alentado su desarrollo económico. Esta política de contención puede crear el peligro que pretende evitar. Si China es tratada como un enemigo, se convertirá en un enemigo. No hay que olvidar que las dos guerras mundiales del pasado siglo surgieron del fracaso de las potencias europeas en encarar la emergencia de Alemania. Por otra parte, Estados Unidos encontraría muy pocos aliados para esta política; los países asiáticos, grandes beneficiarios del mercado chino y conscientes del creciente peso de China, desean mantener con ella una relación de buena vecindad.

Intereses estrictamente económicos militan hoy en EE.UU. a favor del proteccionismo, en vista de que el déficit comercial con China, unos 200.000 millones de dólares el pasado año, supone ya un cuarto del déficit total norteamericano. Bush pide a Hu Jintao equidad en el comercio bilateral. EE.UU. ve limitada su capacidad de acción al ser China el principal comprador de los títulos de su deuda pública, con más de un cuarto de billón de dólares. Pero para Washington esto no basta; es necesario que China dé pasos en campos como el estímulo de la demanda interna (creando un sistema de seguridad social), el respeto de la propiedad intelectual, la apreciación del yuan y la aplicación a fondo de los compromisos adquiridos con la OMC sobre acceso a su mercado. Una guerra comercial sería desastrosa no sólo para China y EE.UU., sino para la economía mundial. Es de esperar que la visita de Hu Jintao a Washington contribuya a evitarla.

Frente a la política de la contención (containment), la de interacción (engagement) o cooperación practicada hasta ahora, con mayor o menor entusiasmo, por las diversas administraciones norteamericanas desde Nixon es la respuesta adecuada. China, que llevaba siglos encerrada en sí misma, acepta ahora la apertura al mundo. Al integrar a China en la economía mundial, dejándola que se convierta en uno de los grandes campeones de la globalización, se promueve su apertura política: nuevas clases sociales, más de 300 millones de teléfonos móviles, más de 100 millones de internautas, cientos de miles de estudiantes en el extranjero, millones de turistas que van y vienen. El resultado es ya un país mucho más abierto que un cuarto de siglo atrás. Es posible que un día China llegue a dotarse de un sistema democrático. De ser así, sería una democracia sui géneris, pasada por el filtro de la cultura china, una democracia con características chinas, del mismo modo que el budismo adquirió en China el calificativo de chan (o zen), o el socialismo tiene también características chinas. No es seguro que el cambio económico desemboque en un cambio político, pero la única posibilidad de que éste llegue es a través de aquél.

Si, un tercio de siglo atrás, Kissinger y Nixon encontraron un país postrado por la miseria y los horrores de la revolución cultural, hoy China ha alcanzado cotas de desarrollo económico que entonces nadie podía imaginar. Todo apunta a que en otro tercio de siglo se convertirá en una gran potencia, o superpotencia, categoría a la que hoy pertenece en exclusiva EE.UU. Resultará a mediados del siglo XXI, bien una nueva bipolaridad, bien un mundo multipolar, del que formarán parte Europa, si es capaz de superar sus dudas existenciales, y tal vez otros países como India o Rusia.