China, del comunismo al consumismo

Por José María García-Hoz, periodista (ABC, 13/07/06):

EN los tres meses que van de abril a junio, los dos hombres más importantes de China, el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jibao, han realizado sendos viajes oficiales a varios países de África. Estas visitas de primer nivel fueron precedidas y seguidas por una interminable peregrinación de altos funcionarios del Gobierno de Pekín, todas con el mismo objetivo urgente: satisfacer la apremiante necesidad de petróleo y otras materias primas que siente el otrora dormido gigante chino.

Con perdón por el chiste malo, si las necesidades de un gigante siempre son gigantescas, en este caso además son crecientes, porque la economía China registra desde hace quince años un nivel de crecimiento económico sostenido como ningún otro país del mundo, de forma que hoy China acaba de ser oficialmente reconocida como la cuarta economía más grande del globo -sólo después de Estados Unidos, Japón y Alemania- y no se puede descartar que en treinta o cuarenta años dispute la primera plaza a Estados Unidos.

La aparición de un nuevo actor en el escenario de la economía mundial, y más aún si el recién llegado tiene aspiraciones de protagonista, plantea muchas preguntas de muy variada índole. De hecho, algunas cosas han cambiado en los últimos años. En el lado positivo, no se puede ignorar que si la mayor parte de los países latinoamericanos atraviesan una coyuntura económica positiva, en buena parte se debe a la creciente demanda china de materias primas. Por el lado negativo, también resulta conocido que el consumo chino de petróleo mantiene el barril de crudo muy por encima de los setenta dólares, nivel de precios que constituye una amenaza latente y permanente para el equilibrio de la economía mundial.

Esa moneda de dos caras también sirven para definir la relación entre los dos gigantes: Estados Unidos protesta -seguramente con razón- de que el yuan se mantiene artificialmente bajo y provoca un imponente déficit comercial norteamericano. Pero es la misma China -cuyas reservas en oro y divisas son las más grandes del mundo-la que financia el déficit norteamericano, comprando emisiones enteras de Bonos del Tesoro de Estados Unidos.

En cualquier caso, las incertidumbres económicas que plantea China en su relación con el mundo exterior, son bastante más pequeñas que las que suscita la sostenibilidad de su propio sistema político y económico. El espectacular progreso económico de China resulta evidente en todas las ciudades del país-continente: el skyline de Shanghai no desmerece del de Manhattan y el hervidero humano de cualquier ciudad asiática palidece ante el de un Pekín frenético por la preparación de los Juegos Olímpicos de 2008. Los 2.800 euros de renta per cápita se notan en las calles de las ciudades chinas, donde la bicicleta, aunque el principal, ya no es el único medio de transporte.

Ese florecimiento económico de la China urbana tiene un precio alto: la libertad. Vaciado de cualquier principio ideológico, el Partido Comunista gobierna con dictatorial mano de hierro todo el país, donde hasta internet es censurado. Con una impensable puesta en práctica de las ideas de algunos ideólogos de la Hoover Foundation, el Gobierno de Pekín autoriza la actividad económica privada y promociona la exhibición de riqueza, pues así se estimulará a que los más jóvenes trabajen veinticuatro horas al día, siete días a la semana, para conseguir comprar algunos de los espectaculares Maseratti que, «ready to take», se exponen en los centros comerciales de la histórica Concesión Francesa de Shanghai.

El urbanita chino tiene posibilidad de enriquecerse, y vaya si la aprovecha -treinta millones de millonarios chinos-, pero no puede manifestar sus opiniones políticas. Su creciente capacidad adquisitiva le permite optar a la compra de una buena casa, un buen coche o el último gadget electrónico japonés, pero no puede leer el «New York Times» sin que previamente haya sido revisado por la censura. Y, lo que es peor, no puede tener los hijos que quiera.

La política demográfica que aún hoy se mantiene en China resulta doblemente brutal: limita a dos los hijos por matrimonio e impide el traslado de personas y familias del campo a la ciudad. Quien no cumpla afrontará severos castigos pecuniarios, laborales, sociales y aun penales. La más reciente leyenda urbana de Shanghai cuenta el dilema del primer ejecutivo de la filial china de una corporación industrial alemana: debe optar entre despedir u obligar a abortar a una de sus directivas, que se quedó embarazada por tercera vez.

Esa inhumana ingeniería demográfica se completa con la prohibición de trasladarse del campo a la ciudad, de forma que casi mil millones de personas se ven reducidas a unas condiciones de vida equiparables a las de las zonas más pobres de África. La pobreza y la represión explican que en el inmenso país continente se sucedan en puntos aislados, con cadencia irregular pero frecuente, algunas protestas en reivindicación de mejores condiciones de vida. El Ejército reprime estas revueltas aisladas y casi siempre pacíficas, con la misma crueldad que aplicó en la plaza de Tiannanmen en 1989. Son cifras de imposible confirmación, pero las estimaciones más fiables hablan de unos 4.000 fusilamientos anuales por razones políticas.

Seguramente ese es el gran desafío de China: liberar a la población rural de las inhumanas condiciones de vida a las que está sometida. Es verdad que, con monótona cadencia, el Gobierno de Pekín aprueba la remisión de fondos para estimular la actividad económica rural, pero la mayor parte del dinero se queda entre las manos de la corrupta burocracia regional/local, a la que solo ocasionalmente se le aplica la ley porque la corrupción es, dentro de las Administración china, un cáncer generalizado, de imposible erradicación mientras no exista una genuina vida democrática, en la que la práctica de la libertad de expresión no comporte un riesgo cierto de persecución y muerte.

Dualidad económica y dictadura política: esos son los verdaderos talones de Aquiles de un país gigantesco que ha convertido el comunismo en consumismo pero que, fuera de la parte económica, se niega a reconocer los derechos humanos de sus 1.300 millones de habitantes.