China, dos hombres y un destino

El Congreso que recientemente ha clausurado en Pekín el Partido Comunista de China (PCCh) presenta como paradoja el haber dejado abierta la sucesión del actual líder Hu Jintao. Las expectativas, fundamentadas en la demostrada habilidad de Hu para ganar posiciones internas y en la amplitud de la remoción pre-congresual vivida en muchos escalones del aparato estatal y partidario, apuntaban a una exhibición sin paliativos de su liderazgo. Pero no ha sido así. Cierto es que nadie parece cuestionar su posición arbitral ni tampoco el giro que ha impuesto en la política china, pero en la nueva cúpula subsisten apreciables influencias de figuras como Jiang Zemin, Li Peng o Zeng Qinghong, todos ellos cabezas visibles de facciones y grupos de interés que, por otra parte, no pueden dejar de existir en un partido que agrupa, bajo un mismo manto, a más de setenta millones de miembros. La jubilación del vicepresidente Zeng Qinghong no equivale a que Hu pueda hacer y deshacer a su antojo.

El liderazgo chino actual comparte, en lo fundamental, una clara unanimidad en torno al proyecto de reforma promovido por Deng Xiaoping a finales de los años setenta. En la fase actual, esa convergencia opaca cualquier peligro de división grave que, aprendiendo de las lecciones del pasado, el liderazgo siempre tratará de evitar a toda costa. Pero descartando pasos atrás, se dibujan dos escenarios futuros posibles, que bien podrían encarnar las dos figuras emergentes de la nueva cúpula: Xi Jinping y Li Keqiang.

Sabido es que China entra en una etapa de cambios importantes en una situación internacional muy fluida. Los propios dirigentes chinos asumen que en torno a 2010, es decir, dos años antes del próximo Congreso, una vez superados los Juegos Olímpicos y la Expo de Shanghai y a las puertas de unas nuevas elecciones presidenciales en Taiwán, podría concretarse un momento crítico. Del buen o mal manejo de las claves de dicho tiempo, junto a la confirmación fáctica de las intenciones anunciadas en este Congreso respecto a la justicia social o el impulso tecnológico y la evolución de las relaciones con EE UU y otros actores internacionales decisivos, podría depender la irreversibilidad de la recuperación de la grandeza perdida que China anhela como agua de mayo.

A Xi Jinping, que ha vivido en primera persona los destructivos impulsos del maoísmo y conoce bien las interioridades de la vida cortesana debido a los elevados puestos ejercidos por su padre, Xi Zhongxun, viceprimer ministro y purgado político -una figura que goza de gran respeto hoy día-, probablemente no le importaría desprenderse poco a poco de buena parte del sambenito ideológico en que descansa la legitimidad política de los actuales dirigentes, incluida la suya propia. El ya ex jefe del Partido en Shanghai, Xi, un "príncipe rojo" hasta hace muy poco menos conocido que su propia esposa -la cantante folclórica y general mayor del Ejército Popular de Liberación, Peng Liyuan, quien a los dos días de confirmarse el ascenso de su marido ya paseaba su currículo en las páginas de sociedad de las webs oficiales chinas-, curtido en la gestión de provincias costeras como Fujian o Zhejiang, donde la economía privada y el contacto con el exterior han asentado una fuerte capacidad de interlocución internacional es, ante todo, un gestor eficiente y usufructuario de un lenguaje homologable. De un reformismo más atrevido en virtud de esa trayectoria más volcada sobre las oportunidades existentes en el ámbito internacional que sobre el lastre que supone el subdesarrollo del interior del país, Xi está hoy más próximo a Jiang Zemin o Zeng Qingong que a Hu Jintao, aunque otras fuentes destacan su hipotética independencia y capacidad de integración como principal baza para consolidarse como figura arbitral y de compromiso.

El perfil de Li Keqiang es algo diferente. El más joven de los miembros del Comité Permanente es de origen humilde y su primera escuela ha sido la experiencia de trabajo en una comuna en los difíciles primeros años setenta, cuando la Banda de los Cuatro celaba por guardar las esencias del maoísmo. Su trayectoria política se afirmó en la Liga de la Juventud Comunista, la base política y principal vivero de cuadros de Hu Jintao, asumiendo cargos de responsabilidad en provincias relativamente próximas a la costa pero menos desarrolladas y más pobladas como Anhui o Henan, o con graves taras como la norteña Liaoning, base de la mastodóntica industria pesada del maoísmo, donde impulsó un intenso y exitoso proceso de reconversión. Li, al igual que Hu Jintao, comulga a ciegas con el objetivo de afirmar una vía propia para China, haciendo hincapié en la singularidad de su civilización, de su cultura y también de su proyecto político.

Hu Jintao no ha tenido, ni probablemente tendrá en el futuro, la autoridad suficiente para imponer a su preferido por las buenas, como sí pudo hacerlo Deng Xiaoping. La cultura que se impone es otra. Es verdad que esta puja podría resolverse en parte por vía natural, habida cuenta de la avanzada edad de figuras como Jiang Zemin o Li Peng, a quienes Hu ha debido devolver ahora su apoyo de 2002, cuando le respaldaron a sabiendas de que no era de los suyos. Pero cuando en el informe al Congreso resaltó la importancia de propiciar una mayor democracia intrapartidaria, estaba apelando también a la necesidad de avanzar en la definición de una institucionalidad que mantenga a raya las tensiones internas en momentos de cambio, pactando un modus operandi civilizado que garantice tanto la indispensable unidad como la expresión de la inevitable pluralidad que no sólo gana espacios en la sociedad china sino que proyecta sus reflejos cada vez con más intensidad en el propio PCCh. Las elecciones abiertas de secretarios del Partido están a prueba en Sichuan, Hubei o Chongqing. ¿Podrá ocurrir lo mismo con los máximos dirigentes?

El mayor reto del actual liderazgo chino es encontrar un mecanismo estable que renueve una legitimidad que no puede basarse ya ni en haber participado en la Larga Marcha ni en el "flechazo" de un admirado dirigente de visita en provincias y que podía imponer su criterio sin que nadie rechistase. Cuando Hu Jintao afirmaba en este Congreso que los procesos electorales internos deben mejorarse estaba urgiendo la importancia de reducir el papel de las intrigas y robustecer la participación política de la propia militancia y la sociedad. Hu ha decidido convertir el propio PCCh en el laboratorio experimental de su proyecto de alcanzar una forma de democracia política que, al igual que ocurrió en el ámbito de la economía, se adapte pero se distinga de las tendencias contemporáneas y con la capacidad creativa suficiente como para utilizarla en beneficio propio, es decir, garantizando la condición hegemónica del PCCh. ¿La cuadratura del círculo? Su punto de partida es muy sencillo: si puede existir un mercado controlado por el Partido, ¿por qué ser de mente tan estrecha como para imaginar que, hilando fino, no puede haber una democracia controlada por el Partido? Y haríamos mal descalificando a la ligera su ingenio.

Los años venideros serán decisivos para definir el destino de China. A salvo de errores de los candidatos en liza, que por pequeño que sea se pagará muy caro, asistiremos a un vivo proceso en el que, formalmente, todos manifestarán su lealtad al proyecto denguista pero, progresivamente, se irán decantando opciones de futuro que tendrán en común el mismo deseo de hacer de China un país grande y poderoso, si bien, en su madurez y con otras demandas en la agenda, podrán disentir en los ritmos, intensidad y prioridades internas y exteriores, lo que bien podría conformar un doble futuro para un renovado Imperio del Centro que, pocos lo dudan ya, está de vuelta entre nosotros.

Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI) y autor de Mercado y control político en China, La Catarata, 2007.