Cuando el monje budista Hui Lin llegó a Hangzhou esperaba un cálido recibimiento por parte de sus habitantes, igual que el de sus hermanos en el norte. Sin embargo, los ciudadanos de aquella ciudad del sur, mayoritariamente taoístas, le consideraron casi un heraldo del diablo.
Hui Lin paseaba su disgusto cuando descubrió un lugar lleno de calma a pesar de estar incrustado en la ruidosa capital de la provincia de Zhejiang: el lago del Noroeste. Impresionado por la belleza y exuberancia de su naturaleza, recorrió la ribera de aquellas aguas que se le antojaban mágicas porque eran capaces de devolver la serenidad a un entorno caótico e inquietante.
Al noroeste del lago se alzaba una gran montaña, protegida a su vez por una colina agazapada en el cauce de un riachuelo. Al verla, Hui Lin supo que su viaje misionero desde India terminaba allí, porque aquella colina, plagada de barrancos y cuevas, era la misma a cuya vera se había criado, a miles de kilómetros. Por ello, la bautizó como “la colina voladora” y se quedó a vivir en ella sin ser molestado por nadie.
Con el tiempo, el desprecio de sus vecinos pasó a convertirse en convivencia, incluso en devoción cuando el monje descubrió que la colina había sido habitada por los ocho inmortales del taoísmo. Tal descubrimiento impulsó una demanda popular para construir un lugar de oración, que se denominó Linying o “escondite de los inmortales” y que pronto pasaría a conocerse como “el templo del alma escondida”.
El templo de Hui Lin, un lugar de confraternización entre el budismo y el taoísmo, es uno de los más famosos de China, donde actualmente apenas un 30% de la población practica alguna de las cinco religiones que son permitidas oficialmente por el Gobierno de la República Popular: budismo, taoísmo, islamismo, catolicismo y protestantismo.
Sin embargo, la religión mayoritaria entre los jóvenes orientales es el consumo de marcas occidentales. No hay mayor icono que el iPhone (blanco, por supuesto), ni mayor objeto de deseo que una berlina alemana (que se comercializa con una L aunque no sea su versión larga porque los chinos ahora lo quieren todo grande).
El capitalismo, en su versión más popular, se ha democratizado en un país que es gobernado por una nomenclatura formalmente comunista. De hecho, China cuenta ya con más de un millón de millonarios, personas que tienen más de 10 millones de yuanes (1,3 millones de euros al cambio) en activos líquidos, enriquecidos en su mayoría al amparo del fuerte aumento de los precios en el sector inmobiliario y la inversión en renta variable, dos potenciales burbujas especulativas que el Gobierno intenta controlar con escaso éxito.
El Fondo Monetario Internacional predice en su informe Perspectivas económicas de abril de 2012 que la economía china, ponderada con el criterio de paridad de poder adquisitivo (mide el poder de compra en distintos países atendiendo al PIB per cápita corregido por el coste de la vida), adelantará a la de EE UU en cinco años. El producto interior bruto (PIB) de China pasará de 11,2 billones de dólares en 2011 a 19 billones en 2016, mientras que el estadounidense se incrementará de 15,2 a 18,8 en ese mismo periodo. Si a esta visión incorporásemos el déficit fiscal de EE UU, por el lado negativo, y la disponibilidad de reservas de China, en el positivo, el país más grande y poblado del mundo es actualmente también la primera economía, desde luego la más dinámica y expansiva.
La progresión de China es espectacular en prácticamente todos los indicadores. En el ámbito tecnológico, por ejemplo, desde comienzos de 2012 el país asiático es ya el primero en número de activaciones de móviles con sistemas operativos iOS y Android, y superará en breve a EE UU en smartphones. Y en el del consumo, las ventas de vehículos superaron los 13 millones de unidades en 2012, más que en todos los países de la zona euro.
El gran talón de Aquiles de este crecimiento es el mismo que aqueja al capitalismo: la desigual distribución de la riqueza. Según el informe del banco HSBC El mundo en 2050, la economía china, que será entonces un 10% más grande que la de EE UU, supondrá una renta de 17.372 dólares per cápita, menos de la tercera parte que la de un norteamericano o la mitad que la de un español. Esta desigualdad será más acusada aún en India, segunda economía del mundo para esa fecha. Sus nacionales apenas superarán los 5.000 dólares anuales.
En esta misma zona de sombras se sitúan el grave déficit de libertad y el tremendo avance de la corrupción. El primero no preocupa con exceso a las clases populares, cuya principal ocupación es aprovechar las oportunidades que brinda el crecimiento económico. El segundo sí es percibido como una gran amenaza y se suma a las carencias éticas de un país arrasado moralmente por la denominada Gran Revolución Cultural Proletaria emprendida por el régimen de Mao Zedong a partir de 1966. Una revolución que redefinió los programas de estudios para primar la enseñanza de dogmas ideológicos sobre materias intelectuales y científicas, consideradas burguesas; que creó los campos de reeducación, aún hoy en funcionamiento, o que consideró como reaccionaria cualquier manifestación cultural que no fuese una exaltación de la figura de Mao. Hasta la tumba de Confucio en Qufu sufrió las iras de los guardias rojos que velaron por el estricto cumplimiento de aquel rearme ideológico comunista y su consiguiente desarme moral.
La población china, sobre todo la urbana, deposita sus esperanzas en la lucha contra la corrupción reinante en el poder político comprometida por el nuevo presidente, Xi Jinping. En su toma de posesión como líder del comité permanente del Buró Político del Partido Comunista Chino, acaecida en noviembre del año pasado, Xi aceptó el desafío de su antecesor, Hu Jintao, quien le pidió que “haga limpieza” en la casa china “podrida” por la corrupción. Aunque muy indirectamente, respondían así ambos al ruido externo e interno generado por la investigación realizada por el diario The New York Times acerca de la fortuna de más de 2.000 millones de euros acumulada y ocultada por la familia del primer ministro Wen Jiabao.
La ausencia de libertades democráticas, la llamada del dinero al calor del impresionante despegue económico y la debilidad del sustrato ético configuran una sociedad cuyo sistema de valores es actualmente un crisol de tradiciones históricas y ambiciones modernas, una amalgama de cultura milenaria e impulsos cotidianos ligados a la sociedad de consumo. En este contexto, los chinos buscan su identidad colectiva entre las contradicciones que genera la convivencia entre el comunismo oficial y el capitalismo popular, entre su rica cultura e historia y el acelerado discurrir del presente, entre valores y deseos.
Las dudas que toda encrucijada produce tal vez expliquen la escasez de marcas propias. Es difícil crear una marca cuando el alma permanece escondida y no se manifiesta con nitidez. Sin embargo, la economía y la cultura chinas disponen de los recursos y las herramientas necesarias para desbordar a su exitosa marca blanca made in China.
La creación de una marca requiere un producto que responda a las expectativas, una proposición de valor, creatividad para diferenciarse y recursos para su promoción. China es hoy la primera fábrica del mundo, lo cual acredita su capacidad productiva. Y de sus fábricas no solo salen productos de discutible calidad, sino también muchos de los que se sitúan en la cúspide del deseo consumista. El iPhone 5, por ejemplo, se ensambla en China, aunque en su producción realiza un viaje de ida y vuelta 32.341 kilómetros desde la sede de Apple en Cupertino (California), donde se diseña y distribuye, pasando para recoger piezas por Reino Unido, Alemania y Corea del Sur.
La proposición de valor es una combinación de calidad en el producto y el servicio, alineada con la expectativa que alimente la marca. China atesora suficiente creatividad para dotar de alma a sus productos. Y, desde luego, no le faltan recursos económicos para comprar esa creatividad e invertir en la promoción de sus etiquetas. El gigante asiático tiene algo más: un enorme mercado interior en expansión.
Hisense, ZTE, TCL, Huawei y Haier son ejemplos incipientes de un proceso de desarrollo de enseñas propias que deberá reproducirse más allá del sector de la tecnología para facilitar la comercialización de productos chinos hechos en China. Un país de 1.300 millones de habitantes, capaz de proteger su imperio con una muralla de 6.000 kilómetros o de haber inventado la pólvora, no puede permitirse el lujo de mantener su alma-marca escondida. Bien cierto que el abandono del comunismo y el avance de las libertades facilitarían el despertar.
José Manuel Velasco es presidente de la Asociación de Directivos de Comunicación (Dircom).