China, la última profecía

Viejo y nuevo mundo. Shanghai, en la orilla del antiguo barrio colonial. El viajero contempla un panorama insólito. Primer plano: cruza el río un junco desvencijado, a punto de hundirse por el peso de la carga de madera. Como telón de fondo, el «skyline» más espectacular del planeta. Cuando China despierte... rumiaba Napoleón. Ya está despierta. El eje geopolítico se desplaza desde el Atlántico al Pacífico, mientras los guardianes del terruño procuran que los españoles perdamos el tren de la historia. No les vamos a dejar. Así que hablaremos de China, a propósito del XVII Congreso del Partido Comunista en el inhóspito Palacio del Pueblo de Pekín. Los rascacielos, la obra colosal de las Tres Gargantas, el ferrocarril ultramoderno hacia el Tibet... Por contraste, el arraigo del espíritu tradicional en una sociedad atrapada por la eterna regla confuciana: «transmito, no innovo». Por eso decía Hegel que China es literalmente un «pueblo sin historia». Espacio, en cambio, no le falta al Imperio del Centro, desplazado a la periferia del mundo y dispuesto ahora a recuperar la hegemonía. La guerra del opio, cerrada con un tratado humillante, la ocupación japonesa de Manchuria y otros múltiples fracasos siguen presentes en forma de rencor y resentimiento. Mucho cuidado en este terreno.

El maoísmo y la retórica revolucionaria quiebran para siempre en Tiananamen, en la madrugada del 3 al 4 de junio de 1989, el año de la caída del Muro. La utopía engañosa deja paso al hedonismo teñido de nihilismo, el más peligroso estado de espíritu, según explica Jiwei Ci en un libro imprescindible. Mucho más sólido, por cierto, que esos manuales de autoayuda para occidentales con prisas, tipo «from Mao to market» o «Adam Smith in Beijing». Los economistas ofrecen datos asombrosos sobre crecimiento, balanza comercial y sector exterior. Sin embargo, no se ponen de acuerdo: unos dicen que en 2050 será la primera economía del mundo y otros anuncian un colapso inminente. De momento, interfiere en el sistema financiero americano, inunda el mercado de manufacturas textiles y bate las alas de la mariposa global que provoca crisis en el otro extremo de la tierra. De paso, destruye un medio ambiente que nunca sale bien parado en los procesos de acumulación capitalista. Pero los «verdes» no juegan en China, y siempre quedan hermosos parques naturales para enseñar a los turistas complacientes. Como siempre, casi todos están dispuestos al elogio admirativo ante el exotismo real o virtual, vieja querencia europea ante cierto tipo de despotismo más o menos ilustrado.

Vamos a la política. En buena teoría, comercio libre genera clases medias y éstas quieren democracia, a corto o medio plazo. Existe un vínculo indisoluble entre libertad y propiedad, eso mismo que la izquierda llama hoy día «pensamiento único». Tal vez sea así, pero de momento el modelo sigue su camino: desarrollo económico, fractura social, régimen autoritario. Las clases dirigentes no están dispuestas a cambiar los hábitos seculares, a medio camino entre la represión y el paternalismo. Libertades, cero. Ni el Dalai Lama ni el Vaticano tienen razones para confiar en la apertura religiosa que proclaman las autoridades. Censura y restricciones en internet. Corrupción, abusos y ejecuciones, a veces sumarias. La oposición sufre todo género de penurias, como relata con buen estilo Guy Sorman en un libro reciente. China construye «su propio tipo de democracia», aseguró Hu Jin Tao en Pekín, ante George W. Bush, el 20 de noviembre de 2005. Lo acaba de confirmar el Congreso del partido único. Sociedad armoniosa, crecimiento científico, ascenso pacífico...: los chinos son estupendos para llamar a las cosas por otro nombre. Ahora prometen seguridad social, equilibrio entre campo y ciudad y un poco más de propiedad privada. Mientras tanto, el líder refuerza su poder personal y aparta a la vieja guardia. Los especialistas interpretan ausencias y presencias, silencios y sonrisas, resquicios del poder hermético. Nada nuevo bajo el sol.
Política exterior. El victimismo ya no existe. China actúa como una gran potencia inteligente y transmite una imagen moderada y sensata. La verdad oficial se llama «peaceful rising», ascenso pacífico, que predica por nuestro mundo académico Zheng Bijian, teórico del régimen. En síntesis: nuestros desafíos son la economía y el medio ambiente; nos interesa la coexistencia y rechazamos el expansionismo; hemos superado la mentalidad de Guerra Fría. Henry Kissinger, un «realista» bien dispuesto hacia la cooperación, lo explicaba hace poco en ABC. China persigue la debilidad psicológica del adversario: paciencia, estudio, acumulación de matices. Nunca se arriesga en un enfrentamiento a todo o nada. Tal vez, pero la realidad demuestra el rechazo a Japón en todas partes y a los Estados Unidos donde y cuando conviene. Pekín no cede ni un milímetro en sus intereses territoriales, ya sea en el Tíbet o en Taiwan. Apuesta por el control a distancia del África ignorada por una Europa miope. Crecen los gastos en defensa; a veces, hasta el 17 por ciento anual. La Constitución utiliza la retórica multinacional, pero la etnia dominante se impone sin matices sobre las cincuenta nacionalidades reconocidas. Hong Kong y otros ejemplos de «un país, dos sistemas» son una buena anestesia para una realidad inapelable.

Habla otro clásico, Augusto Comte. China espera desde hace siglos esa «religión universal» que debe surgir en Occidente. Saltaría así, sin etapas intermedias, desde el estado «primitivo» al «positivo», el reino de la tecnología aplicada a las masas invertebradas, hijo predilecto de la mentalidad politécnica. Esa religión no era, por suerte, el marxismo, ni siquiera en la versión autóctona de Mao. A pesar de los jesuitas, nunca lo fue el cristianismo, desplazado a los márgenes del sistema como bien refleja esa fachada barroca sin edificio que guardar de la catedral de Macao. Acaso podría ser el nuevo hedonismo de rasgos epicúreos, nuestra «revelación» posmoderna, propia del pensamiento débil. Por supuesto, estará marcada por las querencias nacionalistas y los modales tradicionales, muy alejados del espíritu aséptico de la globalización. Adaptando al maestro Díez del Corral: Japón fue protagonista del rapto de Europa, hace ya medio siglo largo; China lo será, creo, del nuevo rapto de un mundo occidental que padece su propia fiebre helenística. ¿Vamos a despertar a tiempo? Pronóstico de Ortega: cuando veamos una coleta asomar por los Urales... Los mandarines, claro, ya no llevan la coleta que impuso la dinastía Qing. Tampoco viajan en caravana, sino con sus líneas aéreas, no todas de bajo coste. Volverán a tener hijos. «Yi ge hao», «con uno basta»: la campaña de control de natalidad les permite cerrar por ahora el balance en mil cuatrocientos millones de personas. Por supuesto, su lengua es la más hablada del mundo.

Congreso al modo chino. Más de 2.500 delegados. Secretos inacesibles. El Palacio del Pueblo tiene mucho que envidiar en materia de arquitectura a la cercana Ciudad Prohíbida, pero comparten una falta absoluta de transparencia. De nuevo Shanghai. Joven ejecutivo, tal vez ingeniero o auditor, acaso analista financiero, toma el moderno suburbano bajo el río, camino de la oficina. Vive como sus iguales en Nueva York,Londres o Madrid. Comparte valores posmaterialistas y artilugios electrónicos. Le gustan las barbacoas y la Fórmula 1, y se siente también «solo en la bolera». ¿Piensa lo mismo que ellos? En concreto, ¿tiene interés por votar en unas elecciones políticas? La respuesta a una pregunta tan sencilla puede determinar el futuro de la democracia constitucional. Nadie lo sabe, pero yo me temo que... Mejor lo dejamos. Este oficio es poco agradecido con los profetas desarmados.

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas.