China no tiene una salida fácil de la política de ‘cero covid’

Un trabajador sanitario en un barrio de Shanghái en confinamiento. The New York Times
Un trabajador sanitario en un barrio de Shanghái en confinamiento. The New York Times

Los líderes de China están ante un dilema peligroso. Su obsesión por eliminar el coronavirus ha evitado que el país tenga las tasas pandémicas de mortalidad sufridas por otros países grandes, pero a un costo muy alto: el grave daño social y económico que condujo el pasado fin de semana a las protestas más grandes contra el gobierno en varias décadas.

La severa política de tolerancia cero contra la covid impulsada por el presidente Xi Jinping ya no es sostenible, y este se enfrenta a la difícil disyuntiva entre suavizar las restricciones, lo que podría provocar muertes en masa, y mantener un enfoque impopular que está llevando a la sociedad China al límite.

La determinación del gobierno, al parecer asustado por las inusuales manifestaciones en varias ciudades, podría estar flaqueando. Unos días después de las protestas, la vice primera ministra, Sun Chunlan, la zarina de China de la covid, pareció anunciar el fin del enfoque “cero covid” cuando dijo el miércoles de la semana pasada que habría una nueva estrategia de forma inminente. Como si les hubiesen dado la señal, algunas grandes ciudades empezaron a deshacerse de algunas medidas pandémicas clave, y se prevé que otras seguirán sus pasos.

Sin embargo, la salida de China de este atolladero de políticas de salud está plagado de peligros.

Al principio, el inflexible enfoque del gobierno parecía funcionar. Poco después de que el virus surgiera en Wuhan a finales de 2019, China lo mantuvo controlado con estrictos confinamientos mientras se propagaba a nivel mundial. Herido por las acusaciones, como las del presidente Donald Trump, de que China había desatado la pandemia en el mundo, y ansioso por prevenir el resurgimiento del virus, el Partido Comunista de China redobló sus esfuerzos. Invirtió ingentes recursos en la realización de pruebas, desarrolló una vasta infraestructura de rastreo y cuarentena de alta tecnología y cerró ciudades enteras. Los brotes pequeños se eliminaban con rapidez y se mantuvieron unas tasas de contagio sumamente bajas.

Sin embargo, cuando surgieron variantes altamente contagiosas y difíciles de contener, como la delta y ómicron, China no tuvo una vía de salida.

La presión severa que la pandemia impuso al sistema sanitario estadounidense no les pasó desapercibida a las autoridades en Pekín, que eran muy conscientes de la debilidad de su propia infraestructura sanitaria, infradotada de fondos e insuficientemente equipadas, y del envejecimiento de la población china.

Pero cercar a la población china solo aumenta su vulnerabilidad e inhibe la inmunidad que se adquiere con el contacto con el virus. Se lanzó una campaña de vacunación a finales de 2020, pero la eficacia de las vacunas chinas es relativamente baja, en especial contra las variantes como la ómicron, y todavía falta que Pekín permita la importación de vacunas extranjeras. Al mismo tiempo, las bajas tasas de contagio generan una falsa sensación de seguridad, lo que disminuye los incentivos para vacunarse: 9 de cada 10 chinos se han vacunado, pero menos de la mitad de las personas con 80 años o más se han puesto la dosis de refuerzo, por lo que millones de personas mayores están infravacunados.

Las políticas chinas han creado un bucle de retroalimentación: la supresión del virus redujo el impulso por vacunarse de las personas mayores, lo que mantuvo bajos los niveles de inmunidad, por lo que se hace más necesario el enfoque de tolerancia cero.

Desde el principio, el propio Xi se vinculó al éxito de la política de “cero covid”, que ensalzó como prueba de la superioridad del autoritario sistema chino. Sin ir más lejos, en octubre lo calificó de “guerra sin cuartel del pueblo”. Cuestionar a un líder todopoderoso era un tabú político, en especial en vísperas del congreso del Partido Comunista de octubre, donde Xi se aseguró un tercer mandato. Por lo mismo, no se hizo ningún intento serio de preparar un plan de transición de la política de “cero covid”.

Sencillamente, China no puede erradicar variantes como la ómicron. La semana pasada, la prensa informó de que los nuevos casos diarios se cuentan ahora por decenas de miles, y del rastreo y puesta en cuarentena de millones de contactos estrechos. Los centros temporales de Pekín para atender los casos de COVID-19 ya están al 80 por ciento de su capacidad. Según los propios datos del gobierno, la inmensa mayoría de los casos son asintomáticos. Encontrarlos a todos requiere una cantidad bastante mayor de pruebas, rastreos y cuarentenas en un momento en el que los gobiernos locales experimentan una grave presión financiera por los gastos ocasionados por la campaña de “cero covid” y su papel en la desaceleración de la economía.

La contención de la COVID-19 ha dependido en gran medida de que la población china aceptara el relato oficial, pero, como han demostrado las manifestaciones, el apoyo popular se está disipando con rapidez a medida que se agota la paciencia.

En vez de destinar más dinero a la estrategia de “cero covid”, los dirigentes chinos deben cambiar con urgencia su enfoque. Deberían ampliar rápidamente el acceso a unas vacunas más eficaces —incluidas las extranjeras— que apunten a la variante ómicron y a los fármacos antivirales; lanzar una campaña de vacunación a nivel nacional (las autoridades dijeron el mes pasado que en breve se le dará un nuevo impulso); limitar la hospitalización a los casos más graves para reducir el estrés del sistema sanitario; y prescindir de la retórica alarmista de la “guerra del pueblo” y emplear en su lugar un discurso que refleje la realidad de que la COVID-19 puede ser poco más que una infección del sistema respiratorio para muchas personas sanas y vacunadas. Habría que hacer todos estos cambios con delicadeza, dada la profunda inversión política de Xi en la estrategia de “cero covid”.

Pero aún se desconocen las intenciones del gobierno. Solo dos días antes de sus conciliadoras declaraciones recientes, Sun ordenó a las autoridades que están gestionando un brote en la inmensa ciudad de Chongqing “lanzar una guerra sin cuartel” para “llegar a la covid cero”. El viernes de la semana pasada, People’s Daily, un medio del Partido Comunista, apuntó a una política más relajada, pero reincidió en las expresiones belicosas, como “ganar la batalla” contra la pandemia.

Las próximas semanas serán cruciales. La presión pública y económica para relajar las medidas se está acumulando sobre las autoridades locales que están en la primera línea de la crisis. La falta de unas directrices claras de Pekín podría llevar a una reapertura apresurada y caótica y a un aumento de los contagios. Esto es lo que sucedió el mes pasado cuando la suavización de ciertas restricciones sembró la confusión y contribuyó al reciente repunte de los casos.

China ha declarado oficialmente solo 5233 casos de muertes por COVID-19, frente a más de 1 millón en Estados Unidos, las casi 690.000 en Brasil y las más de 530.000 en India.

Aun así, un brote a nivel nacional, en este momento, podría ser nefasto. Si una cuarta parte de la población china se contagia en los primeros 6 meses después de que el gobierno haya bajado la guardia —un ritmo en consonancia con el experimentado por Estados Unidos y Europa con la ómicron—, China podría acabar con una cifra estimada de 363 millones de contagios, unas 620.000 muertes, 32.000 ingresos diarios en las unidades de cuidados intensivos y la posibilidad de una crisis social y política.

Tres dolorosos años de lucha contra el coronavirus podrían haber resultado en vano, y poner a China en la peor de las situaciones, que con tanto esfuerzo había tratado de evitar.

Yanzhong Huang es miembro sénior para salud global del Consejo de Relaciones Exteriores y profesor de la Escuela de Diplomacia y Relaciones Internacionales de la Universidad Seton Hall. Es autor de Toxic Politics: China’s Environmental Health Crisis and its Challenge to the Chinese State.

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