China silencia su década ominosa

«La revolución cultural acabó como había comenzado, con un golpe de Estado contra una banda de cuatro. Pero eran golpes distintos: en 1966, un golpe político; en 1976, uno militar». Así resumen los sinólogos Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals en su libro La revolución cultural china (Crítica, 2009) la década ominosa que convulsionó a China, causó cientos de miles de muertos, decenas de millones de represaliados y colocó el país al borde de una guerra civil. Hoy, 50 años después, sigue siendo una mancha indeleble de la que ni el Gobierno ni quienes la sufrieron quieren hablar. De aquellos excesos ideológicos se deriva el ansia actual por acumular riquezas.

Hay discrepancias sobre la fecha de inicio. La oficial es el 8 de agosto de 1966, cuando el comité central del Partido Comunista Chino (PCCh), presidido por Mao Zedong, adoptó la resolución «sobre la Gran Revolución Cultural Proletaria». Sin embargo, muchos la sitúan en el 16 de mayo, en una circular interna contra los burgueses y revisionistas infiltrados en el partido, y otros, en la aparición en la Universidad de Pekín, el 25 de mayo, del primer dazibao (cartel) que llamaba a los estudiantes a la insurrección. En cualquier caso, hacía años que el estallido venía gestándose. El germen fue el rotundo fracaso del Gran Salto Adelante (1958-1961), la campaña de colectivización agraria para una rápida industrialización que decretó el Gran Timonel en contra de buena parte de la dirección del PCCh. El abandono de la agricultura por una población en un 90% campesina desató una hambruna que causó unos 20 millones de muertos.

A sus 72 años, Mao sentía que se le escapaban la vida y el poder. El ejemplo de la desestalinización y caída de Nikita Jushchov en la URSS le habían afectado tanto que decidió plantar batalla y purgar a quienes le hacían sombra, le criticaban o pretendían aburguesar las conquistas revolucionarias. El Gran Timonel maquinó la caída del alcalde de Pekín, Peng Zhen, a quien consideraba el principal partidario de la vía de «evolución pacífica», que también defendían el presidente Liu Shaoqi y Deng Xiaoping, secretario general del comité central.

Convencido de que debía recurrir a los más jóvenes para que vigilaran la revolución y lucharan contra los cuatro viejos -viejas costumbres, vieja cultura, viejos hábitos y viejas ideas-, Mao quiso emular su juventud cruzando a nado el Yangtsé. La travesía de 13,5 kilómetros fue vista como otra proeza del líder, que de vuelta a Pekín recibió en Tiananmen un baño de multitudes de sus guardias rojos, que le juraban lealtad enarbolando el pequeño Libro Rojo.

El fanatismo fue in crescendo en las filas de los jóvenes, que arremetieron contra el orden establecido; denunciaron a sus padres, profesores y amigos; destruyeron monasterios, templos y palacios, y quemaron libros y manuscritos. Mao les animó a desatar el caos para que naciera el nuevo hombre y a «bombardear los cuarteles» para derribar la cúpula del poder. Liu Shaoqi murió en la cárcel tras dos años de torturas y maltrato, Deng Xiaoping fue despojado de sus cargos, humillado y enviado a trabajar en un taller y el 80% de los miembros del comité central fueron defenestrados.

En 1981, cuando ya había recuperado el poder, Deng -artífice de la reforma que ha convertido a China en la segunda potencia mundial- impidió que se criticara a Mao por el periodo más oscuro de la historia nacional. Le reconoció responsable de lo sucedido, pero zanjó así la polémica: «Desacreditar al camarada Mao Zedong significaría desacreditar a nuestro partido y al Estado».

Aunque la barbarie de la Revolución Cultural no llegó a los extremos genocidas de los jemeres rojos de Camboya, el sufrimiento que soportaron cientos de millones de personas las dejó marcadas para siempre. Pronto se hizo evidente que la furia de los jóvenes era incontrolable. En 1968, Mao se vio forzado a recurrir al Ejército Popular de Liberación para frenar los desmanes, que duraron hasta 1969, y decidió calmar a los estudiantes y jóvenes urbanitas imponiendo la reeducación en el campo, por la que decenas de millones de ellos fueron enviados a trabajar a las zonas rurales durante años.

El presidente Xi Jinping y otros cuatro miembros de los siete que componen el actual comité permanente del politburó -el máximo órgano de poder- fueron enviados a «aprender de los campesinos». Su padre, Xi Zhongxun, viceprimer ministro, fue destituido, encarcelado y enviado a trabajar a una fábrica. Sin embargo, los detractores de Xi Jinping, el dirigente que ha acumulado más poder que Mao y Deng, le acusan de recuperar el culto a la personalidad que inundó China durante la Revolución Cultural y controlar los medios con el mismo furor de entonces.

Georgina Higueras, periodista.

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