China tiene Hollywood atado de pies y manos

China, Estados Unidos y el cine forman un ménage-à-trois de lo más singular. Una historia de amor que, de no implicar billones de dólares y miles de empleos, a ratos pasaría por una astracanada propia de las Matrimoniadas de Pepa y Avelino. El flechazo se produjo a mitad de la década de los 90. El hasta entonces impenetrable mercado chino empezó a ronear a la industria hollywoodiense. Era un amor casto y pacato, en el que la cortejada China imponía las normas: sólo permitiría arrumacos a diez producciones estadounidenses al año, en las fechas que a ella le viniera en gana, llevándose un porcentaje dictado por decreto (un 25% de cada entrada para las arcas públicas), y bajo las estrictas normas de decencia marcadas por su severa junta censora.

El amor (por el dinero) cegó el raciocinio de Estados Unidos y accedió sin rechistar. Para Hollywood la integridad artística está muy bien… pero el dinero está mejor. No le ha importado que remontaran sus películas o que, directamente, se las prohibieran. En el primer supuesto podemos citar el biopic de Freddie Mercury Bohemian Rhapsody, de la que se eliminaron los contenidos más explícitamente homosexuales. En el segundo, el descacharrante caso de Christopher Robin, entretenimiento infantil con Winnie the Pooh, que, según cuenta la antología del disparate censor, se consideró altamente subversiva e inestrenable por el supuesto parecido del osito con el todopoderoso líder Xi Jinping.

Son casos sonados, pero hay muchísimos más. La organización no gubernamental en defensa de la libertad de expresión PEN America ha publicado un extenso informe sobre cómo la influencia de China condiciona todas las etapas de la producción de películas estadounidenses. James Tager, el principal autor, registra autocensura en los guiones preliminares, visitas de consejeros chinos a los rodajes, banderas taiwanesas que desaparecen por arte de birlibirloque del tráiler promocional de la nueva Top Gun: Maverick, e incluso películas como Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino, que, pese a estar anunciadas, se retiran de la cartelera una semana antes de su estreno porque Brad Pitt zurra de forma incomprensible (e inadmisible) en una escena a un actor que encarna a un mito chino como Bruce Lee. Modificaciones que la Meca del cine ha asumido y soportado con sordina, por más que Richard Gere atufara al personal con el incienso de sus amigos tibetanos.

Hollywood, muy grouchanamente, dijo eso de: “Estos son mis principios, pero si al yuan no le gusta, tengo otros”. Porque había muchos yuanes en juego. Los que generan 1.400 millones de habitantes, una clase media en crecimiento y un parque de salas que, como todo en China, crecía a un ritmo exponencial (de 6.000 a 75.000 pantallas en tan solo la última década).

La relación parecía avanzar y ya hasta se cogían de la mano. Cada vez más escenarios en el país y más personajes. Beijing pasó a dar carta blanca a 34 películas al año, con trato de favor a aquellas que tuvieran coproductores chinos, y se creó también una tarifa plana para otro tipo de producciones: el Estado oriental pagaba una cantidad fija y se quedaba con toda la recaudación.

Eran días de vino (de arroz) y rosas. Como China dictaba el porcentaje de taquilla y se llevaba comisión por la venta online, sus empresas de distribución y exhibición vieron sus cuentas incrementarse de forma, de nuevo, exponencial. Tanto que llegó el momento de dejar Oriente e ir a conocer a los suegros occidentales: Wanda (la patrocinadora del estadio del Atlético de Madrid) se hizo con la segunda cadena de exhibición más importante de Estados Unidos, AMC, y con el hedge fund más activo de la industria del entretenimiento, Legendary Pictures. Tal vez su nombre les suene: su logo aparece inmediatamente después del de Warner Bros. en las exitosas adaptaciones de Batman de Christopher Nolan y, más recientemente, en Godzilla vs Kong y en la película acontecimiento del momento, Dune, de Denis Villeneuve. Green Book, la gran triunfadora de los Oscar 2018, estaba coproducida junto a Alibaba Pictures, la división cinematográfica del mismo conglomerado que AliExpress y que preside Jack Ma.

La cosa avanzaba hacia la consumación, pero un villano se interpuso en esta bonita historia de amor. Un señor llamado Donald Trump, de pelo naranja y fijación con el amarillo, lanzó una guerra comercial en 2018. Trump se puso en modo arancelator y se dedicó a hacerle la vida imposible a joyas del entretenimiento global y las telecomunicaciones orientales como TikTok, ZET o Huawei. La administración de Beijing devolvió el golpe volviendo a limitar todavía más cuando no a bloquear los estrenos hollywoodienses. Hoy Trump ya no está, pero el problema persiste. Joe Biden tiene un problema morrocotudo que solucionar. Y debe hacerlo. El apoyo a su campaña de la industria cinematográfica fue casi unánime y ahora quieren que les devuelva el favor.

Beijing tiene, como casi siempre, la sartén por el mango. No sólo porque no necesita a Hollywood, sino porque Hollywood sí que necesita sus yuanes desesperadamente, metida como está en una crisis galopante debido a los errores de unos directivos cada vez más cercanos a los libros de cuentas y más alejados de las salas.

Durante la pandemia, las majors estadounidenses creyeron encontrar una solución mágica para aumentar sus ingresos de manera fabulosa: era el momento ideal para eliminar la exhibición en salas y quedarse con todo el dinero a través del estreno exclusivo en sus propias plataformas de streaming. La pionera fue Disney con Mulan, Soul o la reciente Viuda Negra. Pero el resultado ha sido catastrófico y ha resucitado el fantasma de la piratería a gran escala.

Hollywood ha entendido (¡oh, sorpresa!) que su negocio sólo se puede mantener con el imprescindible aporte de la venda de entradas. Ningún otro mercado daba, después del nacional, tan pingües beneficios como el chino. Durante la pandemia, Godzilla vs Kong recaudó 100 millones en Estados Unidos, y 188 millones en China (más 173 millones en el resto del planeta). Se calcula que uno de cada cinco dólares obtenidos por las películas de Marvel proviene de China, llegando al 22,4% de la taquilla total en casos como Los Vengadores: Endgame. Con unos costes absolutamente desbocados, con películas presupuestadas en más de 200 millones de dólares (sin contar la inversión en publicidad), simplemente, Disney no puede prescindir del gigante asiático si pretende alcanzar las astronómicas cifras de beneficios que su faraónica expansión multimedia requiere.

China, consciente de la importancia económica y cultural de Hollywood y, por supuesto, de su influencia en la política doméstica estadounidense, ha decidido cerrar el grifo con una cierta dosis de sadismo y perversión.

Hollywood contiene el aliento cada vez que llega una respuesta sobre la posibilidad de estrenar en China. Hace pocos días, se anunció que permitirá el estreno de Dune el 22 de octubre. Curiosamente, una película en la que ha invertido dinero su compatriota Wang Jianlin a través de Legendary Pictures. También el de la nueva de Bond el día 29. Pero a la todopoderosa Disney y, en especial a su división Marvel, le tiene ojeriza.

Las veleidades de la relación de la administración de Xi Jinping con la casa del ratón son tan volubles como los augurios de una galleta de la suerte. Primero exigieron que, para ser distribuida en China, Iron Man 3 contuviera metraje rodado en el país. Y Disney tragó. Luego llegó el pequeño asuntillo de Doctor Strange, en el que uno de los personajes del cómic es de origen tibetano, así que por eso de la tirita antes de la herida convirtieron a la mentora en celta. Los cambios compensaban. Así que la casa del ratón redobló la apuesta y decidió producir Shang chi y la leyenda de los 10 anillos, actualmente en cartelera, primera película con un súper héroe asiático como protagonista e intento descarado por penetrar en el mercado oriental. Pero para entrar en la fiesta china tienes que estar en su lista. Y China no ha apuntado a Shang Chi ni parece dispuesta a hacerlo.

Primero, porque considera que el cómic en el que está inspirado es racista. Segundo, porque su protagonista, el chino emigrado a Canadá Simu Liu, se ha mostrado contrario al régimen de Xi Jinping, denunciando la censura y la falta de libertades. Y tercero, porque la aparición de memes del personaje con el rostro de Xi Jinping ha mosqueado a más de uno (lo de los chinos censores viéndole parecidos razonables a su líder, como se puede comprar, es casi patológico). Así que la operación Shan Chi ha sido desastrosa.

Y se anuncia nuevo monzón el horizonte: el proyecto de Eternals, el gran giro de timón de la factoría Marvel, la película que supone una renovación del Universo Cinematográfico Marvel, tiene todas las papeletas para engrosar ser la próxima en la lista negra de las películas vetadas en China. Como con Shang Chi, de nuevo, todo parecía que iba a ser maravilloso: una directora nacida en China como Chloé Zhao, con el prestigio de ser la segunda mujer en ganar el Oscar a la mejor directora y primera de origen asiático en hacerlo por Nomadland. Pero el país de la cultura milenaria tiró de la hemeroteca de hace ocho años, de 2013, cuando Zhao también habló en términos poco afectuosos del régimen de Beijing.

Presentaba la preproducción de su debut, Songs My Brother Taught Me (estrenado en 2015), y declaró que China era un lugar “en el que se miente sin parar” y que tuvo que ser en Inglaterra donde “reaprendió la historia” en sus cursos de ciencias políticas. Parece que la Administración china, cómo no, tomó nota. Y eso antes de que los censores le vean algún parecido a alguno de los actores protagonistas (¿Kit Harington? ¿Angelina Jolie?) con Xi Jinping. Parece que su venganza se servirá fría como los famosos y exquisitos tallarines de Shichuan.

Hollywood está, pues, atrapada en la red china. Necesita tanto su taquilla como su músculo financiero para sobrevivir. La industria que ha sido capaz de crear mundos imaginarios como Wakanda, Asgard o Sokovia se va a tener que esforzar mucho por levantar un escenario en el que Hollywood y China vuelvan a dar rienda a su romance de película. A día de hoy, desde luego, están en la fase de “cese temporal de la convivencia”.

Rubén Romero Santos es crítico de cine y profesor en la Universidad Carlos III de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *