China vista desde una torre de cristal

La eliminación de la constitución china de la cláusula que limita a los presidentes a dos mandatos de 5 años resultó una sorpresa para muchos. Para China, la institucionalización de la sucesión del liderazgo era uno de los legados más importantes de Deng Xiaoping, que marcó el fin de la inestabilidad desgarradora del caótico culto al liderazgo de Mao Zedong. Para Occidente, el límite de los mandatos era un puente ideológico que conducía a un camino de compromiso. ¿Acaso su abolición puede ser el punto de inflexión para una relación sino-norteamericana ya precaria?

Empecemos por China y qué significa la medida para su futuro. Para determinar qué cambiará con un marco diferente para la sucesión del liderazgo, es importante surcar la retórica opaca de las autoridades -la transición de una "sociedad moderadamente acomodada" a una "nueva era"- y sondear su estrategia de desarrollo básica.

Si bien todo es posible, y siempre existe el riesgo de equivocarse, mi apuesta es a que China va a mantener su curso actual. Con sucesión o sin ella, no puede haber una vuelta atrás de una transición que ha llevado a un país en desarrollo grande y pobre al borde de la prosperidad como una economía moderna de altos ingresos.

Inicialmente, el liderazgo de China -en respuesta a la sorprendente crítica del ex premier Wen Jiabao en 2007 de una economía china que se había vuelto cada vez más "inestable, desequilibrada, descoordinada e insostenible"- defendió su postura desde una perspectiva analítica. El pasado mes de octubre, en un discurso ante el 19° Congreso del Partido, el presidente Xi Jinping hizo la misma defensa desde una perspectiva ideológica, reformulando la llamada contradicción principal marxista en torno a las trampas de un desarrollo "desequilibrado e inadecuado".

Significativamente, estas dos perspectivas -analítica e ideológica- llevan a China al mismo destino: una economía próspera y una sociedad con una clase media pujante. Para llegar allí, China debe atravesar un reequilibrio transformador, de la industria a los servicios, de la dependencia de las exportaciones al consumo interno, de lo estatal a lo privado y de lo rural a lo urbano.

Por ahora, todo esto está bien claro. El debate actual en China no tiene tanto que ver con el diseño de una estrategia como con la implementación. Esta, en verdad, fue la mayor prioridad de Xi al asumir el cargo a fines de 2012, y dio forma al razonamiento detrás de una campaña anticorrupción sin precedentes destinada a desarticular bloques de poder profundamente enquistados que han obstaculizado la transición.

Pero ahora, cinco años después, el liderazgo chino está dispuesto a abordar la próxima fase del desafío de la implementación. Existe una sensación de urgencia palpable frente a esta tarea. Detrás de la fachada pública de un líder confiado, Xi ha asumido la posibilidad de un fracaso. Desde una perspectiva analítica, esto ha sido expresado en términos de un estancamiento al estilo japonés si China maneja mal su economía. Desde una perspectiva ideológica, asoma un desenlace de caos y revolución si la "contradicción principal" no se resuelve.

Frente a estas crecientes preocupaciones, los riesgos de la implementación hoy se presentan de manera diferente. En el Foro Económico Mundial en Davos en enero, Liu He, el nuevo viceprimer ministro de China a cargo de la política económica, sugirió que las reformas inminentes serían llevadas a cabo con una velocidad asombrosa. En un reciente comentario firmado publicado en People's Daily, también observó que "Fortalecer el liderazgo general del partido es la cuestión principal".

Estas opiniones no surgen de la nada. Liu, un táctico magistral, parece estar subrayando el vínculo entre el poder del liderazgo y el ritmo de las reformas. La necesidad percibida de un mayor poder de liderazgo -reflejado en la eliminación del límite de los mandatos presidenciales- se ha convertido en un elemento clave de los esfuerzos de implementación de las autoridades. Conforme a los primeros instintos de Xi, ésta bien puede ser la única manera de que China evite el "callejón sin salida" sobre el que advirtió Deng en 1992.

Sí, vista desde la perspectiva de las democracias liberales, la revisión constitucional de China es un retroceso desalentador en materia de gobernancia. Desde la perspectiva de China, en cambio, bien puede ser la única opción para abordar sus enormes imperativos de implementación de aquí en adelante. Y la reciente experiencia de otros países, particularmente Estados Unidos, en verdad advierte sobre la tendencia occidental a combinar sucesión y calidad del liderazgo.

El déficit de liderazgo de Estados Unidos, en verdad, está empujando a Estados Unidos y a China al borde de una guerra comercial. La difícil situación de la clase media estadounidense se ha formulado como un juego de culpas, en el que China y sus supuestas prácticas comerciales injustas son señaladas como culpables. Sin embargo, la evidencia apunta a otra parte: a una dramática caída de los ahorros domésticos que hacen que Estados Unidos dependa de que un exceso de ahorro del exterior llene la brecha. El resultado es un déficit comercial multilateral, en el que a China y a otros 101 países se les exige ofrecer el capital extranjero necesario para la balanza de pagos.

En otras palabras, China es verdaderamente una parte importante de la "solución" de Estados Unidos a su problema de crecimiento con bajo nivel de ahorro. Sin embargo, a los líderes de Estados Unidos les resulta oportuno convertir a China en un chivo expiatorio. Y la situación está yendo de mal en peor. El gran recorte impositivo implementado a fines de 2017 expandirá el déficit presupuestario federal de Estados Unidos en 1,5 billones de dólares en los próximos diez años, reduciendo aún más el ahorro doméstico -un desenlace que conducirá a déficits comerciales aún mayores.

Como si esto no fuera lo suficientemente malo, una administración Trump proteccionista ha elevado los aranceles anti-China a un papel central de su agenda de política internacional. Sin embargo, el proteccionismo frente a crecientes déficits comerciales no genera más que problemas para los mercados financieros burbujeantes y para una economía estadounidense escasa de ahorros. Y amenaza con la ruptura más seria de la relación sino-norteamericana desde 1989.

Nadie sabe cuánto tiempo se quedará Xi en el cargo. Si China mantiene el curso, la cuestión de la sucesión no tiene consecuencias -al menos por el momento-. Si China derrapa, el veredicto será muy diferente. Si bien Estados Unidos tiene un circuito de realimentación política muy diferente, la responsabilidad también importa. Al final, la calidad del liderazgo es lo más importante para los dos países. Lamentablemente, a quienes viven en torres de cristal siempre les resulta más fácil arrojar piedras.

Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China.

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