China y EEUU modifican sus estrategias en pos de la supremacía mundial

La pugna entre Estados Unidos y China por la primacía mundial ocupa todos los escenarios posibles. Desde el cultural y económico hasta el militar y tecnológico.

Aunque Washington es todavía el enemigo a batir, Pekín ha reducido notablemente la distancia con su competidor en los últimos lustros. Más de lo que lo hizo nunca la Unión Soviética.

Este avance invita a pensar que el adelantamiento por la derecha del gran dragón de Oriente es inevitable y que el Tío Sam, en los próximos años, hincará la rodilla frente al inevitable ímpetu chino.

Sin embargo, los americanos parecen haber despertado a tiempo.

Pero ¿será suficiente para frenar a una China cuyo futuro inmediato presenta más interrogantes de los que está dispuesta a reconocer? Esta incertidumbre alcanza su mayor nitidez en los campos de la seguridad y la innovación. No en vano, chocan como carneros dos estilos de gestión casi antagónicos, uno basado en el mercado (EEUU) y otro en el impulso estatal (China).

Estados Unidos, tras su rotunda victoria tras la Guerra Fría (Bush padre y Clinton) y su irregular desempeño contra el terrorismo (mandatos de Bush hijo y Obama), ha perdido el tiempo hasta darse cuenta de que, en el lejano Oriente, Pekín se alza poderoso como el principal reto geopolítico.

A pesar de su errática política exterior, fueron Donald Trump y su Administración quienes pusieron nombre y apellidos al nuevo enemigo (explícitamente en documentos como el de la Estrategia de Seguridad Nacional).

La administración Biden considera a China "nuestro competidor estratégico más consecuente y el desafío más importante". La innovación y la seguridad son las dos parcelas clave que determinarán al ganador de esta carrera.

Y es que Washington basa su hegemonía en un modelo forjado durante décadas y en el que el papel estatal ha sido tractor, aunque secundario, y son las empresas las impulsoras del sistema de ciencia, tecnología e innovación en defensa. Compañías como Lockheed Martin, Boeing o Raytheon son hoy mastodontes que han tirado del carro del crecimiento estadounidense y de su todopoderoso ejército. Dejar que el mercado se convierta en el acicate de la innovación ha sido un éxito.

Sin embargo, es el mismo mercado el que, quizás, sea su mayor amenaza. No en vano, las cifras han variado extraordinariamente en medio siglo. De una inversión del Departamento de Defensa en investigación y desarrollo del 36% en los años 60, hemos pasado al actual 3,6%.

El motivo es doble.

Por un lado, el sistema de licitación en defensa ha muerto de éxito, y es hoy, después de décadas de desarrollo, un proceso exigente hasta el absurdo para las empresas. Complejo, demasiado amplio y muy tacaño en cuanto a incentivos.

Además, el Departamento de Defensa está cada vez más aislado de las compañías innovadoras y el mercado real.

La lentitud de los procesos se resiente también porque las tecnologías se desarrollan en el ámbito civil y el paso a lo militar se dilata. Para las compañías es rentable. Pero para el Estado eso se traduce en ir a rebufo de las compañías Amazon, Meta o Google, que invierten hoy día mucho más en estas materias que las empresas de defensa.

El mercado manda y la Administración, que aunque secundaria es la que marca la pauta de desarrollo e inversión, se encuentra cada vez más arrinconada en un mercado global de extraordinaria complejidad. Sabedor de su indudable supremacía, EEUU nunca ha contado con socios competitivos a los que acudir.

La cuestión es que el sistema americano se antoja hoy insuficiente y que EEUU está ya cambiando los pilares de su filosofía. Por un lado, está cerrando multitud de alianzas en materia de seguridad, defensa e inteligencia sobre todo en el Indopacífico, con el AUKUS a la cabeza.

Por otro, esos aliados deben ofrecer tecnología competitiva para adoptar un modelo más sostenible y rentable que el tradicional, que prácticamente lo desarrollaba todo desde cero dentro de sus fronteras, y que dependía de las empresas.

Además, este modelo es sumamente costoso. Según la Asociación de la Industria de Semiconductores, el coste total a diez años de un nuevo laboratorio de investigación de semiconductores en EEUU es entre un 30% y un 50% más alto que en Asia.

En este sentido, la renovación de las reglas del juego es clave. Recientemente se ha aprobado la llamada Ley Chips, que intenta reactivar el sector de los semiconductores y reestructurar el mercado global de los microchips. La ley no sólo promueve incentivos para las empresas locales, sino que también establece límites a la inversión y el comercio con empresas chinas, así como a la colaboración en investigación.

Y es que la posibilidad de que las compañías americanas vean más rentable comerciar con China que en su propio país es un riesgo real que EEUU no está dispuesto a tolerar.

Por su lado, China ha pasado de una estructura tecnológica y de seguridad ruinosa y de paupérrima calidad en los años 90 a ser puntal en nuestra década. Una postura impulsada con descaro por la Administración de Xi Jinping, cuya obsesión por el desarrollo tecnológico es una de las banderas de su mandato.

La innovación en defensa ha estado en primera línea de los esfuerzos de Pekín. Y China ha realizado impresionantes avances.

China, además, amplía constantemente su abanico de proyectos. Aunque las empresas han desempeñado un papel vital en su desarrollo económico, su sistema de tecnoseguridad es abrumadoramente estatista, con el partido-Estado dominando la propiedad, el control y la gestión.

Desde las armas nucleares y los misiles de nueva generación hasta el programa espacial, el mando férreo del Estado ha sido clave a través de una incesante absorción de producto y talento extranjero en su esfera de influencia (Asia).

Sin embargo, el modelo lleva un tiempo presentando síntomas de fatiga y se testa un nuevo ecosistema con una mayor presencia de las compañías chinas de innovación. El objetivo del gobierno de Xi, cada vez más aislado en la esfera global y en el Indopacífico en particular, es alcanzar la autosuficiencia.

Así pues, el cuadro puede verse desde distintas perspectivas. Por un lado, China ha detectado su techo de cristal y es probable que siga recortando metros al todavía muy superior EEUU. Por el otro, Washington parece haber comprendido que necesita reimpulsar su dinamismo.

El éxito, en cualquier caso, dependerá de que uno y otro sean capaces de modificar y optimizar sus propios modelos de desarrollo, exitosos en el pasado, pero obsoletos en la actualidad.

Andrés Ortiz Moyano es periodista y escritor.

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