Chisgarabís o ladrón de guante blanco

En una reciente tertulia entre amigos, una culta, elegante y discreta amiga madrileña, que escuchaba atenta los calificativos que se aplicaban a ciertos personajes de la vida política y económica, nos asombró a todos con un sorprendente juicio freudiano, exclamando “probablemente en su juventud era un perfecto chisgarabís”. El apelativo era sonoro, simpático y no cabía la menor duda de que correspondía a un mequetrefe, petimetre o zascandil.

El chisgarabís no es una especie social anecdótica sino un peligro real para la sociedad. Me explicaré: las generaciones de nuestra trágica e inmediata posguerra tenían claro que existía una diferencia fundamental entre vencedores y vencidos. De los primeros se nutrían los colegios dirigidos a una clase social media y media alta que apenas sufrió los rigores de la posguerra, exceptuando el dirigismo que imponía la dictadura franquista. Esta también afectó a la enseñanza no sólo a la secundaria sino incluso a la universitaria. No debe olvidarse que en las aulas se reservaba un asiento, pintado en un dramático color negro, en el que resaltaba con grandes caracteres blancos, la palabra presente, que hacía referencia a los falangistas ilustres, fallecidos durante la fratricida contienda. El aula podía estar abarrotada, con alumnos sentados en el suelo o de pie. Aquel asiento presidía, y nos retaba desde la primera fila, en calidad de convidado de piedra y nadie se atrevía a ocuparlo.

El dirigismo cultural era tan rígido como el político, y si el gran timonel hispánico se consideraba el guía y salvador de Occidente, frente a las “débiles” democracias europeas, sus sucesivos ministros de cultura, o información y turismo, consideraban el acerbo tradicional hispánico como lo único que un alumno de secundaria debía conocer.

El siglo de oro de las letras españolas era considerado el paradigma de nuestra cultura, con poetas tan admirados como Fray Luis de León, que debíamos conocer con poemas tan machistas como el que “prefiere boba a Diana... pues un filósofo dijo que las mujeres casadas / eran el mayor castigo / cuando soberbias de ingenio/ gobernaban a sus maridos / lo que ha de saber es solo / parir y criar a sus hijos”.

En Barcelona muy pocos colegios estimulaban el pensamiento de los alumnos. La erudición era memorística, el raciocinio o la controversia, una inutilidad. No existía otra ética que la del dictado político y la religión oficializada; poco se diferenciaba de aquel, dada su absoluta sumisión al poder político de la dictadura. La ética tan fácil de aceptar, como la forma de comportamiento en la que no debe actuarse con los otros como no desearías que lo hicieran contigo era sustituida por la servidumbre al poder y al amiguismo fraudulento.

Los jóvenes de aquellas aburridas generaciones, pequeñoburgueses deseando alcanzar lo que consideraban el gran salto social, siempre apoyados en valores ajenos, pululaban en todos los círculos. Eran los ocurrentes, cuya gracia siempre estribaba en ridiculizar al más débil. Eran los que aprovechaban el tumulto de un viaje de fin de carrera para entrar varios en una tienda y, distrayendo a la dependienta, robarle unos cuantos pares de gafas que estaban de moda, y lo que es peor: vanagloriarse de su hurto.

Son gentes que siguen confundiendo sus valores con la moral y la ética. Son profesionales de la especulación y la mentira, capaces de hacernos creer que el trabajo honrado y los beneficios justos son sólo para los parias y los tontos. Son los médicos que se autoproclaman como los mejores, pero en su discurso megalómano hablan de los enfermos, adjetivándolos como clientes, olvidando que el único objetivo de la medicina es el beneficio del paciente. Son tantos a quienes ciega el poder que les vuelve incapaces de prescindir de coches oficiales inútiles, dietas no controlables o jubilaciones que alcanzan cifras difíciles de calcular para el ciudadano de a pie.

Si se pudiera observar a estos ciudadanos en una retrospectiva, encontraríamos al chisgarabís de su juventud, frívolo, gracioso, imitador de los poderosos, capaz de traicionar al amigo. En el terreno de la ciencia, son los suplantadores de sus maestros los que se apropian de los descubrimientos de aquellos e incluso tienen la desfachatez de publicitarlos como propios.

En la historia contemporánea de la medicina, tenemos ejemplos recientes. A un patólogo famoso que con su descubrimiento ha salvado a millones de mujeres no se le concedió el premio Nobel de Medicina, porque en el artículo que publicó, demostrando el valor preventivo secundario de la citología, omitió citar que sus teorías no eran originales, sino la continuidad de las emitidas por su maestro.

¡Qué lejos está nuestro premio Nobel de Medicina (1906) Santiago Ramón y Cajal que, con la humildad de sabio y con escasos recursos, fue pionero de la neurofisiología moderna. Siendo jefe del Gobierno Eduardo Dato (1917), quiso premiar la labor de Cajal, creando un centro de investigación bajo la dirección de aquel. Cajal, abrumado, se dirigió al jefe del Gobierno y le sorprendió al rechazar tan elevado salario. “Don Eduardo, qué voy a hacer con tanto dinero”. ¡Sin comentarios!

Los chisgarabís son individuos sin escrúpulos, amorales, trepadores profesionales, son personajes siniestros capaces de convertir la ciencia en mercadeo, la profesionalidad en publicidad, el trabajo honesto en especulación... Y que con su conducta crípticamente antisocial provocan el desánimo y el escepticismo en la posibilidad de un mundo más justo. No son simples chisgarabís, son depredadores sociales quienes deberían ser diagnosticados y aislados en una prolongada cuarentena.

Santiago Dexeus, Clínica Tres Torres Barcelona.

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