Chismes, tertulias y tertulianos

El chisme en sí mismo no es algo negativo; es la interpretación del mundo cotidiano, el arte de convivir y hablar los unos con los otros sin más preocupación que la de hablar, olvidándose de aquello sobre lo que se habla. Lo malo, y grave, resulta cuando el chisme versa sobre la vida de las personas, destruyendo su reputación y dejando a la intemperie su intimidad. «Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel», escribió Pessoa. Ninguno de ellos se pregunta: «¿Qué dirían de mi todos los que están al otro lado si conocieran realmente quién soy?»

La habladuría y los chismes llegan a mucha gente porque el que escucha sin espíritu crítico se hace la ilusión de que ha entendido todo sin comprender nada porque nada hay que comprender. Las tertulias de chismes más bien obstruyen la comprensión de cualquier cosa porque se reducen a una sarta de opiniones, a veces trufadas de tacos, groserías, palabras de mal gusto y expresiones defectuosas, de gente que está allí con la única intención de imponer su punto de vista, con frecuencia, sobre la vida privada de alguien. La gente propende a hablar sin pausa, e incluso sin pudor, sobre todo y a contar intimidades del prójimo. Hay personas que llaman a los tertulianos y les exponen su intimidad con pelos y señales para que la difundan a los cuatro vientos porque existe en muchos ámbitos sociales la creencia y la convicción de que nadie tiene vida íntima si no es conocida de todo el mundo.

La mayor parte de las veces se habla para guardar silencio sobre lo que realmente preocupa, para distraer de lo esencial, a lo que el tertuliano no quiere hacer frente. El chismoso se siente satisfecho porque cree que logra ocultar su propia identidad hablando de los otros. Algunos tertulianos hacen todo lo posible por ponerse a buen recaudo de sus propios pensamientos. Sólo la soledad de la que huyen desesperadamente podría devolverles a su casa, a su intimidad.

El exceso de palabras les priva de la capacidad de escuchar palabras sensatas y cosas simples. Para escuchar hace falta saber que no se sabe y que siempre se puede aprender algo de todos. Para escuchar es preciso ejercer la ascesis de las palabra, lo contrario de la diarrea verbal que es lo que, de ordinario, demuestran con frecuencia la mayor parte de ellos. Escuchar nos desmiente o nos confirma en lo nuestro, empuja más allá de los límites del mundo y sugiere caminos para recorrerlo. Pero no escuchan porque no siguen los consejos de Descartes: dudar de las propias opiniones.

Sólo puede estar convencido de saberlo todo el que todo ignora sobre lo que se habla. El charlatán cree y da a entender que no duda de nada y afirma sin matices cuando califica a alguien de dogmático, fascista, intolerante, arrogante. La prueba suprema de la ignorancia supina es creer que se sabe todo. Lo extraordinario y asombroso es lo simple, lo que deja de lado los artificios. Lo extraordinario sólo aparece en la forma de lo ordinario. El que sabe sobre lo que habla sabe también el rango esencial de la palabra.

Algunas celebridades de la televisión no son célebres por lo que dicen aunque lo que dicen sea celebrado. Por eso las cadenas de televisión construyen celebridades para ponerlas a la cabeza de sus programas. Por su situación dominante, el tertuliano convence a muchos oyentes de estar en la verdad. Mucha gente que los oye, y no reflexiona sobre lo que está viendo y oyendo, piensa que lo que dicen es lo más original y lo definitivo sobre lo que están tratando, aunque buena parte de ellos no hace más que repetir lo que han oído a otros: un discurso sobre otro discurso. En adelante, aquella gente repetirá una y mil veces, como prueba argumental de lo que va a decir: lo oí en la tele, lo dijo la radio.

Muchas veces, los tertulianos no se escuchan entre sí porque no están abiertos a lo que puedan atisbar de nuevo ni les mueve el deseo de saber; se conformar con ser caja de repetición o con defender los intereses de su patrón. Si a veces indagan algo es sobre la vida de alguna persona que sólo debería interesar a ella misma. El conocimiento es un modo fundado de acceder a lo real frente a todas las construcciones en el aire, frente a utopías ilusas, frente a hallazgos fortuitos, frente a la recepción de conceptos sólo aparentemente legítimos. El chismoso no fracasa porque sólo fracasa quien quiere ser él mismo. Ser conocido al margen de los medios es señal de ser alguien o algo peligroso para la sociedad.

Decir las palabras necesarias y justas para hacerse entender y manifestar lo que uno quiera decir es prueba de humildad, economía y respeto a quienes se habla. Pocas palabras, pero de peso y sin levantar la voz es, además, prueba de sabiduría e inteligencia. Levantar la voz sólo es necesario cuando nuestras palabras no tienen un valor intrínseco y nuestros argumentos se caen por su propio peso. El dominio de la palabra supone escuchar y guardar silencio especialmente a cerca de aquello que se cree esencial e importante, vía de conocimiento que la modernidad desprecia. Si cada uno de los tertulianos, en vez de escuchar sigue su nebulosa, no se encontrarán jamás ni llegarán a nada interesante para los demás.

El silencio es la más útil herramienta y el arma más eficaz. Guardar silencio no es simplemente no decir nada. Quien no tiene nada esencial que decir solo puede callar. «De lo que no se puede hablar hay que callar», dice Wittgeinstein. En una tertulia sobre el silencio, los tertulianos se quitaban la palabra, se tildaban de intolerantes. Sólo en el habla esencial, y únicamente en virtud de ésta, puede predominar el silencio esencial que no tiene nada en común con el secreto, el escondite o la reserva. En el silencio cabe más alegría que en el jolgorio y el sosiego acompaña siempre al solo. El silencio puede parapetarse en el orgulloso aislamiento y cultivar el desprecio apoyándose en la soledad y la distancia.

Es verdad que sólo somos dueños de nuestros silencios, pero también lo es que a veces tenemos que hablar. En este caso, los que realmente pueden hablar lo hacen con temblor, sabiendo que pueden no decir las cosas que se pueden y deben decir, y con el miedo de no tener las palabras precisas para expresar lo arcano, el origen. Sólo quien sabe mucho sobre lo que pretende decir algo sabe que, cuanto pueda decir no será nunca toda la verdad, máxime tratándose de la vida de otros. Sin duda, la mejor y más sabia respuesta a muchas situaciones y preguntas es el silencio.

Muchas tertulias son manifestación y desahogo del miedo y de la angustia que acosan a los hombres y mujeres de este momento. Por eso tantas tonterías, y a veces tanta basura digna sólo de desprecio, tienen tanta resonancia.

Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y teólogo, autor del blog ‘Diario nihilista’.

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