¡Chivo!

Tenía doce años cuando por vez primera fui al cine. ¿Todas las lenguas se volvieron arcaicas? Asistí a aquel estreno, a aquella primera vez, enardecido, al acecho de increíbles Floridas. La sala me pareció ser una alcoba oscura en la que todo podía suceder. Todos estábamos solos con todos los demás. ¿Lugar de perdición donde, según los más fervorosos, se podía temer incluso el asalto de pajilleras?

Me acuerdo de aquella prodigiosa época de la primera vez. A los que nada les satisfacía en el cine, luego ya todo les contentaba. Cuando la misma realidad era prodigiosa o despiadada. Lo que veía a ráfagas en la pantalla formaba el cortejo adecuado de lo que sentía. ¡Qué excitación tan misteriosa! Todo parecía demasiado cierto para ser auténtico. Revueltas emociones que me inspiraron sueños más cabales que el vivir. Todo era inaudito embrollo revelador de lo esencial. ¡Qué diferente me pareció de todo el cine! ¡Casi tan extraordinario como el teatro.

ChivoA los cinco años en Ciudad Rodrigo asistí a la primera obra teatral de mi vida. Quedé prendado por aquel juego tan voluminoso y particular, ¡aquel juguete tan exacto! Todos los niños son prodigios y no solo los superdotados o los directores de orquesta con pantalones cortos. Toda obra de teatro era una clave de su propia intriga. Pero sobre todo me sugestionó de tal manera el lugar que al día siguiente construí otro cubo semejante (la skena griega) de cartón. En él hice entrar y salir personajes de cartulina pegados en varillas de madera... como en el teatro. Intentando descifrar quién ya volvió o quién no hubiera debido irse. Me gustaba rumiar el cielo con la tierra. Los luceros incluso solo podían admirar de lejos.

Aquel juego era más apasionante que los demás. Mucho más que las batallas con ejércitos de pajaritas o soldados de plomo que nos enfrentaban en nuestras buhardillas a mis amigos y a mí. Como reverberación de la guerra mundial. Los había anglófilos entre nosotros y los había todo lo contrario. Y quién me iba a decir que cuando asistí llorando a la llegada de los primeros tanques ocupando París... No me daba cuenta de que ya jugaba a ser Dios. Como anhelaba mi maestra. E incluso, a veces, creía conseguirlo.

El cine no era un juego: era una sensación... en la oscuridad. Sentía necesidad de asistir acompañado para multiplicar la excitación a flor de piel. Mi cuerpo planeaba al borde del arrebato como la gaviota se elevaba con la brisa e incluso me parecía que temblaba de felicidad. Un día realizaría películas para un inmenso auditorio de siete personas. Incluso durmiendo intentaba organizar mi cafarnaúm.

La primera obra de teatro que vi no distrajo mi concentración pendiente del misterioso juego de entradas y salidas. Era una obra ¿en verso? El Don Juan Tenorio popular que se representaba entonces en España nada menos que el día... de difuntos. A pesar de que las urnas nunca cambian de idea.

En verdad durante la primera película que vi, por unos instantes, la imagen venció a la sensualidad. Pronto juntas se aliaron para formar una emoción nueva e indescriptible. La película se llamaba Escuela de sirenas y correspondía perfectamente, según algunos decidores, a esa vulgar exhibición yanquee, a esa plebeya pornografía para rumiantes de chicle que es el cine. Cine que me enseñaba lo que no se enseñaba y era fundamental aprender. Y todos, chicas y chicos, aprendimos en secreto incluso a deliciosamente mascar aquel enigmático chicle.

Las primeras imágenes que entreví (luego iba a ver la película diecinueve veces) fueron inolvidables. Por cierto y por casualidad en ellas aparece como figurante uno de los tiranos a quien dirigí una carta (The Best of MGM: Golden Years de Parish y G. W. Mank). Mostraba la película a una gigantesca moza, ¡una sirena! medio desnuda que mariposeaba al borde una piscina. Rechazaba juguetona a un chaparro y rollizo barítono colombiano vestido de torero de gala. Aquel espectáculo tan degradante según los más sabidos se alojaba a las mil maravillas en aquella alcoba en que se había convertido la sala. ¿Era yo el feliz pero atormentado testigo de mi propia caída? Hasta que comprendí que podía gozar divinamente del otro que, en secreto, en mí mismo residía.

Poco antes de cumplir los cuarenta años decidí dirigir por vez primera una película. A Pirandello, según su propio testimonio, le visitó una mujer vestida de negro: fantasía. La que a mí me visitó, al comenzar a filmar, vino vestida de todos los colores y adornada con todos los realces: los de ciencia, filosofía, poesía y amor. No se llamaba fantasía, sino imaginación. Era nada menos que el arte de combinar recuerdos y emociones.

Como mi padre había desaparecido ¡anhelaba de tal manera ser digno de él, de aquel mítico héroe! Tenía que ser diferente a los demás... como él. Pedí al destino que hiciera de mí un cojo, como Edipo lo había sido. Deseaba que un defecto físico marcara en mi cuerpo el signo del chivo expiatorio. Pronto comprendí que no tenía necesidad de cojear... estaba tuberculoso. Estaba en condiciones de seducir incluso a mi propia madre. Me encontraba en la situación de Edipo. La peste asolaba Tebas y la guerra Europa. Cuando las lagartijas ya no corren en los velódromos ni los titanes en los coliseos.

Cuando nada lo resuelve todo, ¿quién puede dudar de que mis obras escritas o filmadas son más de lo que sugieren? ¿La realidad es cada día más aturdida? Los siete largometrajes y las cien piezas de teatro que he realizado, creándome, van, alterando, el orden de la causalidad, haciendo de mí su obra, como en el albaricoque el hueso engendra vida.

Fernando Arrabal es dramaturgo.

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