Choque de civilizaciones

Por Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 15/09/06):

Fue lamentable que el Partido Demócrata de los Estados Unidos perdiese el poder por ajustadísimo margen. Una política exterior en la línea que llevaba Clinton (figura que se agiganta a medida que el tiempo transcurre) hubiese reaccionado de forma inteligente ante el trágico suceso que estos días conmemoramos. 2001 no fue la fecha de una odisea espacial, como la que sirvió de base a la película de Stanley Kubrick, en la que se descubren señales extrañas en la estación situada en una luna planetaria. Fue el año del gran atentado del 11 de septiembre, que una película honrada (United 93), hoy en nuestras carteleras, ha recreado en estilo documental.

Fue también el inicio de una guerra declarada contra el Eje del Mal, o contra un consorcio de países que, según la percepción neoconservadora del actual Gobierno de los Estados Unidos, alientan y fomentan el terrorismo; el terrorismo sin más, sin distinción, en masiva amalgama de lo que debiera ser distinguido. Sería deseable que el texto de Carl Schmitt, Teoría del partisano, fuese de obligatoria lectura para todo político en ejercicio.

Lo sucedido en Irak es de peor especie y remedio que la derrota del Ejército regular norteamericano frente a una guerrilla que practicaba la guerra irregular en el escenario vietnamita. El contexto de la Guerra Fría situaba aquella dolorosa humillación como una batalla que se perdía en una guerra generalizada entre dos grandes superpotencias y que a la postre fue ganada por Estados Unidos. Eso produjo una convulsión extraordinaria en la sociedad norteamericana, que demostró poseer, a finales de los años 60, una sorprendente vitalidad cultural e ideológica, sobre todo en el terreno de la lucha por los derechos civiles.

En la década de los 90 Estados Unidos se fue destacando como única superpotencia. Se le atribuían caracteres imperiales. No faltaron los intelectuales que ensalzasen, siempre en detrimento de Europa, sus grandes virtudes de potencia ajustada a su época: la propia y peculiar de una sociedad global que, por aquellas fechas, comenzó a adquirir nombre y fisonomía.

Durante estos últimos años, sin embargo, el Gobierno norteamericano no ha sabido aunar el vínculo de auctoritas y potestas que permite a un imperio acreditarse como tal. Los buenos auspicios de la era Clinton han dado paso a un escenario desolador. Irak está siendo la palpable demostración de la incapacidad americana por gestionar esa sociedad planetaria que le consagraba como única superpotencia y como imperio en ciernes. Su intervención en Irak no ha producido el gobierno democrático que sirviera de modelo a todo el Oriente Medio. Ha provocado, en cambio, lo más horrible: una guerra civil.

En el mundo en que vivimos se desgarran de forma peligrosa los conceptos de auctoritas y potestas. Sólo la Organización de Naciones Unidas goza de autoridad moral y política, pero carece de poder suficiente. Sólo los estados-nación poseen el monopolio de la violencia. La Organización de Naciones Unidas debería encarnar la titularidad de un poder mundial que regulase las relaciones entre los distintos pueblos. Se necesita más que nunca una instancia gobernante por encima de los intereses particulares de los estados-nación.

Estados Unidos, como he afirmado en muchos artículos, es demasiado estado-nación para poder ser imperio. Es, sin duda, más poderoso en lo militar que los demás estados-nación. En terrenos decisivos para evaluar la potestas de una comunidad, como puede ser el estado de la economía y de la sociedad, no posee, sin embargo, esa preeminencia espectacular que tuvo inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y que aún tiene en capacidad bélica. Europa, lo mismo que los países emergentes del Extremo Oriente, China y la India, compiten con USA de forma relevante en el terreno de la economía. Es sintomático que un país como Rusia, muy alterado después de la desaparición de la URSS, comience de nuevo a elevar su voz en los foros internacionales. Se siente suficientemente fuerte como para tratar de nuevo, de igual a igual, al gigante americano.

El prestigio de EEUU se halla, hoy, contestado por unos y por otros de forma cada vez más general. Los países, grandes y chicos, advierten con perspicacia la suma debilidad dialéctica de su posición en los asuntos mundiales. En estos últimos años de gobierno republicano, Estados Unidos no ha sabido mantener la equidistancia necesaria y suficiente para poder ser reconocido como el poder imperial que la sociedad global parecía que iba a poseer en esta entrada en el nuevo milenio. No ha demostrado la sensatez exigida para ejercer de árbitro en los principales asuntos. Incluso en Latinoamérica se han ido multiplicando las voces críticas de gobiernos que le desafían.

Los errores políticos de los republicanos sólo parece superarlos el Gobierno israelí, que aconsejó vivamente en su día la intervención en Irak, y que se ha lanzado este verano a la más estéril y destructiva de toda su larga lista de hazañas bélicas, practicando la tierra quemada en el País de los Cedros. Es posible que su reciente fracaso militar haya alertado al Gobierno norteamericano de los inconvenientes derivados de concederle incondicional crédito y confianza.

El Gobierno americano llevó a cabo su ocupación de Irak basándose en premisas que se han ido revelando todas falsas: acusaciones relativas a conexiones entre el dictador iraquí y la organización terrorista Al-Qaeda; posesión de armas de destrucción masivas; pretensión de que una operación de combate y bombardeo aéreo, con caza y captura del dictador iraquí, produciría, de forma taumatúrgica, la consolidación de un gobierno democrático que sería espejo y ejemplo de la zona. Esa democratización, al traer consigo de manera inevitable el ascenso al poder gubernamental de los representantes de la población chií, mayoritaria en cantidad, ha ocasionado un resultado irónico: se ha potenciado de manera extraordinaria el chiísmo en toda la región, e Irán ha sido el gran beneficiado.

La pretensión de autoridad imperial no se aviene bien con el maniqueísmo de una administración que reconoce hallarse en guerra con el Eje del Mal, en combate con el terrorismo (palabra en la que se amalgama de forma torpe al terrorista global, estilo Al-Qaeda, con el partisano o guerrillero palestino o libanés). Pero lo peor de esta administración ha sido la tácita aceptación de la tesis del choque de civilizaciones. Las ideas de Samuel Huntington han sido asumidas por este ejecutivo poco dúctil, con pretensión de llevar a cabo en este mundo una misión de naturaleza político-religiosa.

Este punto se halla en el núcleo vivo de todo el neoconservadurismo en sus diferentes versiones: norteamericano, europeo, español. Desde que escribí La edad del espíritu dejé muy claro que en este mundo ecuménico y global la única tesis que puede tener futuro -un futuro que no conduzca a la guerra generalizada y al odio esparcido y sembrado urbi et orbe- consiste en extremar el cuidado y el respeto entre las distintas culturas religiosas, o entre los diferentes mundos que la religión va gestando y configurando; siendo la religión la principal generadora de matrices mentales y morales, o de formas simbólicas inconscientes.

Eso requiere curiosidad, interés y salvaguarda del legado de esas religiones históricas, en lugar de una actitud siempre propicia a defender el choque y la aversión entre religiones y culturas, o la ceguera tan extendida entre intelectuales con escaso calado reflexivo, o con deseo de rápida notoriedad, por mantener posiciones siempre críticas con todo atisbo de religión, o ante cualquier forma de monoteísmo. O que inventan la pólvora al afirmar, con pretensión de novedad, 150 años después de Feuerbach, y 2.500 años después de Xenófanes, que los dioses son creaciones humanas.

La tendencia conservadora que se inspira en el choque de civilizaciones asume la importancia, tantas veces descuidada, de la religión en la cultura, pero extrae de ello consecuencias antagónicas a las que yo defendía en mi libro. En lugar de suscitar interés y asombro por la variedad de cultos religiosos y de panteones, o de promover una vía pacífica de entendimiento entre culturas religiosas, sugiere una guerra de religiones que tendría sobre todo en la relación del cristianismo con el islam su gran prueba. Se trata de renovar, en plena era global, un espíritu de cruzada que parecía ya extinguido.

A ello se añade la aversión que el islam produce en una sociedad con escasa presencia del mismo, golpeada por grupos islámicos radicales de carácter integrista (Estados Unidos), o en segmentos conservadores de nuestros países europeos, donde el islam provoca reacciones de claro y manifiesto contenido racista y xenófobo.

La extrema derecha tiende a ser antisemita. Antes de la última conflagración mundial ese antisemitismo fue, claramente, de naturaleza antijudía. Hoy se ha metamorfoseado de manera sorprendente. Asume el carácter de una fobia muy extendida contra el mundo árabe. Y por extensión contra el islam (donde, por cierto, los semitas son actualmente minoría). La excusa fue, durante la primera mitad del siglo pasado, el sionismo emergente; hoy lo es el islamismo renaciente (al que Samuel Huntington se refiere en su célebre libro El choque de las civilizaciones).

Ese antisemitismo, que tiene por coartada la naturaleza radicalizada de algunos sectores del islam, o la interpretación literal del texto coránico que favorece las tendencias integristas del wahabismo que impera en la monarquía de Arabia Saudí, comienza a ser una seña de identidad de los neoconservadores.

Vivimos un mundo de múltiples centros. El centro, como quería Nietzsche, está hoy en todas partes. La unilateralidad en acciones bélicas lleva al fracaso. Sólo posee autoridad en este mundo global una institución como la Organización de Naciones Unidas.

Frente a los dualismos político-religiosos que determinan el Eje del Mal como enemigo público, y que insisten en asumir, sin des-construir, el confuso concepto de terrorismo, se impone una política mundial con grandeza que aspire a la conciliación y que rechace (como la peor tentación) la tesis del choque de civilizaciones. Se trataría de alentar actitudes de comprensión y encuentro entre culturas, especialmente entre las raíces de culto religioso que constituyen siempre su sustento y su matriz.

El islam no constituye esa simplificación brutal que los neoconservadores entienden por tal, ni agota su esencia en sus peores versiones literales (wahabismo).

Las religiones del libro, y todas las religiones que poseen significación y relevancia en nuestro mundo ecuménico, deberían esforzarse en descubrir sus núcleos de coincidencia. Sería espantoso reeditar a escala global, y en plena era atómica, una guerra de religiones como la que asoló Europa en el siglo XVII.