Churchill en la historia del siglo XX

Supone un reto muy difícil añadir algo relevante a la inmensa literatura sobre la vida y obra de Winston S. Churchill (1874-1965), el aristócrata que presidió el gobierno de unión nacional británico durante la Segunda Guerra Mundial y se convirtió en un estadista de talla mundial como artífice principal de la victoria aliada sobre la Alemania nazi en 1945. A principios del milenio, según el cómputo del escritor e historiador Roy Jenkins, ya registraba un centenar de biógrafos de mayor o menor entidad y de casi todas las nacionalidades. Entre ellos estaban Martin Gilbert, autor de la voluminosa biografía ‘oficial’ sobre el personaje, que cabe complementar con los igualmente densos retratos del propio Jenkins o de William Manchester, Max Hastings y Allen Packwood, por no mencionar a otros igualmente relevantes.

En general y con ciertos matices diferenciales, esa literatura churchilliana revela la envergadura personal e intelectual de un político sagaz, de carácter tan impulsivo como reflexivo, tan empático como egotista, tan romántico como maquiavélico. En definitiva, de una humanidad tan aplastante que, a pesar de su cuna aristocrática (era hijo de lord Randolph Churchill y su esposa norteamericana), fue también una figura enormemente popular y hasta populista (sobre todo en el estilo narrativo de sus ingentes colaboraciones periodísticas y numerosos libros de historia y política). Así se apreció singularmente en el formato de sus discursos parlamentarios y radiofónicos durante la contienda mundial, que figuran entre lo más granado de la retórica inglesa contemporánea. Baste recordar su desconcertante declaración ante la Cámara de los Comunes al convertirse en primer ministro en el peor momento del conflicto, un 10 de mayo de 1940, cuando su país se aprestaba a resistir en solitario el asalto de una Alemania victoriosa y dueña ya de más de media Europa: «Digo a la Cámara, como dije a los componentes de este gobierno: Sólo puedo ofreceros sangre, fatiga, sudor y lágrimas».

Hay que reconocer a Churchill en 1940 el mérito imperecedero de haber resistido los cantos de sirena de Hitler (la paz e integridad del imperio a cambio del reconocimiento del dominio alemán sobre Europa) y optar por luchar hasta el final, fuera cual fuera el perjuicio a largo plazo para el poder imperial británico. Había decidido, por convicción moral tanto como por cálculo racional, que era mejor tratar de sobrevivir con gloria antes que perder la libertad con oprobio. De hecho, era el político británico (y acaso europeo) que había comprendido más pronto la naturaleza inapaciguable del apetito expansionista del totalitarismo nazi y la necesidad imperiosa de ponerle coto de modo firme y resolutivo.

Al cabo de poco tiempo, la opinión pública británica (y buena parte de la europea) creía con él que de su resolución colectiva para resistir dependía no sólo la supervivencia nacional e imperial sino el destino de la tradición democrática occidental: «Lucharemos en las playas, lucharemos en los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. No nos rendiremos jamás» (4 de junio de 1940).

La brillante e inspiradora actuación de Churchill entre mayo de 1940 y mayo de 1945 fue la culminación de una vida política bastante errática y azarosa. Ante todo, sus incontestables éxitos de entonces hicieron perdonar sus previos fracasos militares (en 1915, durante la Primera Guerra Mundial, en la campaña de los Dardanelos, y en 1940 en la campaña de Noruega; en ambos casos como ministro de Marina), su doble cambio de lealtad partidista (en 1904 abandonó el Partido Conservador para sumarse al Liberal; en 1924 retornó al hogar ‘tory’ horrorizado por la Revolución bolchevique en Rusia), y sus resistencias políticas a cualquier menoscabo del imperio (oposición a la partición irlandesa antes de 1921; rechazo a la autonomía de la India en 1935). No en vano, todos sus defectos políticos y acaso personales (su glotonería y el gusto por el buen vino, por ejemplo) no eran nada comparados con el supremo mérito de haber dado a Gran Bretaña la voluntad colectiva de combatir hasta el último aliento en un momento en que nadie más quería o podía hacerlo.

Las biografías históricas sobre Churchill nos recuerdan que era básicamente un hombre decente y un político lúcido: un caso ejemplar de estadista de primer orden y magnitud. La perfecta contrafigura del líder nazi, Adolf Hitler, en casi todos los planos durante la Segunda Guerra Mundial. Pero también del líder soviético, Iosif Stalin, durante los compases iniciales de la Guerra Fría posterior. Ahí reside uno de sus grandes atractivos historiográficos, a tono con su inquebrantable defensa del ideal democrático frente a todas las tenazas amenazadoras: «Entre las doctrinas del camarada Trotsky y las del doctor Goebbels tiene que haber espacio suficiente para hombres como ustedes y como yo, y para algunos otros, en el que podamos cultivar nuestras propias opiniones».

No hay revisión posible en ese punto, a pesar de las recurrentes tentativas (más políticas que historiográficas) de rebajar su estatura humana y su clarividencia política (David Irving o Patrick Buchanan, por la extrema derecha; Clive Ponting, por la izquierda radical). Conviene tener esto en cuenta aunque sólo sea a título de inventario en un mundo actual donde no abundan demasiado ni lo uno ni lo otro. Y para confirmarlo basta con hacer un ejercicio imaginativo acaso banal (o no tanto): en las actuales democracias occidentales, que afrontan desafíos no tan ajenos a los que afrontaron sus homólogas de hace casi un siglo, ¿sería hoy posible el liderazgo inspirativo de quien fue un político más que setentón, orgulloso de su cuna, fumador empedernido, buen bebedor, mejor comedor, alérgico a los deportes, amante de los libros, franco en sus juicios y muy dado a reconvenir a sus electores y conciudadanos por sus ocasionales faltas de criterio o compromiso socio-político? Ya respondió sabiamente la canción: lo dudo. Y no deja de ser una gran pena (y esperemos que no llegue a ser también una gran tragedia).

Enrique Moradiellos es de la Real Academia de la Historia.

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