Churras o merinas

Los triunfos de Fernando Alonso en Monza y de Rafael Nadal en Nueva York remachan lo que ya era una evidencia. En materia deportiva formamos parte de la élite mundial. En todos los campeonatos internacionales tenemos siempre candidatos, individuales o colectivos, cualificados para una medalla. Mucho hemos progresado en estos últimos lustros, cuando menos en lo relativo a la promoción de estrellas de primera magnitud. No estoy seguro de que la situación sea tan satisfactoria en el deporte de base, aunque posiblemente también haya conocido una digna mejora. Tan positiva evolución indica el acierto en las decisiones de los sucesivos responsables de la política deportiva. Todo señala que los Juegos de Barcelona fueron el motor de arranque de nuestro salto de la medianía hacia la cumbre.

Contrasta este rosado panorama en la gestión del músculo con el grisáceo que ofrece la del intelecto. Recientemente hemos conocido tres clasificaciones donde las universidades españolas, y también las catalanas o no aparecen o lo hacen en lugares muy distantes de las primeras posiciones, ocupadas estas por instituciones mayoritariamente anglosajonas. Cabe discutir los baremos aplicados para la medición de la calidad y también la fiabilidad de los datos en que se basan los cálculos. Pero incluso aceptando la subjetividad de las clasificaciones y un amplio margen de posible error, no cabe duda de que nuestras universidades no militan ni de lejos en la primera división en el terreno de la creación y transmisión del conocimiento, este factor de producción que hoy es la clave del progreso económico. Ello no significa que en alguna parcela muy concreta alguno de nuestros centros no pueda haber alcanzado la excelencia. Pero sí que en conjunto no tienen el nivel cualitativo que nos correspondería por nuestra historia y nuestro potencial económico.

Y, sin embargo, no cabe duda de que los esfuerzos por alcanzar cotas más elevadas de calidad en nuestras universidades han sido notables. Basta con observar el incremento de sus presupuestos o la mejora técnica y estética de sus instalaciones físicas para comprobar que nuestros políticos, y los contribuyentes, no han sido reticentes a la hora de dotarlas de mayores recursos económicos. Como también es cierto que como norma general la formación y la dedicación del profesorado han progresado sensiblemente. Voluntad de mejora no ha faltado. ¿Por qué los resultados no han sido tan brillantes como era de esperar?

El diagnóstico no es fácil, pues el universitario es un mecanismo muy complejo. Me limitaré a señalar las que son, a mi entender, dos razones de la escasa consideración internacional que merecen nuestros centros. Nuestros políticos, y los votantes que los han elegido, han creído ver en la universidad un curalotodo muy barato de cualquier mal que aqueje a nuestra sociedad. Como, por ejemplo, la exagerada desigualdad económica y social. La ortodoxia diría que el remedio para la primera reside en el sistema fiscal, por cuya mediación debe redistribuirse la renta sin incidir directamente en los precios, que han de ser reflejo de los costes de producción. Este principio es difícil de cumplir, sobre todo cuando las rentas más elevadas escapan fácilmente a la presión tributaria y la sola aportación de las clases medias es insuficiente para mejorar la situación de las más desfavorecidas. Pero también han pretendido que la universidad igualara las fuertes diferencias de formación y culturales que hay entre los bachilleres en función del entorno familiar y de las escuelas primaria y secundaria cuyas aulas han frecuentado. Este es un mal que ha de curarse operando sobre estos escalones del sistema educativo y primando en recursos a las escuelas cuyos alumnos parten con desventaja. Cuando llegan a la universidad ya es demasiado tarde.

Otrosí. Si bien los recursos destinados a las universidades han aumentado globalmente, también se ha producido una enorme dispersión de las enseñanzas y los centros que las imparten. Evolución que, me temo, puede empeorar si no se pone coto al frenesí que ha despertado el denominado Plan Bolonia, que ya se ha traducido en la oferta de algunas titulaciones con apelaciones realmente pintorescas. No sé si tiene verosimilitud -espero que no- el rumor que corre por medios universitarios locales de una propuesta para crear un título de grado de cuatro años de duración en ¡ciencias futbolísticas! Porque si bien es cierto que el fútbol levanta pasiones, que hemos conocido unos éxitos espectaculares en este deporte, que Messi nos entusiasma con sus gambeteos, sería un error mezclar churras con merinas. Me parece lógico que este éxito quiera explotarse incluso económicamente y potenciar determinadas actividades productivas, como la fabricación de material deportivo. Pero no es necesario para ello pretender dar un envoltorio seudocientífico a una actividad deportiva, porque la contrapartida sería un retroceso en el escalafón de aquella universidad que incluyera en su oferta un título que, con seguridad, las que lo encabezan rechazarían.

A. Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona.