Ciega justicia

En la primera pintura política de la historia, los frescos del Buen y del Mal Gobierno en la Sala de los Nueve del Común de Siena, Ambrogio Lorenzetti hace de la Justicia, asignando recompensas y decidiendo castigos, la clave del gobierno democrático, personificado por la procesión de los veinticuatro magistrados que sostienen el hilo de la ley, cuya finalidad es el Buen Gobierno. Tal y como explicara magistralmente Manuel García Pelayo, tal presentación encierra una trampa, ya que cuando la monumental pintura pedagógica fue ejecutada, hacia 1340, el gobierno de la ciudad-república era ya oligárquico, y la magia del nueve, los magistrados entonces en ejercicio, preside consiguientemente la danza en la pared donde se muestran los efectos del buen gobierno. Pero como programa político, dejando de lado el lenguaje escolástico, la validez del esquema propuesto se mantiene aún hoy. Un gobierno democrático debe tener por dimensión teleológica el mayor bien de los administrados, y el criterio regulador para llegar a ese objetivo es marcado por una justicia que actúe con independencia y sin atender a circunstancias de tiempo y condición de aquéllos a quienes deba ser aplicada. Tal ceguera resulta imprescindible si se aspira a evitar la arbitrariedad y, en definitiva, la confusión y el caos, cuando no la dictadura del privilegio.

Conviene recordarlo ahora que la Justicia se encuentra sometida entre nosotros a un juego de presiones y vaivenes que al mismo tiempo hacen difícil su ejercicio y desprestigian al Estado de Derecho. Que una manifestación multitudinaria, como la celebrada recientemente en Bilbao, se haga en nombre de la defensa de las instituciones, pero contra la actuación de unos jueces, supone que el problema ha tocado fondo.

En los primeros tiempos de la democracia, el principal obstáculo residía en la presencia residual de buen número de jueces procedentes de la era franquista, que se encontraban a disgusto con la nueva situación política y las nuevas leyes. A pesar del transcurso de tres décadas, ese peso de un sector conservador de la magistratura no ha desaparecido del todo. Pero también intervenía la alternativa progre, consistente en suponer que todo elemento coercitivo en la ley o en su aplicación resultaba ya inaceptable. En el conjunto de España, esta tendencia ha desaparecido, pero no así en el País Vasco, cosa lógica en la izquierda abertzale, pero menos explicable en un partido de orden como es el PNV. Por supuesto, ambas corrientes nacionalistas se sirven de la baza jurídica, cuando les resulta favorable, con la máxima intensidad. No en vano la tradición fuerista, germen del nacionalismo contemporáneo, se gestó y formuló por letrados, hasta el punto de construir, no ya alegatos jurídicos en defensa concreta del régimen foral, sino incluso una visión de la historia 'ad probandum', del todo vigente en el amplio espacio que media entre los publicistas y abogados de Batasuna y los hombres del Gobierno presidido por Ibarretxe.

Para que semejante construcción se sostenga hace falta siempre un pequeño detalle: prescindir del análisis de la realidad. El resultado es grotesco desde un punto de vista del razonamiento, eficaz como factor de propaganda demagógico. La más alta expresión de esta sinrazón elevada a dogma es la doble condena de la Ley de Partidos y de la ilegalización de Batasuna. Hasta el jelkide más romo, empezando por el lehendakari y su consejero de Justicia, sabe que Batasuna forma parte del tinglado político-terrorista cuyo eje es ETA y que la Ley de Partidos ha tenido un papel decisivo en el desmantelamiento de la trama terrorista, gracias a lo cual hubo la tregua. Saben también que la Ley de Partidos en nada afecta a las organizaciones democráticas. A pesar de lo cual, Ibarretxe y los suyos no dejan de clamar contra la Ley de Partidos y la ilegalización de Batasuna, haciendo buena la apreciación del viejo profesor Tierno Galván de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. «El diálogo es la única esperanza», concluye el lehendakari, entre cínico y compungido. En la situación actual, para ETA, habría de que añadir. Una ETA residual puede permitir la resurrección del difunto 'plan Ibarretxe' y la vuelta a la iniciativa para su Gobierno. Todas sus actuaciones desde el último atentado responden a esa voluntad de evitar el cerco político a la banda. Como consecuencia, Ibarretxe tiene todo el interés del mundo en saltarse la ley y tratar públicamente a Otegi como si fuera el líder de un partido legal. Antes y después de lo de Barajas. Y así procede. La victimización que sigue al hecho de verse imputado refuerza aún más esa línea política. Los jueces se convierten en el chivo expiatorio, sobre el telón de fondo habitual: España contra Euskadi.

Además, la sombra de la política sobre la justicia se ha acentuado en el tiempo de tregua, y aquí la responsabilidad va mucho más allá de los confines del nacionalismo. Los populares, con su habitual torpeza, desempeñando ante la opinión el papel de quien contempla la Justicia únicamente a modo de aplicación de la ley del Talión. Todo se resuelve para ellos sin flexibilidad alguna: más detenciones, más cárcel y la cuestión queda resuelta. Por su parte, los socialistas, empezando por el presidente Zapatero y con el fiscal general como instrumento, han dejado ver que sería bueno, sin cambiar la ley, atenuar la intensidad de su aplicación, de acuerdo con el falso principio de que la circunstancia política debe intervenir en las sentencias de los jueces. De entrada, olvidando que entonces si la tregua acaba, como ha acabado, ¿hay que buscar a toda costa el máximo rigor, incluso forzando la norma? Aun cuando el principio de la juridicidad ha sido finalmente respetado, múltiples declaraciones, entre ellas las de Zapatero sobre el apoyo de De Juana 'al proceso', hasta las más recientes del PSE en torno al mismo caso, introducen la confusión hasta niveles intolerables.

Ciertamente, la Justicia ha de ser siempre ciega, apartándose de lo que pueda hacer el Gobierno al dosificar la acción policial o proponer indultos y medidas favorables (tipo acercamiento de presos), y por consiguiente los jueces deben participar de esa ceguera, al atenerse estrictamente en todo momento a la ley en sus sentencias, lo cual no impide dejar de ser ciego al trazar las pautas de cumplimiento de las mismas o del trato a dar a los encausados. No tiene sentido llevar a prisión preventivamente a un Otegi que nunca se va a escapar, porque está encabezando una negociación política. Es muy posible, casi seguro, que Ibarretxe haya infringido la ley, pero cabe preguntarse si ha sido él solo en estos meses, a pesar de la circunstancia agravante que pudiera suponer su alta representación institucional. Cabe ponderar asimismo el efecto de ese posible procesamiento de no ser muy firmes sus bases, del mismo modo, en sentido contrario, que la actitud de los etarras procesados en la Audiencia, dando coces, profiriendo amenazas o proclamando la continuidad de la lucha armada (léase terror) ha de ser tenida en cuenta si, como en el caso de De Juana, entra en juego la estimación de haber cerrado o no su trayectoria como terrorista. No para cargarles con un siglo de cárcel a modo de castigo indirecto, sino a la hora de acordar medidas que pudieran eventualmente favorecerles en su condición de presos. En todo caso, resulta imprescindible que las fuerzas políticas, empezando en Euskadi por su Gobierno, y terminando en el PP, renuncien a convertir en un arma arrojadiza cada sentencia o actuación judicial.

Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense.