Ciegos con bastones muy cortos

Cuando oigo a Oriol Junqueras quitarle hierro a la incesante fuga de empresas y bancos que se está produciendo en Cataluña a causa de la inestabilidad política y jurídica derivada de la espectral declaración de independencia en diferido enunciada por Puigdemont, no puedo evitar recordar lo que dice el politólogo Karl Deutsch sobre el nacionalismo. En su obra Las naciones en crisis (1981), Deutsch explica que el nacionalismo es la ideología con mayor capacidad para inhibir el comportamiento racional en el proceso de toma de decisiones de quienes la profesan.

Señala Deutsch que el nacionalismo puede ser catalogado como moderado en la medida en que, dentro de una red de comunicación social, los mensajes realistas se sigan transmitiendo en su interior y tengan en la práctica una incidencia importante sobre la toma de decisiones. Eso no quiere decir que sus defensores no alberguen en el fondo aspiraciones maximalistas, sino sencillamente que todavía mantienen un cierto contacto con el principio de realidad, lo que les lleva a moderar sus pretensiones más extremadas. Esa definición era aplicable, por ejemplo, a CiU cuando en el 2010 obtuvo una clara victoria en las últimas elecciones autonómicas normales, con un discurso fundamentalmente basado en la economía y en la necesidad de dejar atrás la inestabilidad de los años del tripartito. Conviene recordar que en el 2011 —un año después de la sentencia del Tribunal Constitucional que la versión oficial en Cataluña presenta como el origen del despertar secesionista— Artur Mas rechazaba la secesión como “un planteamiento a corto plazo que, además de todos los problemas que tenemos en Cataluña, nos parta, nos divida el país en dos”.

Después vendría la transmutación de Mas en Moisés, la apelación a la voluntad del pueblo, la excepcionalidad cotidiana de las plebiscitarias y el voto de nuestra vida cada dos días. El nacionalismo “moderado” se fue radicalizando, primero poniéndose en manos de ERC y, después, entregándose a la CUP. Como los partidarios de cualquier ideología extrema, los nacionalistas extremos se convierten —según Deutsch— en “ciegos con bastones blancos muy cortos”, individuos que desconectan de la realidad hasta que un día se dan de bruces contra ella y, entonces, se extrañan y a menudo se indignan. Ignoran la realidad hasta que esta los golpea, y las pocas cosas que no pueden ignorarse resultan para ellos repentinas. El nacionalismo es extremo cuando los mensajes ostensibles que envía la realidad son sistemáticamente desatendidos en aras de la más vana propaganda de autoconsumo.

En las últimas semanas centenares de empresas (entre ellas algunas de las principales compañías y las dos mayores entidades financieras de Cataluña) han trasladado su sede social de Cataluña a otras comunidades, a pesar de que el Gobierno catalán y su aparato de propaganda aseguraban hasta hace cuatro días que eso nunca iba a ocurrir. “Los bancos no se irán. Se pelearán por seguir en una Cataluña independiente”, profetizaba Mas. Hace unos días, con la fuga de empresas ya desatada, Raül Romeva, en una entrevista con Bloomberg, todavía le quitaba importancia: “Solo son anuncios”. Romeva es un caso paradigmático de lo que Octavio Paz denomina la institucionalización de la mentira. A este tenor, siguen insistiendo en que la secesión no supondría la salida de Cataluña de la Unión Europea, a pesar de que la Comisión Europea y los principales jefes de Estado y de Gobierno de la UE lo han dejado meridianamente claro. La realidad asoma y anuncia un escenario desolador para Cataluña si Puigdemont persevera. ¡Bah!, pues si es así, ¡tanto peor para la realidad!, responden los dirigentes independentistas. Irresponsables.

Tras cinco años despreciando el Estado de derecho, y habiendo proclamado la derogación en Cataluña de la Constitución y el Estatut los días 6 y 7 de septiembre con la aprobación en 24 horas de las “leyes de desconexión”, pisoteando los derechos de la oposición y contra la opinión del Consell de Garanties Estatutàries, se entiende que se escandalicen cuando la justicia actúa. La naturalidad con que Jordi Sànchez y Jordi Cuixart arengaban a las masas desde lo alto de uno de los coches de la Guardia Civil literalmente destrozados por los manifestantes que trataban de obstaculizar el cumplimiento de una orden judicial es la quintaesencia de su desconexión con la realidad. Ahora, la respuesta de la justicia, previsible y normal en cualquier país de nuestro entorno democrático ante la gravedad de los hechos, les parece inopinada, sorprendente, inaudita.

Los medios públicos catalanes, a lo suyo. Hablan de represión sin precedentes y de presos políticos. Como la orquesta del Titanic, siguen tocando, a pesar de las evidentes grietas de su proyecto rupturista, la partitura que se les suministra desde un Govern desbocado que, viendo que no podía ganar una Cataluña unida, ha preferido dividirla antes que renunciar a su objetivo. Decía Agustí Calvet, Gaziel, que “el separatismo es capaz de provocar por sí sólo una catástrofe episódica”. Y en eso están. Los catalanes no merecemos tanta insensatez.

Ignacio Martín Blanco es periodista y politólogo.

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