Ciegos voluntarios

Doña Z. era ciudadana norteamericana, aunque había nacido en el mismo país que su marido y, de hecho, venía viviendo en ese país desde hacía algunos años con él, que era un escritor bastante conocido. A finales de septiembre de 1936, escribió desde Nueva York a la dueña del piso en el que habían vivido hasta entonces: «Los asuntos que nos trajeron aquí se van resolviendo, por fortuna».

¡Qué alivio!

Esos asuntos les habían obligado a abandonar, con una cierta premura, una ciudad, sede del Gobierno de la nación, en la que la misma supervivencia del orden político parecía en entredicho. Un grupo de militares –que ni siquiera eran la mayoría del Ejército, ni de sus generales– había reclamado el poder para poner fin a una situación de desorden social. Era una vieja forma de proceder en aquel país, a la que se denominaba pronunciamiento militar.

En muchas ocasiones anteriores, las autoridades políticas se habían encontrado sin medios para resistir las demandas de los militares 'pronunciados' –casi siempre al servicio de algún partido político– y habían cedido a las exigencias de los sables. Eso llevaba a la consolidación de un nuevo Gobierno.

Pero esta vez no había sido así. El Gobierno se sintió asistido por organizaciones sindicales y partidos que albergaban un proyecto revolucionario, y rechazó las exigencias de unos militares que reclamaban el poder desde lugares muy alejados de la capital del país. Es más: las zonas más pobladas y desarrolladas del país estaban bajo el control del Gobierno, aunque este parecía descansar sobre las organizaciones revolucionarias que le daban su apoyo.

Pero, como le comentara D. Julio Caro Baroja a unos jóvenes historiadores, la vida empezó a ser algo más incómoda de lo que se ha comentado después en algunos los libros de historia.

De momento, hubo que cambiar el Gobierno para tratar de calmar las reclamaciones de los sublevados, aunque el plan abortaría sin que aquel nuevo Gobierno –que apareció publicado en la 'Gaceta de la República'– llegara a entrar en funciones. Al día siguiente se formaría otro Gobierno que aceptó el compromiso de dar armas al pueblo, lo que aumentó la inseguridad de muchos ciudadanos.

Tampoco resultó tranquilizador que, en ese mismo fin de semana en el que se sublevaron esos militares, comenzaran a arder algunas iglesias en la capital de la nación y en otras ciudades importantes. También se produjeron los primeros asesinatos de clérigos y personas religiosas con el inverosímil argumento de estar en connivencia con los sublevados y, más inverosímilmente aún, de que se había disparado a la población desde algunas torres de iglesias. Otra vez el viejo bulo –'fake new', lo llaman los horteras de ahora– de los caramelos envenenados o del envenenamiento de las fuentes.

Objetivo preferente de las suspicacias de esos nuevos grupos armados serían, desde luego, los militares. Contra alguno de ellos había una especial animosidad y un general, que era muy conocido por haber encabezado, dos años antes, la represión de un movimiento revolucionario de izquierdas, fue asesinado en el hospital donde se recuperaba de una operación quirúrgica. Su cabeza, ensartada en una bayoneta, fue paseada por las calles de la capital. Celia, una jovencita que era la protagonista de una serie de novelas juveniles de aquellos años, fue situada por su autora en el patio del hospital y fue testigo del suceso.

Tampoco tenían muchos motivos para estar tranquilos los intelectuales de aquellos días, de los que se pidió un apoyo fervoroso al sistema político vigente, al que se presentaba como un modelo perfecto de comportamiento democrático. Una mistificación a la que algunos historiadores –y no hablemos de los políticos– parecen abonados todavía.

A esos escritores –y al marido de doña Z., entre ellos– se les pidió la firma de manifiestos de adhesión con gestos coactivos adornados, en ocasiones, por algunas pistolas. Eso ayudó a que, cuando aún no habían pasado dos meses del inicio del enfrentamiento civil, muchos de ellos estuvieran ya en París, para ponerse a salvo mientras que buscaban, angustiosamente, noticias de los familiares más cercanos.

Pero doña Z., que era mujer de tan buen corazón como gran sentido práctico, supo encontrar una tarea muy acorde con las exigencias del momento: la de atender a doce niños que les había encomendado la junta de protección de menores aunque, en carta a un amigo del escritor, reconociera que apenas tenían provisiones para atenderlos mas de un mes.

Es posible que doña Z. y su marido no se enteraran, o no quisieran enterarse, de lo que estaba ocurriendo en su propia ciudad. Se trata de una actitud muy comprensible, y hasta disculpable, cuando una sociedad queda sacudida por un torrente de violencia criminal que les ponía en peligro a ellos mismos. Como escribirían mas adelante, «en el aire de aquel país nos ahogábamos».

El matrimonio tenía amistades suficientes como para acceder al presidente de la República y obtener la protección inmediata de uno de los más famosos de los escritores-pistoleros que proliferaron entonces por el país. El resultado sería que, después de un mes de sobresaltos y angustias, alcanzaron la frontera del país y resolvieron el 'asunto' más urgente que tenían entre manos: salvar su propia vida.

Con todo, una vez fuera del país, el matrimonio descartó la posibilidad de aprovechar la seguridad recién adquirida, para denunciar la extrema violencia que se había adueñado de tantas personas con las que habían convivido hasta entonces, entre las que no fueron pocas las que perdieron la vida. Su silencio, como ha escrito un historiador de ese periodo, era ya una legitimación de aquel régimen político que parecía en peligro.

Doña Z. y su marido, en la carta que ha dado pie a estas reflexiones, fingieron presentar su llegada a Nueva York como un viaje para resolver asuntos profesionales y literarios, cuando lo que estaba verdaderamente en juego era su propia supervivencia. Era, además, el comienzo de un exilio, el violento descuaje de unas raíces casi imprescindibles para cualquier actividad creadora. Ese fue un drama que compartiría su marido con muchos otros creadores literarios y nos aconseja extender el manto de la piedad sobre la carta de doña Z. Una sola palabra inadecuada, pronunciada en París, Londres o Nueva York, podía hacer mucho daño a personas inocentes que no habían podido escapar de la confrontación fratricida.

Podía ser, tal vez, una de las razones por la que doña Z. concluyó su breve carta con estas palabras: «Nosotros pensamos volver a Madrid en cuanto resolvamos nuestros asuntos pendientes».

Nunca volvieron.

(Los fragmentos de la carta citada se encuentran en un libro de reciente aparición: 'Zenobia Camprubí, Epistolario, III, 1936-1951', Fundación Cajasol y Residencia de Estudiantes, Madrid, 2023, páginas 3 y 4).

Octavio Ruiz-Manjón es miembro de la Real Academia de la Historia.

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