Cien años de ‘El Sol’

El 14 de septiembre de 1917, cuando está a punto de fundar El Sol, Nicolás María de Urgoiti recibe una carta de José Ortega y Gasset que ha causado cierta confusión historiográfica y algunos puntos suspensivos. El filósofo comunica a Urgoiti que le llegó noticia de “la derrota”, esto es, la pérdida de El Imparcial, tras la intervención personal de Alfonso XIII, contrariado por la publicación del artículo “Bajo el arco en ruina”, del propio Ortega. Y añade: “Me hablan de un periódico que van ustedes a sacar a la luz con el título El Sol”. Le recomienda asimismo un buen corrector de pruebas y anuncia su deseo de volver a Madrid “con gana de batalla en todos los frentes”. A lo largo de 13 años, El Sol será el campo de batalla donde Ortega publica sus principales análisis sobre la crisis española de la época.

Cien años de ‘El Sol’La misiva refleja adecuadamente la distribución de papeles entre el fundador, ya presidente de Prensa Gráfica, y el colaborador y asesor de máximo prestigio (y remuneración). Urgoiti permanecerá al frente de El Sol hasta que un nuevo artículo de Ortega, ‘El error Berenguer’, provoque su desplazamiento por los capitalistas monárquicos de La Papelera Española. Los colaboradores principales solían acompañarle en la tertulia vespertina de una sala llamada El Olimpo, cuya decoración por el humorista Luis Bagaría desapareció por completo del edificio de la calle Larra tras su ocupación por los falangistas.

La enorme estima recíproca solo entra en fase de sombra cuando el rápido desengaño de Ortega ante la República se traduce en un distanciamiento respecto de Crisol, periódico desde cuyas páginas Urgoiti trató de incorporar su criterio de racionalización política al nuevo régimen, mediante un “partido nacional”, más abierto que el orteguiano. Más allá de eso, si tenemos en cuenta lo que para Ortega representaba la metáfora del arquero — “seamos en nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco”—, puede valorarse el encendido elogio que hizo llegar a Urgoiti: “Es usted, amigo mío, uno de los pocos hombres arqueros que he encontrado en nuestra España, uno de los pocos para quienes la vida es elección de una noble meta y la aspiración grave, seria y continuada hacia ella”. Desde ángulos muy distantes, Ortega y Urgoiti coincidieron en la exigencia de poner fin al estancamiento de la Restauración y encaminar el país hacia una modernización que comprendiera todas las dimensiones de la vida económica, política y cultural. Se ha dicho con razón que El Sol viene a aplicar en la esfera del periodismo el planteamiento de cambio que Ortega explicara en Vieja y nueva política. En contra de lo que se ha sugerido, Urgoiti no era republicano, como tampoco Ortega; eran el rey y su régimen los que cegaban el cauce de toda reforma.

Al salir al público el primer número de El Sol, el 1 de diciembre de 1917, resultó claro que los lectores se encontraban ante otro tipo de diario, bien ordenado, con una sólida estructura informativa y colaboraciones de calidad (bien remuneradas, según la jerarquía de los autores). En suma, “un nuevo periódico moderno y de absoluta independencia partidista”, que logró reunir en sus páginas a los intelectuales comprometidos con la renovación del país, lo que humorísticamente será llamado más tarde “la masa encefálica de la República”, aludiendo a su hijuela política, la Agrupación al Servicio de la República del mismo Ortega. Este abría el impresionante censo de colaboradores, que incluyó desde Pérez de Ayala y Fernando de los Ríos hasta Salvador de Madariaga y Ramón Gómez de la Serna. Solo que el destinatario de ese producto de calidad, la supuesta mayoría de españoles deseosa del cambio, era más débil en cifras de lo previsto, de manera que El Sol fue deficitario, sobre todo en sus primeros años, se vendía poco en Madrid, y la empresa tuvo que buscar la compensación económica en un diario de la tarde, La Voz, más popular, con corridas de toros y más sucesos, que le superó siempre en tirada.

El Sol fue fruto del empeño modernizador de un ingeniero vasco —nacido en Madrid—, Nicolás María de Urgoiti. Aunque perteneciera generacionalmente a los noventayochos, su trayectoria profesional e intelectual no coincidió con ellos, salvo con el Ramiro de Maeztu de La otra España, y es que las escuelas de ingenieros constituían una excepción en el erial de los estudios universitarios en la España de fines del siglo XIX. De esa matriz extrajo Urgoiti el criterio de que los problemas esenciales que afrontaba nuestra sociedad eran de naturaleza técnica y económica. “Capital y trabajo se unen a través de la técnica”, escribió. Más que empresario, fue un creador de empresas, que desde sus inicios en la producción papelera en Vizcaya superó la simple gestión para ahondar en la exigencia de racionalizar todas las fases del proceso productivo y la distribución. Sin ello resultaba inútil toda pretensión de superar el atraso.

La espiral ascendente de transformaciones que giran en torno al papel irá desde la plantación del pinus insignis hasta la fundación de la Editorial Calpe (pronto Espasa-Calpe), pasando por la premisa de la concentración industrial. Solo una prensa radicalmente renovada podía impulsar la modernización económica y cultural, siempre apuntando a remover el obstáculo político final. Aquí, el cambio hacia “un Gobierno competente y conocedor de la realidad económica del país” requería un estado de opinión que lo estableciese: “Crear ese estado de ánimo, he ahí la misión de la prensa”, concluía.

Admirador del funcionamiento económico y político de los países anglosajones, a diferencia de los noventayochos y de Ortega, Urgoiti no secundaba el repliegue sobre Castilla. Fue entusiasta aliadófilo en la Gran Guerra, y cuando, tras el fracaso de sus planteamientos en una “República sin Sol”, pudo superar la depresión, ya pasada la Guerra Civil, siguió militando sin voz por la democracia contra los fascismos. En tiempo de tinieblas, se consagró desde 1945 a una empresa nueva, el instituto científico Ibys. Activo siempre, respondió al epitafio que evocara su nieta Soledad Carrasco Urgoiti: “Si no acabó grandes cosas, sufrió por acometellas”.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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